«Hay vidas que no valen nada. Hay vidas que se barren bajo la alfombra, sin minutos de silencio ni lazos de colores»
Radio Cabezas de Tormenta
Hay una lógica común que subyace al hecho de atar a una persona, ocurra esto en las unidades de atención a la salud mental, en las residencias de mayores, en los centros de menores o en cualquier otro contexto donde haya un desequilibrio de poder.
Hace casi dos meses moría Ilyas, de 18 años, atado a una cama en un centro de menores de Almería. Ilyas tenía un diagnóstico psiquiátrico. Le ataron seis guardias jurados, boca abajo, poniéndole una rodilla en la espalda. Según el informe forense parece que el joven murió asfixiado y que perdió la conciencia antes de que terminasen de ponerle las correas. La explicación oficial, del vicepresidente de la Junta de Andalucía, fue que Ilyas había fallecido por un cuadro convulsivo que el personal no consiguió reanimar. Esta versión fue fácil de desmentir puesto que había un vídeo de la cámara de seguridad de la habitación, algo que quizá el vicepresidente no sabía cuando dio el comunicado.
No sucedió esto cuando murió Ramón hace ocho años en Madrid, en un centro gestionado por la misma empresa, Ginso. Esa vez también la versión oficial adujo que la muerte ocurrió por causas naturales y que se cumplieron los protocolos de actuación. No hubo vídeo con el que contrastarla. El informe de la autopsia recogía que no había signos de violencia y el juez no abrió diligencias. El centro ordenó sin consultarlo con la familia la incineración del cuerpo. Fue en el tanatorio cuando vieron los arañazos y hematomas en el cuerpo de Ramón y pidieron una segunda autopsia. Pero la causa se archivó sin que el juez permitiera realizarla. El informe del SUMMA, que de nuevo según la versión oficial, intentó reanimarle, nunca apareció, ni estos servicios de urgencias declararon en el juicio. Ramón tenía 19 años.
Imaginamos que la celeridad en afirmar que la muerte ha sido natural (lo que es si cabe más extraño en un adolescente) y en intentar cerrar «el caso», puede hacer que otras muertes no trasciendan a medios y no se conozcan, algo que también pasa en salud mental. No hemos podido encontrar información, por ejemplo, sobre Mamadou Berry, un joven muerto en un centro de menores a finales de 2017. Somos conscientes de que las muertes que conocemos, en centros de menores, residencias de ancianos (como esta o esta) o en salud mental (como esta, esta, esta o esta) son solo una pequeña parte del total. Y también somos conscientes de que una muerte es una situación muy extrema: habrá casos en los que las personas hayan sido reanimadas, por ejemplo. Las muertes son el final de un maltrato institucionalizado y naturalizado que a alguien se le «fue de las manos». Un maltrato que hay voces que llevan años denunciado y a las que no se escucha.
Centrándonos en los niños y adolescentes, hace diez años Amnistía Internacional emitió un informe sobre los «centros de protección terapéuticos» en España, titulado «Si vuelvo, ¡me mato! (parte 1 y parte 2). En él se denuncian las contenciones físicas y químicas que se llevan a cabo en estos lugares, así como otras prácticas que «incluyen castigos físicos, aislamiento, suministro abusivo de medicación, ausencia de servicios adecuados para el cuidado de su salud y otras conductas y omisiones que, en algunos casos, tuvieron como desenlace el suicidio de alguno de los menores». Algo que ya había denunciado el Defensor del Pueblo y el Comité contra la Tortura, y que no solo fue negado o minimizado por la Administración, sino que la empresa que gestiona los centros donde murieron Ilyas y Ramón fue reconocida en varias ocasiones. En 2004 Ginso recibió el galardón de la Bandera de Andalucía; en 2011 la entonces directora de la Agencia para la Reducción y Reinserción del Menor Infractor de Madrid la declaró un centro de «reconocido prestigio»; en 2015 fue condecorada con la Cruz al Mérito Policial.
Ese año en que recibían la Cruz al Mérito Policial, tres trabajadores de Ginso difundieron un vídeo en el que denunciaban el trato que se daba a los adolescentes en el centro donde moriría Ilyas cuatro años después. Como decíamos antes, que un joven muera en esas condiciones nos dice cómo son tratados los demás. En el vídeo puede verse y escucharse a chicos atados boca abajo, golpeándose, llorando, gritando «guardia, por favor te lo pido, me duele». El Consejero andaluz de Justicia dijo entonces que la extraordinaria trayectoria del centro tenía más valor que las grabaciones. El caso fue archivado, una de las pruebas se perdió y los trabajadores fueron despedidos y denunciados, enfrentándose ahora a entre tres y cinco años de prisión.
Otros extrabajadores y antiguos internos también denunciaron los malos tratos en una entrevista para El Confidencial: «Lo que se persigue es hacer el mayor daño posible al menor», «se les corta la circulación y produce mucho dolor» relataba el exjefe de seguridad del centro de Almería. «Cuando les veía mal, llamaba al coordinador, pero me decía que hasta no tuvieran las manos heladas no molestase», afirmaba un vigilante.
De nuevo el Comité Europeo para la prevención de la Tortura emitió un informe en 2017, en el que señalaba que el centro almeriense ataba a los jóvenes boca abajo en su cama, y que no podían utilizar el baño.
Nada de esto ha hecho que se tomaran medidas para evitar la muerte de Ilyas. Los centros siguen a cargo de Ginso, una entidad «sin ánimo de lucro» cuyo presidente es un constructor que ha recibido más de 300 millones de euros de las Comunidades Autónomas de Madrid y Andalucía por construirlos y gestionarlos, contratándose a sí mismo para ello (porque «sería absurdo que no me contratase a mí mismo«) y que supuestamente ha contribuido a la financiación ilegal del Partido Popular madrileño. Centros donde parte importante del equipo no tiene formación necesaria y donde se enseña a los trabajadores no solo a atar a los jóvenes a las camas (una práctica ya de por sí considerada inhumana por la ONU), sino a hacerlo de una forma que acumula gran evidencia en contra por su gran riesgo de producir asfixia.
La muerte de Ilyas era completamente evitable. Hace ya diez años que Amnistía Internacional alertaba de la situación de los jóvenes en los centros y animaba a priorizar esta cuestión. Hace como mínimo diez años que podrían haberse realizado cambios que hubiesen evitado la muerte de Ilyas ¿Conseguirán barrerla de nuevo bajo la alfombra? ¿Se tomarán esta vez medidas para evitar que mueran más chicos de 18 años? ¿Dejarán de ignorarse las voces que denuncian los horrores en los centros de menores? ¿Qué más tiene que pasar para que estas vidas importen lo suficiente?