[Reproducimos esta reseña publicada originalmente en LitFem, revista de crítica literaria subversiva que reseña exclusivamente a escritoras mujeres, para así empezar el otoño con una recomendación lectora (aprovechando también que en octubre existe la iniciativa #LeoAutorasOct para animar a leer a más mujeres y revisar la desigualdad de género probablemente presente en nuestras estanterías).]
A finales de 2018, Lectura Fácil de Cristina Morales obtenía el premio Herralde de novela. Era la quinta mujer que recibía el premio en sus treinta y seis años de historia. La autora —ya conocida en los ambientes literarios más combativos por sus anteriores obras— se sirve de la voz de cuatro «discapacitadas» para denunciar la maquinaria coercitiva que habita en lo más profundo de un sistema paternalista que solo puede aspirar a perpetuarse mediante la eliminación de toda disidencia. Aunque el discurso feminista, anarquista y antipsiquiátrico permea toda la obra, hemos decidido centrarnos sobre todo en estos dos últimos, ya que del primero se ha escrito mucho desde la fecha de su publicación.
La obra se sitúa en los ambientes libertarios de la Barcelona contemporánea, donde el descontento por la absorción por parte de las instancias estatales de los diferentes movimientos sociales que fueron protagonistas del 15M resulta más que evidente. La desactivación del potencial revolucionario de las protestas mediante su canalización burocrática propició que los partidos políticos y sus distintos agentes afines (servicios sociales, ONG, etcétera) fueran objeto de una todavía mayor desconfianza por parte de los anarquistas de la ciudad, en especial por el movimiento okupa, que veía cómo se desaprobaban sus métodos de acción directa, mientras la especulación inmobiliaria seguía dejando a miles de personas sin hogar.
En este contexto, las protagonistas de la novela, que según los informes psiquiátricos tienen distintos grados de «discapacidad», tratan de autodeterminarse como individuos libres contra las políticas asistencialistas del estado, que ocultan la coerción ejercida contra ellas bajo todo tipo de actividades, talleres y charlas que pretenden encauzarlas hacia la obtención de un estado de normalidad, estableciendo este como fin último de sus vidas. Así, sobre estas personas psiquiatrizadas operan mecanismos de normalización, o sea de control de la subjetividad, como son la cultura del esfuerzo y la superación, cuyo objetivo no acaba siendo otro que cambiar su forma de ser conforme a los estándares sociales; no curarlas —porque no hay nada que curar—, sino imponerles un discurso de rechazo a su propia forma de ser para invitarlas posteriormente a ser lo que la sociedad espera que sean.
Este nuevo discurso psiquiátrico, que se esconde tras una apariencia amigable, menos agresiva que el de décadas anteriores, se empieza a desarrollar junto a las políticas neoliberales de principios de los años ochenta, que acabarían impulsando una nueva reforma psiquiátrica cuya medida más celebrada fue la abolición de gran parte de las torturas que todavía tenían lugar en los manicomios. Hablamos del electroshock(*), las lobotomías, las inyecciones de insulina… Otras prácticas, sin embargo, todavía hoy no han sido eliminadas (como las contenciones mecánicas, que siguen siendo habituales en los centros). Estos cambios pretendían dar cabida a las reclamaciones de los distintos grupos activistas dentro del movimiento de la antipsiquiatría, que se inició a finales de los años sesenta al amparo de figuras como David Cooper y Ronald D. Laing, a la que posteriormente se añadirían la de Franco Basaglia y Thomas Szasz, autor este último de una obra que atacaba frontalmente el «mito de la enfermedad mental».
Sin embargo, la reforma psiquiátrica de los años ochenta solo acabó con las prácticas más abusivas para sustituirlas por otra estructura, basada en los servicios sociales y el abuso de la medicación, que seguía patologizando a las subjetividades no normativas. La persona psiquiatrizada ha pasado a ser una suerte de individuo marginal que es culpabilizado por no esforzarse lo suficiente para adecuarse a un neurotipo aceptado. «El espíritu de superación […] es el espíritu de normalización» (p. 182), dice Nati en Lectura fácil. Así, esta reforma no fue más que una nueva manera de obtener ganancias para las farmacéuticas y todo un sector privado que hacía sus negocios bajo la máscara de las políticas de integración social. ¿Pero a qué tienen que integrarse los neurodivergentes? La respuesta es clara: a una sociedad que espera una cierta uniformidad de reacciones ante los estímulos que ella misma provoca. Si la diferencia no puede ser tolerada más allá de los marcos de la sociedad de consumo es porque fuera de ese campo ya no queda sujeta al ámbito de la disciplina capitalista.
Entonces, ¿qué se está patologizando? Carlos Pérez Soto, en su obra Una nueva antipsiquiatría (2015) nos lo deja claro: «La tristeza, la soledad, la falta de habilidades sociales, la capacidad de ensoñación, la curiosidad e inquietud calificadas de «excesivas» y, desde luego, la rabia, la rebeldía, la resistencia a aceptar los patrones conductuales adecuados al consumo y la sobreexplotación». Lo que se nos dice es que somos nosotros y no la sociedad la que está enferma, que es culpa nuestra, que tenemos que esforzarnos, que superarnos para adaptarnos a la situación, acompañado, por supuesto, de una sobrecarga de pastillas. Lo que la reforma neoliberal de la psiquiatría pretende es, ante todo, desactivar un creciente descontento que bien podría materializarse en protesta política.
Ante esta dominación instrumental los personajes de Cristina Morales dicen basta. Como ante todo ejercicio de poder, en realidad. Porque lo que Cristina Morales sugiere, en consonancia con Foucault y su concepto de la microfísica del poder, es que estamos atrapados en una red de mecanismos de sujeción que permanece totalmente invisible hasta que nuestra mirada se politiza. Es por esto que carga contra todos aquellos que colaboran en la invisibilización de las relaciones de poder que nos atraviesan. Y lo hace de forma especialmente virulenta contra los que profieren discursos banales, desprovistos de profundidad crítica alguna. Tal es el caso de algunos personajes infames de la farándula cultural como Soto Ivars, cuya retórica mediocre es puesta en evidencia en el fanzine Yo, también quiero ser un macho que se incluye en la obra.
Con todo, si algo nos queda claro es que las protagonistas de Lectura fácil ni son tontas ni están desvalidas. Asociar la neurodivergencia a una falla de raciocinio es solo una estrategia más para controlar todos los aspectos de la vida de las personas psiquiatrizadas. Ellas —como todos aquellos que viven en los márgenes— no son más que subjetividades fuera de la norma, por tanto disidentes, por tanto peligrosas para un sistema que no puede tolerar libertad alguna más allá de, como ya hemos señalado, la libertad de consumo. Por eso se las tutela, se las condena a vivir una vida dirigida por otros. Y por eso, ellas se rebelan. No es que lo hagan como parte de un gran proyecto premeditado, es que negarse a ser otra cosa que no sea ellas mismas acaba siendo un acto revolucionario. Si la sociedad les pide que sean útiles y rentables, Nati invierte su tiempo en la más poética de las actividades: la danza, «esa cosa prohibida que es moverse sin ninguna finalidad ni utilidad capitalista» (p. 167). Si los servicios sociales pretenden controlar su vida sexual, Marga responde como ha hecho siempre: follando con quien quiera y cuando quiera, porque para ellas el acto sexual se convierte entonces en «un acto de voluntad, un acto político, un lugar de debilidad donde caben desde el ridículo hasta la muerte, pasando por el trance, el éxtasis y la anulación» (p. 135). Si para escribir una novela hay que seguir ciertos patrones que un grupo de escritores burgueses ha establecido como prestigiosos, Ángels escribe una novela por whatsapp, alejándose de las normas de la «lectura fácil» (una forma de escritura recomendada para su uso en textos dirigidos a personas con discapacidad mental), mientras declara ser «una escritora universal […] sin miedo a saltarse las normas» (p. 416-417).
Para Cristina Morales, «la retórica es el lenguaje que usa el poder para distinguir lo posible de lo imposible y para crear eso que los poderosos llaman realidad, e imponérnosla» (p. 161). Por eso su escritura salvaje, bastarda, también dice basta y se posiciona contra toda autoridad, también contra la de ese grupo de dead white men que forman el canon literario. Su novela es una lectura incómoda para los mismos que no van a parar de alabarla durante los próximos meses y eso, aunque irónico —o precisamente por su ironía—, es también una victoria.
Cristina Morales, Lectura fácil, Anagrama, Barcelona, 2018, 424 pp.
(*) Como aclaración, el electroshock sí sigue estando entre las violencias cotidianas actualmente habituales en las unidades de psiquiatría del Estado español, no fue abolida con la Reforma psiquiátrica, aunque hoy sea más habitual que se disfrace bajo las siglas «TEC», correspondientes a Terapia Electro Convulsiva (nota de la Redacción de MIAH)
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