La primera vez que vi una contención mecánica fue una situación muy violenta, y considero que cualquier contención mecánica es violenta, pero aquella fue muy violenta. Y quizá la violencia de aquella situación se debió a que coincidieron muchas circunstancias que, para muchos de nosotros, los profesionales de esto, justificarían aquella actuación: una unidad asistencial con normas muy rígidas y poca tolerancia a que esas normas fuesen cuestionadas, una persona que acabó atada a la cama después de transgredir alguna de esas normas de forma totalmente consciente, voluntaria y premeditada, y sobre todo, una sorprendente costumbre a ese tipo de situaciones. Esa situación, con esa persona, al parecer se daba muy a menudo, y tan frecuente era para todos los allí presentes que sucedió como si nada extraordinario hubiese pasado. Yo me quedé impactado.

Aquella contención incluyó tirar al suelo al chico que acabaría atado y llevarle en volandas a la cama a inmovilizarle, rodilla en nuez incluida. Se le ató, se dio por zanjado el episodio, y volvimos a los quehaceres que seguían pendientes en la unidad. Ahora que escribo esto me estremezco pensando que lo que aquella normalidad implicaba es que todo esto pasaba a menudo, que este chico era maltratado frecuentemente.

Con el tiempo he vuelto mentalmente muchas veces a ese momento, le he dado muchas vueltas. Me refiero a ese momento como la primera contención mecánica que vi, y digo ver, porque fui un espectador por ser un novato, pero pensándolo bien no es cierto que fuese la primera. En muchas ocasiones anteriores, en las residencias en las que había trabajado, en los propios hospitales en los que había hecho prácticas en la carrera, yo había atado a muchas personas, ¡y es que es algo tan odiosamente normal! Las había atado a la cama para que no se cayeran, para que no se arrancaran un suero o una sonda, o por lo que sea, yo las había atado. Las había atado con gasas y vendas, me habían enseñado a doblar esas gasas con esmero para que no causasen heridas en la piel, para dejar toda la «libertad» posible sin que llegase a haber riesgo de arrancarse cualquier sonda o cable que fuese necesario para nosotros. No deja de hacerme gracia utilizar la palabra libertad al referirme a todo esto.

Pero aquella vez a la que me refiero como mi primera contención mecánica, se me quedó grabada. Fue en los primeros momentos de mi carrera profesional, ya como enfermero, y aun impactándome tanto aquello, han sido muchas las ocasiones en los siguientes años, en todos los hospitales o unidades asistenciales en las que trabajé, que me vi en una situación en la que estaba convencido de que la contención mecánica era el procedimiento más oportuno. Aquella primera contención mecánica me impactó, sí, pero no fue suficiente para que no se repitiera. No sé cómo acabé por hacerme, por acostumbrarme, a atar a gente.

Como sabemos todos esto de la contención mecánica no es una práctica que se haga en un único centro, no es un hecho aislado, durante mucho tiempo y en muchos sitios yo até a personas. Muchas situaciones difíciles, en la que las cosas que yo intentaba hacer para ayudar a las personas que estaban ingresadas donde yo trabajaba no servían para hacer que esas personas se sintiesen mejor, situaciones difíciles en las que tenía por delante a una persona sufriendo y en las que mi obligación era cuidar. Situaciones en las que al final llegaba a la conclusión, generalmente unánime o consensuada con mis compañeros, de que a esa persona, a esa persona que estaba sufriendo, había que atarla. Había que atarla para que frenara, yo solía decir «si tú no eres capaz de frenar, te tengo que ayudar a frenar yo», ahora me estremezco pensando en mis propias palabras.

Intentaba evitar estas situaciones, muchas veces por mi propio miedo a la violencia que se generaba en esos momentos. Atar a alguien a la cama me resulta muy desagradable, y reconozco que me da miedo, pero lo hacía, y lo hacía convencido de que era lo mejor para esa persona, y en acuerdo con la gente con la que yo trabajaba. De verdad que yo creía que era lo mejor.

Hace poco David, un enfermero que trabaja en una UCI en Londres, publicaba en su Twitter: «He de reconocer que aunque he usado contenciones mecánicas en mi vida ahora me parecen una barbarie». Aseguro a quien lea esto que me considero un buen enfermero, os aseguro que me considero también buena persona, una persona amable, una persona a la que le gusta cuidar a los demás, una persona respetuosa, no sé, buena gente, o al menos intento serlo». Del mismo modo os aseguro que estoy de acuerdo con David, que las contenciones mecánicas hoy me parecen una barbarie, que atar a la gente a la cama está mal, que atar a la gente cuando está sufriendo me parece inhumano, que quitarles hasta el último ápice de libertad como si fuese el más peligroso de los asesinos, cuando están sufriendo, me parece una de las peores agresiones que se me pueden ocurrir. Es un maltrato, y yo lo he hecho. Yo, que me considero portador de todas esas bondades que relataba antes, yo he maltratado personas. Insisto en que lo hacía convencido de que les cuidaba, en que lo hacía convencido de que era la mejor opción, de que era lo que de verdad necesitaban, pero me equivocaba. Me equivocaba y por mi culpa muchas personas que estaban sufriendo y acudieron a mí, cuando mi obligación era cuidarles, acompañarles, y aliviar ese sufrimiento, acabaron atadas. Lo que yo hice fue maltratarles.

Puedo excusarme en que en comparación con otros centros, donde yo trabajaba era muy extraordinario hacer una contención mecánica, era raro, fueron pocas, casi no se hacen. Puedo excusarme en que la contención mecánica es algo normal en casi todos los hospitales. Puedo excusarme en que con el número de trabajadores que nos enfrentábamos a esas situaciones no teníamos otra opción. Y todo eso es cierto, y puede que a ojos de muchos sirva como excusa. Es verdad que muchas veces somos pocos los que estamos para cuidar y muchos los que necesitan ser cuidados, es verdad que una decisión como proceder a una contención mecánica no depende solo de uno de nosotros, y que consensuar es difícil, y es verdad, porque me preocupé de mirarlo aquí, que para nosotros, en mi hospital, una contención mecánica es una cosa rara. Pero todo esto, aunque sirva de explicación, a mí no me sirve de excusa. Porque siendo todo esto verdad, al final fueron demasiadas las ocasiones en que puse las correas sobre una cama y até con ellas a personas a las que debería haber cuidado.

Habiendo pensado mucho en todas esas ocasiones, y un poco alejado del trabajo en este momento de mi vida, para mí sigue siendo difícil decir todo esto. Escribo estas palabras y se me vienen a la cabeza caras, nombres, momentos que acabaron con una de las personas a las que yo debía cuidar atada a una cama. Personas que sufrían, insisto, y a las que yo até, a las que yo maltraté.

Y esto me duele demasiado. Quizá sea egoísta plantear esta reflexión porque a mí me duele lo que hice. Quizá debería plantearlo por cómo se debieron sentir todas las personas a las que yo até a una cama, no lo sé. Lo cierto es que después de escuchar y de hablar con muchas de esas personas he llegado a la conclusión de que me arrepiento. No pretendo forzar con estas palabras a que todos los profesionales que han atado a alguien deban sentirse culpables o arrepentirse de nada, quizá sí les pediría que reflexionaran sobre todo esto y que procuren actuar en conciencia, yo solo digo que yo me arrepiento. Me arrepiento de todas y cada una de las contenciones mecánicas que yo hice a las personas que debía cuidar. Me arrepiento de no haber buscado otra alternativa más o haber intentado más evitar usar las correas. Me arrepiento de buscar excusas para justificar que no pude hacerlo de otra forma. Estamos demasiado acostumbrados a la contención mecánica, debemos erradicarla ya, y los que trabajamos en esto sabemos que va a ser difícil, pero tenemos que hacerlo ya.

El otro día tuve la oportunidad de pedir perdón en público a personas que habían sido atadas en hospitales o en centros a los que habían acudido en busca de ayuda, personas que habían pasado por lo mismo que yo le había hecho pasar a muchas otras personas, y no sé si pedirles perdón sirve para algo, y quizá solo me sirva a mí para sobrellevar un poco menos peor mi culpa, pero me siento en la necesidad de disculparme, de pedir perdón y mostrar mi arrepentimiento sincero, como enfermero, a todas las personas que cuando se sintieron mal, cuando sufrieron y necesitaron que este enfermero les cuidara, lo que recibieron fue una contención mecánica. A todas las personas que cuando necesitaron una ayuda, un cuidado, o parafraseando a Consuelo Carballal, un silencio, una presencia, una palabra, lo que recibieron de mi parte fueron horas atadas a una cama. A todas esas personas quiero pedirles perdón y decirles, de verdad, con mi promesa de que trabajaré para acabar con las contenciones, que lo siento mucho.

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