Reproducimos a continuación el texto íntegro de la conferencia de José Valdecasas en las V Jornadas de NoGracias de las que ya hablamos aquí. El autor quiere hacer constar que este trabajo ha sido preparado junto a su compañera, Amaia Vispe, con la que también escribe el blog Postpsiquiatría

 

Psiquiatría y sistema sociocultural actual

 

Nuestra poco original tesis es que existe una suerte de retroalimentación entre la psiquiatría actual, como conjunto de teorías y prácticas, y el sistema sociocultural en que vivimos, y que ambos se influyen mutuamente de manera estrecha.

 

Cuando nos referimos a la “psiquiatría actual”, hablamos del paradigma “biológico” dominante, que se suele centrar en un enfoque exclusivamente neuroquímico en nuestra opinión demasiado simple para la complejidad que posee el cerebro humano: básicamente, trastornos explicados en base a neurotransmisores cuya cantidad aumenta o disminuye. Junto a este enfoque “biologicista” perduran aún otros que han sido preponderantes en distintos momentos, como por ejemplo el psicoanálisis en las décadas intermedias del siglo XX.

 

La psiquiatría ya desde dicho momento se fue estableciendo como un elemento más de la cultura popular. Como decía en un episodio de la genial “Mad Men” Roger Sterling a Don Draper, ante el hecho de que las mujeres de ambos estuvieran yendo al psicoanalista: “la psiquiatría es el regalo de estas navidades…”.

 

Corrían los primeros 60 y ya desde esa época podemos rastrear una cierta característica con la que la psiquiatría llega al espacio sociocultural: la sospecha, el misterio, la búsqueda de lo oculto a simple vista, lo que se encuentra en las profundidades…

 

Con un estilo a lo Sherlock Holmes (y similar querencia por las drogas), el pensamiento psiquiátrico juega a localizar significados ocultos, neurosis clandestinas, enfermedades sin tratar… Y lo que en esos tiempos ya lejanos del psicoanálisis es más una búsqueda de deseos, perversiones inconfesables o pecados de distinta índole, se va convirtiendo a lo largo de los años 80 y posteriores en una búsqueda esta vez de patologías concretas, en una obsesión enfermiza por analizar cualquier malestar psíquico, emocional o moral en términos de enfermedad, de disfunción somática más o menos teorizada, de tara física a niveles ignotos (pero siempre próximos a ser descubiertos, con una proximidad que varias décadas después no ha llegado a ningún puerto).

 

El Sherlock Holmes psiquiátrico, encuentra ahora elemental categorizar la tristeza como depresión, la ansiedad como fobia social, la rareza como autismo, las travesuras como TDAH, la variabilidad emocional como bipolaridad y la condición de ser humano como trastorno de la personalidad, entre otras lindezas…

 

Esta psiquiatría contribuye a configurar una cultura donde muchos malestares explicables desde el punto de vista social, tales como la precariedad laboral, el paro de larga duración, la falta de vivienda o de los medios mínimos para subsistir con dignidad, la falta de recursos para personas dependientes o la misma soledad, son entendidos y afrontados como problemas individuales subsidiarios de tratamiento farmacológico o psicoterapéutico, sin prestar la debida atención muchas veces a los riesgos en forma de dependencias o efectos secundarios diversos.

 

Esta problemática es explicada exclusivamente a nivel del individuo: hipótesis nunca demostradas sobre sus excesos o déficits de neurotransmisores, o su biografía en edades tempranas, o su forma de procesar la información del entorno, o sus conductas o su dinámica familiar… Pero siempre sin levantar un ápice la mirada y plantearse (o dejar que la persona se plantee) si su situación social no será la principal causa de su malestar y cómo unas pastillas o una terapia para, en última instancia, resignarse a su destino, no harán otra cosa que impedirle intentar cambiar dicha situación social, a ser posible junto a muchas otras personas dañadas por las mismas circunstancias.

 

Una psiquiatría tal configura una cultura donde se rehúyen los conceptos de voluntad, responsabilidad o libertad, quedando muchas conductas consideradas problemáticas (adicciones diversas, ludopatía, tal vez incluso el maltrato físico…) como ajenas al control del sujeto, pretendidamente determinadas por sus neurotransmisores, sus conflictos intrapsíquicos o cualquier otro enfoque que deje siempre desatendido el aspecto social y la responsabilidad y el control del sujeto sobre sus propios actos y su propia vida.

 

Por supuesto, esta psiquiatría no nace hecha ni llega a ser como es y funcionar como funciona sin causa alguna. Hemos señalado el momento aproximado del inicio de este estado de cosas en los años 80 del siglo pasado, en clara relación temporal con la aparición del DSM-III, manual de la Asociación Americana de Psiquiatría que se convirtió en arma de la entonces incipiente psiquiatría biológica. También en estos años surgen los primeros psicofármacos de precios elevados que son propulsados a los primeros puestos en ventas y como iconos culturales, con el ejemplo paradigmático delProzac. La industria farmacéutica, desde nuestro punto de vista, ha colaborado y sigue haciéndolo de forma clave en provocar y mantener este estado de cosas.

 

El paradigma biocomercial

 

Distintos autores han señalado que este paradigma biológico podría considerarse más apropiadamente como “biocomercial”, dada la extraordinaria influencia que en su instauración y sobre todo mantenimiento tiene la industria farmacéutica, en busca de sus inmensos beneficios y a través de variados mecanismos. Es clara la influencia de la industria en cuanto a que es quien realiza gran parte de la investigación científica, con los más que conocidos efectos en cuanto a sesgos de publicación, manipulación de datos para favorecer determinadas conclusiones o ghostwritting. Se aprecia también esta influencia en lo referente al marketing, ya sea directo sobre los médicos prescriptores, con generosos obsequios y patrocinios para actividades solo muy relativamente científicas, o bien sobre asociaciones de enfermos y familiares, que se convierten en voceros de cada supuesta novedad terapéutica.

 

De todas maneras, para nada es la industria farmacéutica el único villano de esta historia. Realmente, ni siquiera el principal: la industria tiene como fin la obtención de beneficios económicos, como no podría ser de otra forma en el sistema económico en que vivimos (y que sufrimos). Otra cosa es que, en este afán de lucro, la ética brille por su ausencia. Pero aún más grave que la falta de ética de la industria farmacéutica es la connivencia de muchos profesionales sanitarios con ella. Conflictos de intereses cuya revelación nada soluciona (pues no es otra cosa que confesar el pecado sin el menor propósito de enmienda), de grandes líderes de opinión que salen en revistas científicas o incluso en medios de comunicación de masas anunciando nuevos remedios como si de feriantes se tratara, o incluso tratamientos para condiciones que en absoluto eran enfermedades hasta ese momento, como fue el caso paradigmático de la fobia social.

 

Conflictos de interés también del profesional de a pie, que a cambio de pequeños obsequios (no obstante, prohibidos por la Ley del Medicamento) en forma de comidas, viajes o libros se deja influir en su prescripción. Y apuntando hacia más arriba, las administraciones sanitarias públicas encargadas de velar por el adecuado funcionamiento del sistema en cuanto a aprobación de nuevos fármacos, estudio y control de los ya aprobados, etc., realizan una negligente dejación de funciones, permitiendo legislaciones que autorizan un fármaco con estudios insuficientes tanto de eficacia como de seguridad, consintiendo manga ancha a los laboratorios farmacéuticos a los que luego van a trabajar (mediante bien engrasadas puertas giratorias) muchos directivos de las mismas agencias públicas que se supone los controlan.

 

Todo este entramado, conocido y notorio, para nada fruto de ninguna teoría de la conspiración, ha contribuido y contribuye de forma esencial en el cambio sociocultural que venimos señalando: una sociedad donde condiciones y situaciones que antes se consideraban variantes de la normalidad, son conceptualizadas ahora como enfermedades necesitadas de tratamiento, usualmente farmacológico.

 

Ello provoca una desresponsabilización masiva, no solo sobre el control de las emociones consustanciales a los avatares de la vida, sino también sobre conductas voluntarias, como adicciones diversas, que escapan ya al control del sujeto, según dice el mantra psiquiátrico, y son excusadas por principio. Esta desresponsabilización se convierte en otro factor importante de mantenimiento de esta visión de la psiquiatría en nuestra cultura: podemos refugiarnos en nuestras depresiones para no actuar ante nuestros problemas; podemos exculparnos de educar deficientemente a nuestros hijos, porque su hiperactividad y distracción están en su cerebro; podemos gastarnos el dinero que no tenemos en máquinas tragaperras o casinos, porque sufrimos un déficit del control de los impulsos…

 

Una psiquiatría así termina por causar un daño terrible: no solo múltiples efectos secundarios causados por los fármacos psiquiátricos, especialmente si son consumidos por períodos prolongados de tiempo, sino también un cambio más global, en el sentido de ir construyendo una sociedad donde nadie es culpable de lo que hace, donde la responsabilidad se diluye en un magma de neurotransmisores, infancias traumáticas, cogniciones desordenadas y otros conceptos más o menos parecidos… Una sociedad donde se considera casi imprescindible tener que acudir a un profesional a por una pastilla o una terapia para superar el duelo por la muerte de un ser querido o el abandono por parte de la persona amada…

 

Tecnologías de control

 

Foucault estudió la locura y mostró cómo, mediante ese extraño discurso psiquiátrico, se hace posible un cierto tipo de control de los individuos tanto dentro como fuera de los asilos. El dispositivo psiquiátrico tal y como existe en nuestra sociedad, se ampara en un supuesto saber, una ciencia que no deja de ser un cierto “juego de verdad” mucho más cercano a la subjetividad de las ciencias del espíritu que a la mayor objetividad (tampoco completa) de las ciencias naturales.

 

La psiquiatría plantea una relación entre psiquiatra y paciente que es básicamente de dos tipos: el paciente es un “loco” sobre el que se ejerce un dominio que pretende controlar su conducta (con el encierro en el asilo clásico o con el tratamiento tranquilizador dispensado en las consultas modernas), o bien el paciente es un “cuerdo” preso de ansiedades y depresiones diversas, sobre el que se ejerce un dominio diferente, buscando su consuelo, su anestesia o su resignación.

 

Desde nuestro punto de vista, la tecnología de poder clásica de “control del loco” que con tan gran acierto describió Foucault se ha visto en las últimas décadas acompañada de la tecnología de poder de “consuelo del triste y el ansioso”, desviando todo un caudal de malestar social a cauces de tranquilización individuales (ya sea con fármacos o psicoterapias). Desde este punto de vista, se podría considerar que el saber psiquiátrico (y el poder que conlleva) están al servicio de un sistema político y social injusto, desempeñando una función de control y anestesia del malestar, apaciguando posibles ansias emancipadoras (o revolucionarias) al situar en lo individual, donde se agota en sí mismo, el descontento originado realmente en lo social.

 

Partiendo de este punto de vista, planteamos la idea de que la psicoterapia sería una cierta tecnología del yo en el sentido de Foucault, por la cual el sujeto lleva a cabo toda una serie de cambios en sus pensamientos, afectos o conductas, bajo la dirección de un terapeuta. Creemos que existe en nuestra cultura la idea extendidísima y aceptada casi de forma acrítica de que “expresar / confesar / no guardarse los problemas / preocupaciones / traumas… es bueno / necesario / imprescindible… para estar bien / ser feliz / realizarse uno mismo…”.

 

Tal vez pueda leerse esta idea como un meme porque se transmite de persona a persona, de generación en generación, e impregna nuestras manifestaciones artísticas más diversas, en cine, literatura, televisión, etc. Si tienes un problema que te preocupa, es imprescindible o, en todo caso, muy útil, que lo hables con un psiquiatra / psicólogo / psiloquesea paradesahogarte / elaborarlo / superarlo.

 

Nuestra hipótesis es que tal meme se origina posiblemente en los inicios del siglo XX y en relación con el extraordinario auge del psicoanálisis. El caso es que se extiende poco a poco la idea de que hay que hablar de los problemas para solucionarlos o superarlos. Nos parece que en otras culturas o en épocas previas a la nuestra, dicho meme no existía. Tal vez en la época de nuestros abuelos y bisabuelos, el meme dominante fuera algo así como “no hables de tus problemas, resígnate a ellos y sigue adelante”. Y la cuestión es que no nos parece que las personas que vivieron en esas épocas y esas culturas fueran necesariamente más desgraciados / infelices / enfermos que nosotros. De hecho, la impresión es más bien que cada vez se soporta menos cualquier dolor, frustración o malestar y enseguida necesitamos un experto que nos dé un remedio para aliviarnos, porque no somos capaces (o creemos no serlo) de salir adelante por nuestros propios medios personales y la ayuda de nuestros propios apoyos sociales.

 

Evidentemente, una vez instaurado el meme de que “hablar es bueno”, la gente inmersa en dicha cultura siente la necesidad de hablar y corre el riesgo de sentirse mal si no habla. Pero tal vez la eficacia de las psicoterapias tenga más que ver con la profecía autocumplida de esta idea cultural que con una realidad más o menos objetivable. Una especie de placebo para toda una cultura, por así decirlo.

 

Esta psiquiatrización y psicologización del malestar vital cobra especial virulencia contra las mujeres: en nuestra cultura, aún claramente machista a pesar del esfuerzo de muchos por hacer ver que el machismo está superado (lo cual es la mejor manera de asegurarse de que nunca lo llegue a estar), son las mujeres quienes con más frecuencia son catalogadas de depresivas, neuróticas, trastornos de personalidad, etc. Y ello ante dificultades vitales muy frecuentemente mayores a las de los varones: más paro, menores sueldos, mucha más carga como cuidadoras familiares, más acosos, abusos y agresiones de todo tipo, etc…

 

Estamos configurando un contexto donde cualquier dolor consustancial a la vida (que, a veces, duele mucho) parece requerir un profesional y un remedio, del tipo que sea. Un contexto socio-cultural marcado, en nuestra opinión, no tanto por una escasa tolerancia a la frustración, como suele decirse desde círculos profesionales ante la demanda imparable de atención psiquiátrica o psicológica, sino más bien por un engaño masivo que lleva a la gente a pensar que su malestar debe ser atendido desde un enfoque médico, con el consiguiente beneficio económico de las empresas farmacéuticas que venden sus productos y de algunos profesionales que ven acrecentado su supuesto prestigio y su importancia social.

 

Gentes destrozadas por una crisis económica que no han provocado pero que sufren, mientras los individuos que sí la provocaron no la sufren en absoluto, gentes que han perdido o van a perder sus empleos, sus casas, sin dinero suficiente para vivir con dignidad, sin expectativas de mejoría para ellos mismos o sus hijos… Gentes que son encaminadas a servicios de salud mental, a contar sus penas a profesionales que no pueden hacer otra cosa que intentar adormecer tanto dolor a base de medicamentos o escuchas, un adormecimiento que, aunque alivie momentáneamente, lo que provoca es que no se busque la solución donde se originó el problema: en un orden social injusto, un desigual reparto de la riqueza, una distribución surrealista de la carga impositiva…

 

En definitiva, en un sistema montado para que los ricos y poderosos lo sean cada vez más, mientras las clases bajas y los que se esfuerzan en creerse clase media, estemos cada vez más hundidos y más aterrados de perder lo que todavía nos queda…

 

En este contexto, todo ese dolor e indignación es encaminado hacia enfoques individuales que promueven la anestesia y la resignación, en vez de hacia un enfoque social, en busca de unirse a tantas personas que sufren, que sufrimos, por los mismos males y las mismas injusticias. La psiquiatría influye en la cultura colaborando a crear un dispositivo de control social y mantenimiento del orden establecido, frente al que solo cabe intentar luchar, asumir la propia responsabilidad y creer en la propia libertad, desarrollando lo que podríamos denominar, por anacrónico que suene, una auténtica conciencia de clase, que nos lleve a darnos cuenta de que no estamos solos en nuestro dolor, que somos muchos, y que tenemos un poder que ni imaginamos si nos unimos. Aunque para eso haya que salir de las consultas y marchar juntos por las calles…

 

Esta psiquiatría debe ser superada si queremos sostener un punto de vista emancipatorio para el individuo y para la sociedad en su conjunto: una reafirmación de la responsabilidad, sin miedo a la noción de culpa, apoyada en una libertad individual que asuma sus elecciones pero que no pierda de vista la condición del ser humano como animal social, y las repercusiones éticas que ello debería conllevar. No pretender curar lo que no es una enfermedad, sacar del ámbito médico lo que debería dirimirse en el político y no circunscribir a lo individual lo que son problemáticas sociales que solo en la sociedad y de formas colectivas podrán encontrar solución. O no, pero al menos habrá que intentarlo.

 

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