Olaia Fernández ha desarrollado su actividad como psiquiatra en diferentes dispositivos de salud mental, y también ha sido Directora Regional Adjunta de Salud Mental de Castilla-La Mancha. Actualmente trabaja en la Unidad de Atención Temprana a personas con experiencias psicóticas de la red pública de Alcalá de Henares, pensada para acompañar a personas con crisis psicóticas desde el marco de Diálogo Abierto. Hemos podido oírla en diversas charlas, hablando sobre “Para qué estamos aquí: retirada, violencia necesaria, límites y pactos de cuidado” en la mesa sobre Horizontalidad en la relación terapéutica dentro de las últimas jornadas estatales de la AEN de junio del 2017; o más recientemente, en las VI Jornadas de la sección de DDHH de la AEN celebradas este febrero en Navarra, interviniendo en la mesa “#0contenciones: Derechos Humanos en los servicios de atención mental”. Escucharla o leerla, además de servir para la reflexión colectiva, creemos que puede aportar también dos cosas sumamente importantes: herramientas para la acción y esperanza en ese cambio que está siendo lento, pero es posible y está en marcha.

 

En alguna ocasión (por ejemplo, aquí) te hemos escuchado contar que durante el año y medio que estuviste trabajando  atendiendo las urgencias en el Hospital de Alcázar, no se realizó ninguna contención mecánica. ¿Podrías hablarnos un poco más sobre esta experiencia?

En ese momento el Servicio de Salud Mental estaba como en crecimiento. Era un servicio joven, que había tenido solo Unidad de Salud Mental y estaban constituyéndose otros dispositivos. Y en eso nos contrataron como a cuatro psiquiatras de golpe, con la idea de abrir el Hospital de Día y la planta de hospitalización; ese camino fue súper largo y por el medio fuimos haciendo muchas tareas diversas. Una inicial tuvo que ver con cambiar el sistema en el que se atendían esas urgencias, de personas que venían en una situación de crisis de salud mental. Esta tarea se nos asignó a tres personas, que nos teníamos que turnar el busca para dar esta atención. Y entonces nos dimos cuenta de que no había correas. Tampoco había casi medicación, cuando llegamos había yo creo que solo haloperidol y benzos de dosis bajas, creo que era lorazepam de un miligramo, cosas así.

¿Era el Hospital General?

Sí. No había planta. La gente de esa zona de La Mancha, si tenía que ingresar, tenía que ir a Toledo, a Ciudad Real o a Cuenca, según el pueblito, porque esta es una zona que justo coincide como en la frontera de esos tres territorios.

Por supuesto no había -todos estos reclamos habituales- box de psiquiatría, ni personal asignado, ni personal de enfermería formado, no había correas ni casi medicación.

A nosotros nos encargan esto y por supuesto hacemos un listado de medicación más amplio e hicimos una peticion de las correas (que no llegaron). No me enorgullece en absoluto, pero es la realidad. Y de hecho uno de nosotros dio cursos de contención a las enfermeras.

¿Recuerdas los miedos de que no hubiera correas?

No, no lo recuerdo. Yo no recuerdo tener miedo cuando supe que no las había, no recuerdo ponerme nerviosa. Recuerdo más hacer una petición desde la inercia, desde que se suponía que las tenía que haber, hacer los papeles y pedirlas. Sí recuerdo más la sensación de las benzos, porque bueno, es verdad que si alguien venía en un momento fatal, que quería un ansiolítico y un orfidal no le sacaba de ese momento de ansiedad, tener que darle cinco comprimidos, o tres, bueno, era un poco… “a ver, pon la mano” (se ríe), que era un poco ridículo, la verdad. Además a veces en un momento tan tenso ver muchos comprimidos te mete en malentendido, a lo mejor te crees que es mucho, tú le explicas, pero la gente igual está desconfiada, le han engañado otras veces, igual piensa que le estás dando…

Bueno, recuerdo como más interés en que algo más de medicación llegase. Lo de las correas no lo recuerdo con interés ninguno. Supongo que era algo disociado también, pero no de pánico. Yo creo que ninguno estábamos situados en ese lugar ya, veníamos de formaciones… yo había hecho la rotación libre en Argentina, en grupos multifamiliares donde se expresaban abiertamente ideas de todo tipo y de formas muy diversas, tengo muchos recuerdos de residentes o adjuntas jóvenes del hospital, cuando volvimos de Argentina (y antes también un poco, de haber estudiado Sistémica y otras cosas), recuerdo hacer guardias con los otros y sorprenderse mucho como de la tranquilidad que traíamos.

O sea, intento explicar por qué no estaba en pánico. A pesar de que venía, como todo el mundo, de lugares donde se daba por hecho que a veces se ataba. Sí que es verdad que yo tuve una residencia en un lugar, que nunca fue un lugar ideal, pero donde la contención se entendía como un fracaso, un fracaso nuestro.

Pues ya está. Teníamos el busca y atendíamos a la gente. Sin pánico, en realidad.

¿Cómo eran las situaciones que vivíais?

Nos íbamos dando cuenta de que no había situaciones de violencia. Íbamos pensando un poco sobre esto a medida que pasaba el tiempo. No era tanto porque en el fondo las esperáramos, pero supongo que pasado un tiempo suficiente, sí empiezas a pensar en alguna situación de violencia que habías vivido en otro hospital, por ejemplo.

Y bueno, había otra peculiaridad: si le querías proponer a alguien que ingresase, o alguien quería ingresar porque te lo pedía directamente o porque tú se lo ofrecías, esa persona tenía que esperar a que viniese una ambulancia, que había, yo que sé, ¿dos para toda la región? Había poquísimas y no es que estuvieran allí esperando. Era una ambulancia que le llamaban con soporte, que es que iba una persona detrás, contigo. Y total, que se tenían que subir a una ambulancia e irse, pues eso, a Cuenca, Toledo o Ciudad Real, que yo creo que está todo como a una hora de coche.

Te cuento esto porque normalmente la gente te cuenta como esta historia, de que para no atar tendría que haber enfermeras formadas, o salas de relajación, o áreas tranquilas aparte del resto de la urgencia o más personal para que la gente no tuviera que esperar. Bueno, pues ahí no había nada de eso. Atendías a la persona en una sala de triage que te prestaba el de Interna, la sala de espera era la sala con todo el mundo, y uno de nosotros para todo el que viniera, es decir, que a veces esperabas, a veces mucho. Con una angustia que tenía que ver con que a nosotros no nos dejaban proponerle a nadie que se quedara unas horas a recuperarse o a dormir un rato, eso no lo podíamos hacer, no nos lo permitían. Entonces yo cuando me marchaba de allí todo el mundo se tenía que haber marchado. Entonces claro, esto era una tensión interna, porque a ver, claro, tú te puedes quedar más rato, y de hecho nosotros también nos quedábamos más rato constantemente, pero también tienes que descansar. No es que te podías ir de Alcázar todos los días a las ocho de la tarde, que luego tenías que volver por la mañana, además vivíamos todos en Madrid y era todavía más pesado, porque te ibas muy lejos. La Interna no era especialmente amistosa, tampoco. Todo era en una condición de muchas dificultades sumadas.

Pero aun así no hubo “agitaciones”.

Sí, nadie se agitó. Ni yo pasé miedo. Solo hubo una situación, una experiencia que pasó a una compañera, en un momento así como muy tenso, en uno de los box de la urgencia. Una situación en la que se asustaron, pero luego no pasó nada, bueno, nadie se hizo daño. Eso es el recuerdo como más mítico de momento especialmente difícil.

Lo que nosotros hemos pensado que influía es que no había correas, entonces no se podía atar. El primer elemento era que no había, ya está. Por eso hay que prohibirlas.

¿Se practicaba otro tipo de coerción, como por ejemplo el aislamiento?

No, al revés. Yo lo que me doy cuenta es que todo, absolutamente todo, lo hacías con la persona. Eso es lo que sí pasaba. Porque no había otras personas que pudiesen participar en el acompañamiento y en el cuidado. Bueno, había una gente de seguridad a veces muy maja. Maja de verdad, no de venir a presentarse de “vengo a controlar”, maja de charlar, de dar abrazos, de salir a fumar, de fumar un cigarro juntos. Había unos tipos, algunos, alguna gente así, como de que estaba por allí y echaba una mano a veces en acompañar. Pero no por control, no era una cosa de “que el de seguridad se quede aquí para que no se vaya”, no era desde ahí. Tengo algún recuerdo como de colaboración.

Pero bueno, que no había gente. Entonces, ¿qué pasaba? Que tú te sentabas con quien fuese, conversabas, tomabais una decisión sobre lo que se iba a hacer y a partir de ahí, pues imagínate que lo que se iba a hacer era un ingreso, ¿no? Pues había que llamar al hospital de referencia: cogías, marcabas, llamabas, con fulanito contigo y le contabas al psiquiatra que te cogía el teléfono “pues estoy aquí con fulanito, que se encuentra mal, que hemos pensado que el hospital”. Esa llamada la recuerdo súper nítidamente, o sea, que recuerdo muchas escenas.

Otra cosa que hacías con la persona, claro, era llamar a la ambulancia. Llamabas a la ambulancia esta, le contabas y te decía “pues vamos a tardar dos horas”, lo que fuera, a veces eran esperas muy largas. Te ponías a escribir el informe también con la persona allí contigo. O sea, a veces no, ¿sabes? A veces las personas queríán salir fuera o estar a su aire, pero otras veces no. En personas que estaban peor, pues igual querían estar contigo, la verdad. Y salías fuera, a comprar algo de comer, a fumar… Y a veces, aunque quisiese compañía, pues a lo mejor no te quedaba más remedio que dejarla un rato sola, porque igual venían más personas y también estaban angustiadas.

Yo la sensación que tengo es que se compartía todo el proceso. Y si te tenías que ir es porque te tenías que ir, no porque no te importara o porque te quisieras marchar, o sea, que no te ibas a ver la tele. Si te ibas, te ibas porque había otra persona esperando allí. Supongo que sabían que estabas allí, que no te ibas. Si dejabas de estar con él no es que te ibas, estabas allí en el despachín ese, hablando con otro ser humano. Bueno, son interpretaciones, no sé qué pensáis vosotros.

Yo pienso, bueno, vuelvo a pensar, que como no había correas y no podías atar, había algo que se activaba en nosotros, que era una escucha, o toda nuestra capacidad de… no sé, es que ya no le llamaría contención verbal a eso tampoco, ya no se lo llamaría.

Imagino que hacerlo todo con la persona implica también un uso respetuoso del lenguaje. Ya me doy cuenta de que no usas un lenguaje irrespetuoso, pero por subrayarlo, que el lenguaje debía ser un lenguaje más o menos consensuado con la persona, no lo típico que se suele escuchar “tengo a un paciente esquizofrénico que está brotado o tiene un delirio de no sé qué” o “te voy a mandar un trastorno de la personalidad”.

Pues la verdad que no me acuerdo, no sé si me acuerdo. Es como si fuese reconstruir un recuerdo. Supongo que soy mucho más consciente ahora de esto del lenguaje. En la última guardia que hice era como súper consciente de eso, de qué poner en el informe y por supuesto de cómo hablar, pero sobre todo de qué poner. En la Unidad de Atención Temprana también me pasa, y lo empiezo a relacionar. Es como una negociación interna de cómo y qué transmitir. Lo que creo que estoy haciendo es cada vez hablar y escribir más natural y cada vez más en lo que tú decías como de consenso con la persona.

Entonces sí, yo imagino que esas llamadas claro que no pasaban por decir “tengo aquí un esquizofrénico”, pero claro, también es verdad que creo que nunca he hablado así. Pero seguramente sí he hablado en algún momento, cuando era residente, como en términos de descompensación o algo así. No sé, pero supongo que así era.

En todo caso lo que no había en aquel momento era una postura política con esto por mi parte. No había podido pensarlo. Lo que sí había es que yo creo que vengo de una relación bastante “de sujeto” de siempre. Pero no había una reflexión sobre el lenguaje politizada. Lo que sí tengo recuerdo es de sentarme con personas, con sujetos, y eso es imposible que no se traduzca al lenguaje.

 

 

Elvira Pértega señaló que uno de los factores que influye en el uso de contenciones es la distribución desigual de la responsabilidad y el capital entre los miembros del equipo, que se realiza atendiendo a la posición jerárquica que ocupan. Algo que también ha señalado Ana Urrutia cuando habla de la necesidad de la transversalidad en los equipos para eliminar las contenciones. Tú, que también has hablado sobre la importancia de la horizontalidad en la relación terapéutica, ¿crees que algo de esto pasó cuando trabajabas en las urgencias de Alcázar?

Claro. Yo siento que eran momentos de encuentro, que era algo como de equipo, de alguna manera. Quiero decir que trabajabas con la otra persona de una manera muy franca y clara y honesta, que tenía que ver con las circunstancias que nos empujaron a hacerlo. Creo que veníamos de un proceso de crecimiento en eso de la honestidad, pero creo que las circunstancias nos empujaron a serlo mucho más de lo que cualquiera de nosotros lo éramos. Por eso creo que se dejaría de atar si dejara de haber correas, creo que eso empujaría a todas las personas a necesariamente colocarse de otra manera.

Bueno, me haces pensar… pensando hacia atrás, en esta relación de acogida un poco con la persona que venía y con la necesidad de resolver juntos qué hacíamos, que no fuese la autoridad… supongo que con los compañeros también habría algo de eso, ahora pensando. Digo yo que los compañeros de seguridad o las enfermeras que estaban en triage o incluso los de Interna que pululaban por allí mientras alguien esperaba más tiempo porque tú te tirabas tres horas con alguien… supongo que al verte hacer de esa manera, quizá había algo de esta manera de estar -ya te digo, empujada por las circunstancias- que también transformaba a lo mejor cómo estaba la enfermera de triage y el de seguridad. Que yo me tirase tres horas y que no me fuese de allí hasta que la ambulancia llegase y la persona se fuese y yo me despidiese, comprometía a los demás a hacer de otra manera, a lo mejor, en alguna medida.

Imagino que sería difícil, porque la relación de poder que se establece en los servicios tiene que ver de fondo con la posibilidad de usar la violencia, o con tener la fuerza…

Es que no había fuerza. ¿Qué fuerza va a haber? La ambulancia va a tardar tres horas en venir, yo no tengo planta y no hay correas… y medicación tampoco, ¿qué le digo (pone un tono de voz amenazante): “pon la mano, te voy a dar diez orfidales”? (se ríe)

Claro, es que no había posibilidad. No puedes escalar, ese es el resumen, no puedes. Pero, ¿tú no crees que una persona acepta en el centro de rehabilitación que le digan que le dan el dinero si va al centro, y si no, no; o lo que nos contaban, que en un centro les dan un helado si ganan diez puntos por “portarse bien”, no crees que eso una persona lo acepta porque sabe que al final de esa cadena está que la atan? Porque yo sí lo creo, sinceramente.

Yo creo que porque sabes que hay una escalada que termina en un ingreso y en una contención y en sobremedicarte contra tu voluntad. Te doblega, sabes que te van a doblegar. Entonces mejor comerse el helado. Es como esta gente que te dice “mi padre no tenía que hacer nada, mi padre me miraba y no me movía, porque yo ya sabía”, esta cosa. “Si no te la tomas te pincho”; la gente se mete en la ducha, y recuerdo a un auxiliar con el que trabajé, con sus modos, era el extremo de lo repugnante, gozoso de ese poder, “a ver cómo te enjabonas”, si te enjabonas bien o te enjabonas mal.

Yo creo que eso se soporta porque sabes cuál es la historia. Sabes lo que pasa, sabes cómo puede acabar pedir otro paquete de galletas. Es como la violencia machista. Hay todo un sistema que te recuerda, el abandono, el descrédito.

Que no haya correas hace que el entorno no sea violento en sí mismo.

Está ese doble encargo de la psiquiatría, del control y del cuidar. En el momento en el que desaparecen las correas la urgencia es un espacio que sí puede ser un espacio de cuidado.

Por fin estabas en un lugar en el que constituías una ayuda y no eras sospechosa de poder constituir una amenaza.

Esto hay un texto que escribió una amiga en una reflexión que acababa con esta frase brutal de “se agitan porque atamos”, que tiene mucho para abajo, en realidad.

De esa época está otra cosa en el hospital de día. En ese hospital nosotros también vivimos una experiencia con una chica un dia, después de un grupo de psicodrama. Salía a las 14:30 del grupo y el hospital lo cerrábamos a las 15:00. Y en ese ratito había gente que se iba, pero nosotros no. Entonces había gente que se quedaba, había gente que se traía la comida, había gente que se quedaba de charla… bueno, teníamos ahí como media hora para estar juntos.

Y bueno, pues salió del grupo y al ratín empezamos como a oir golpes, ruidos. Fuimos a la sala donde se hacía el grupo y estaba la chica tirando fruta, como desconectada, en su historia, tirando fruta contra la pared, muy cabreada, con ella misma o con lo que fuera, desde luego no con los que entramos. Y tuvimos una reacción que tuvo que ver con acompañar, no tuvimos una reacción tampoco de acercarnos y pararla. Yo me quedé en la sala y el resto salió. No fue una cosa hablada, fue una reacción como de grupo. Yo me senté en una silla y bueno… era como estar ahí, empecé a hablar un poco y al principio no me miraba, pero luego a veces sí, empezó a decir alguna palabra. Y se fue como calmando, como tirando menos, como hablando más, como siendo más un diálogo y acabó recogiendo la fruta espachurrada contra la pared entre las dos y tirándola a la basura. Y en un abrazo, que era raro, porque a ella no se le daba muy guay abrazar. Yo sí la abracé.

Y esto pasó más veces. Y como el grupo descubrimos que esto había servido pues lo hicimos así, más veces. Pero ya todos menos asustados. Esto tenía que ver con una historia muy difícil, que salía en psicodrama, y el lugar donde ella podía explotar de rabia era en esos momentos, después de las escenas y tirando la fruta. Porque cuando tenía más que ver con usar la palabra ella traía una historia más como de “no pasa nada. Si a mí esto no me ha afectado”.

A mí esto me sirvió mucho. Fue para mí una experiencia fundante en poder estar con personas que están tirando cosas o gritando, aunque ella no gritaba, pero para mí esta experiencia ha sido como una evidencia de que se puede estar ahí. Luego ya he vivido muchas, diferentes, donde no he sentido que tuviera que llamar a seguridad, ni hacer nada más que estar. En la UME (Unidad de Media Estancia) donde trabajé era muy claro, la gente se ponía súper nerviosa y yo intenté ofrecer algo así como un modelo, algo así. Yo oía, yo qué sé, de repente un golpe o gritos o lo que fuera y yo iba, salía ahí y me metía en el asunto e íbamos a otro lado a hablar o a gritar o a lo que fuera. Y sí que yo creo que hubo gente que con esas reacciones diferentes pues… bueno, ayudaban a transformar. Había unas enfermeras que molaban mucho, que cuando una persona con la que tenían buena relación, estaba en un momento muy cabreada y muy rabiosa, hacían una cosa que era irse a unas ventanas del fondo por la noche a gritar a lo bestia (se ríe). A mí me parecía muy guay, eso. Había un alivio ahí, como de descarga compartida.

Bueno, eso y el sentido. Creo que también tuvo algo de hecho fundante, aunque eso ya venía gestándose también de más tiempo, como todo, el sentido de… bueno, que nadie le llamó agitación a eso. Yo nunca se lo llamé, ni por dentro ni por fuera. Ni nadie, ni los compañeros. Nadie llamamos agitación a eso. Tampoco a otra cosa que pasó al principio, cuando abrimos el hospital de día, una chica que estaba en un  momento también muy enfadado de su vida y tenía momentazos de ira brutal, en uno de esos arrancó una barandilla de la pared. Tampoco le llamamos agitación a eso. Bueno, ya nadie le llamaba agitación a nada.

Por eso hay que dejar de llamar agitación a esas cosas. Y llamarle enfado, rabia, pánico, miedo atroz… Agitación es como arrebatar el sentido.

¿Crees que tu posicionamiento de independencia de la industria farmacéutica (no permitir a los visitadores médicos entrar en los lugares donde trabajas, no recibir formación de la industria, ni aceptar invitaciones, etc.) tiene algo que ver en todo esto? 

Una vez leí un artículo de una gente que había trabajado para la industria farmacéutica y contaba la intríngulis, filtraba una parte del embrollo este, de la jerga, súper despectiva en realidad. Explicaba la terminología que utilizaban con los médicos por categorías para nombrarlos. Había un nombre que era “tarugos”, era muy vergonzoso tomar conciencia de que hablan de nosotros en esos términos. Había escalafones, de lo que te pagaban,  los tarugos eran como “la morralla”: los residentes, los psiquiatras que no publican… que te pagan pocas cosas, pero que te inflan el ego.

En fin, que describían todo el sistema que tenía que ver con inflar, con irte proponiendo cosas que te hicieran pensar que cada vez molabas más, en realidad es todo aire: te invito a que saques un capítulo en un libro del residente, a dar una charla de Adasuve®, te pago los pósters de los congresos, te invito a cenar al japonés caro de Madrid, esas cosas.

Bueno, que te van engalanando, pero hay como niveles. Claramente para mí la industria es un agente activo en verticalizar los servicios. Y verticalizar los servicios tiene que ver con atar gente; esto ya lo ha dicho Elvira Pértega, no lo digo yo.

El discurso que la industria necesita para volverse multimillonaria tiene que ver con el discurso radical del biologicismo, que tiene que ver con que las cosas no tienen sentido, son ahistóricas, hablan de una “evolución tórpida” (por supuesto detener la evolución tórpida es hacer un ingreso involuntario y medicarte en contra de tu voluntad). El discurso del biologicismo radical tiene que ver con eso: enfermedad, la relación no existe, nada del vínculo ayuda a las personas a expresar las emociones de una manera que se pueda soportar y que no haga daño o que haga el mínimo daño posible. Todo ese discurso está muy construido por la industria, claro. No tanto porque ahí gane dinero de forma directa (que también, con Adasuve® y todo eso ha hecho sus intentos de ganar dinero con la agitación) sino porque se fundamentan en que tú no tienes nada que ver con lo que está pasando: el contexto no tiene nada que ver, la relación no tiene nada que ver, por supuesto de la biografía ya ni hablamos, pero tampoco de lo transversal, del aquí y ahora. Borra lo del aquí y ahora. Tú eres un científico, técnico, la ciencia…

¿Crees que algún otro factor influyó?

Esto que dice Patricia Rey, que a mí me ayudó mucho a pensar porque creo que fue a la primera persona a la que se lo escuché enunciar así, o que yo pude escucharlo. Ella dice que es un asunto de clase, de locos y cuerdos, que hay unas dinámicas que tienen que ver con la clase. De locura como categoría social. No solo queriendo decir lo de la precariedad de los locos, sino que las dinámicas que establecíamos eran de clase. Pienso que por eso estas prácticas violentas pueden seguir haciéndose creyendo también esto de que es por tu propio bien. Por eso puedes seguir colocando al otro más como un objeto que como un sujeto. Porque no es como tú.

Yo creo que romper el asunto de clase y tener relaciones personales con gente que ocupa ese lugar, de loco, nuestros amigos, hace que no lo puedas hacer más. Creo que a mí parte de lo que me ha empujado definitivamente a no poder contarme nunca más que son prácticas terapéuticas es que Patricia es mi amiga, por ejemplo. Creo que cuando tú haces una relación de sujeto real con alguien que ocupa el lugar de loco (porque se lo ha atribuído a sí mismo, desde el activismo o desde donde sea), eso rompe la cuestión de clase, y que cuando rompes la cuestión de clase no puedes atar a la gente. Había personas a las que yo nunca hubiera podido atar, nunca. Pero sí até gente. Porque no era gente de mi clase.

No era un pensamiento mío, esto. Yo no tenía este pensamiento, pero creo que es una dinámica que funciona. Y por eso creo en los espacios mixtos de lucha. El final último de deshacer toda esta verticalidad y la coerción es que no haya una cuestión de clase en la comunidad. A mí me impresionó mucho cuando una compañera, que viene de los movimientos sociales de toda la vida, contaba que cuando entraba la locura en juego operaban dinámicas parecidas; no se podía integrar fácilmente que tú eras loca o que tenías experiencias locas o que tenías experiencias inusuales.

Es decir, en un mundo ideal no habría que decir “tengo amigos locos”, ni no locos, ni nada, daría igual, sería la diversidad, supongo. Pero creo que a día de hoy diluye la posibilidad de violentar personas, considerarlas personas. Y esto no tiene que ver con presupuesto, nada tiene que ver con presupuesto.

Pero para darte cuenta de que el loco es como tú se tiene que producir un cambio previo, que es la posibilidad de escuchar al otro y no deshumanizarle.

¿Cómo vas a escuchar a otro por primera vez en un sitio en el que tú tienes la llave y el otro no, el otro está en pijama y tú con ropa, le puedes drogar, le puedes atar, cómo le vas a escuchar como un sujeto? O sea, tu primera vez de escuchar a alguien como un sujeto es muy difícil que sea ahí. ¿Cómo vas a escuchar a alguien por primera vez si estás en un centro de rehabilitación y le estás controlando el tabaco, los bollos, la comida, los lamparones de la camiseta? ¿Cómo le vas a escuchar por primera vez como un sujeto si es un objeto?

¿Te gustaría decir algo para terminar?

Cada día creo que es más increíble que no estemos todos leyendo sobre lo que han hecho en Islandia para no atar gente, qué han hecho en el cantón suizo para no atar gente, qué están haciendo en Trieste, qué pasa en la planta de Tromsø, la tesis de Elvira Pértega y las tesis que hay escritas sobre cómo acabar con la contención mecánica… No puedo entender cómo esto no es una prioridad para todos los jefes de servicio y todos los trabajadores. Todos. Porque no solo ata el psiquiatra, que también, que más, pero no solo atan los psiquiatras. También se ata en rehabilitación. Atamos todos. Se ata por una complicidad de toda la red de salud mental. Y por la amenaza última de coerción.

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