El artículo De la locura feminista al “feminismo loco”: Hacia una transformación de las políticas de género en la salud mental contemporánea es un trabajo de Tatiana Castillo Parada[1] publicado originalmente en la Revista Investigaciones Feministas 10 (2), páginas 399- 416. (ISSN: 1131-8635 https://dx.doi.org/10.5209/infe.66502 // Recibido: Febrero 2019 / Evaluado: Octubre 2019 / Aceptado: Noviembre 2019)
Resumen. El presente artículo analiza el contexto político y cultural en que emerge el movimiento de ex pacientes o sobrevivientes de la psiquiatría en torno a la promesa emancipadora del feminismo de segunda ola en el campo de la locura. Posteriormente, desarrolla un cuestionamiento hacia las perspectivas reformistas de trato igualitario que se expresan en el ámbito de la terapia feminista como dispositivo neoliberal que ofrece soluciones individuales en el mercado terapéutico. Finalmente, se describen las contribuciones del “feminismo loco” para enriquecer los planteamientos de justicia de género en la salud mental contemporánea, en base al apoyo mutuo entre mujeres y la recuperación del activismo feminista como expresión de bienestar y autocuidado. Palabras clave: Feminismo; locura; antipsiquiatría; terapia feminista; salud mental. Sumario: 1. Introducción. 2. Locura feminista: lo personal es político. 3. Terapia feminista o la profesionalización de un feminismo cuerdo. 4. “Feminismo loco”: contra el cuerdismo y el patriarcado. 5. Palabras finales. 6. Referencias bibliográficas.
“¿Quién mejor que las locas, sin duda las más crueles de las brujas, las que más castigo han recibido, las que menos tienen que perder?” Kate Millett
1. Introducción
En las últimas décadas, el movimiento feminista ha revolucionado el campo de estudio de la subjetividad de las mujeres desde una perspectiva crítica. Al respecto, se ha descrito la relación mujer y locura en términos políticos y sociohistóricos, cuestionando los planteamientos que han abordado la temática desde una mirada esencialista y naturalista en el ámbito de la salud mental (Basaglia-Ongaro, 1986; 1987). Este enfoque crítico es heredero del feminismo de segunda ola[2] y el movimiento de ex pacientes o sobrevivientes de la psiquiatría, movimientos sociales que emergen en un escenario político y cultural compartido, en base a la irrupción de la subjetividad en el espacio público. Desde una perspectiva histórica, ambos movimientos nacen en una época radical y contestataria, al calor de las revueltas estudiantiles, manifestaciones de grupos étnicos y de derechos civiles contra el racismo, así como de agrupaciones de diversidad sexual en lucha por su liberación colectiva, bajo la efervescencia de una nueva izquierda que se opuso a toda forma de dominación cultural y explotación económica (Varela, 2008; Cea-Madrid y Castillo-Parada, 2018).
En torno al revolucionario lema “lo personal es político”, el feminismo de segunda ola inició discusiones relevantes respecto al espacio doméstico, la esfera sexual y las implicancias de la dominación masculina en la construcción de la subjetividad femenina; comprendiendo el lugar de las mujeres en relación a la estructura social y las relaciones de dominación, problematizando las prácticas sexistas, comunes y naturalizadas que se presentan en la vida cotidiana (Varela, 2008; Fraser, 2015).
El desarrollo teórico del feminismo de segunda ola se entrelazó con el movimiento de ex pacientes o sobrevivientes de la psiquiatría teniendo como punto de encuentro una de sus figuras más emblemáticas: Kate Millett. Millett se erigió como pionera de la segunda ola feminista al publicar “Sexual Polítics” en agosto de 1970, libro en el que desarrolla una crítica a la sociedad occidental en base a un análisis de las narrativas masculinas que cosifican a las mujeres y las sitúan en un lugar de subordinación (Puleo, 1994; de Miguel-Álvarez, 2015). En esta obra, Millett (1995) a su vez denuncia las condiciones bajo las cuales el patriarcado como sistema de dominación se inmiscuye en la esfera privada y regula las prácticas sexuales de las mujeres. Estos planteamientos de Millett sostenían un rechazo hacia las normas sociales, configurando un feminismo rebelde y transgresor como expresión de una locura colectiva.
A pesar de ello, la vinculación de Millett con la antipsiquiatría tuvo que esperar hasta 1973, año en que fue ingresada en un psiquiátrico en California, diagnosticada como maníaco-depresiva y medicada contra su voluntad. Para compartir su testimonio en relación a la locura, luego de dejar la medicación psiquiátrica comienza a escribir en 1980 el libro “The Loony Bin Trip”, publicado tardíamente en 1990 (Millett, 2019). En base a esta publicación y a partir de su propia experiencia, Milett inició un camino de denuncia hacia el poder de la psiquiatría, cuestionando esta disciplina por apoderarse de la locura y ejercer control sobre las mujeres diagnosticadas (Wiener, 2005).
La influencia cultural de Millett como un ícono del feminismo radical que se definió como ex paciente y sobreviviente de la psiquiatría en una variedad de contextos públicos, contribuyó a dar visibilidad a un movimiento social que en Norteamérica había iniciado un recorrido fructífero de elaboración crítica vinculando el feminismo y la antipsiquiatría. Este movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría comenzó a desarrollar acciones de denuncia de los tratamientos psiquiátricos hacia las mujeres, contribuyendo a imaginar formas de resistencia colectiva y construcción de autonomía en el espacio público en clave feminista (Chamberlin, 1978; 1994). Sin embargo, durante la década de los 70, el naciente campo de la salud mental generó las condiciones para una institucionalización de las demandas del movimiento feminista contra la psiquiatría, legitimando una modalidad de atención profesional especializada hacia las mujeres: la terapia feminista. Este enfoque terapéutico, sensible a una mirada de género y al lugar de las mujeres como colectivo social oprimido, alteró radicalmente la comprensión de la relación mujer y locura.
El ascenso y auge del neoliberalismo, así como la institucionalización de un enfoque de género en los espacios académicos, contribuyeron a situar en el ámbito de la atención profesional la alianza entre el feminismo y la antipsiquiatría, retirando su potencialidad crítica de la esfera política. Debido a ello, los planteamientos de la terapia feminista fueron criticados abiertamente por mujeres activistas del movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría en la medida que habían desarrollado un camino alternativo para abordar sus problemas subjetivos, en base a relaciones horizontales bajo los principios de la hermandad entre mujeres sometidas al abuso y poder psiquiátrico. De acuerdo a esta perspectiva, el movimiento de mujeres psiquiatrizadas se orientó a problematizar y cuestionar los discursos y prácticas de las mujeres profesionales a favor de la terapia feminista, al considerar que sus planteamientos individualizaban las relaciones de poder que determinaban la explotación y opresión patriarcal de las mujeres “locas” (Chamberlin, 1978; 1994).
En este marco, la activista Judi Chamberlin tuvo un rol protagonista al desarrollar un cuestionamiento radical hacia las modalidades de atención profesional del sistema de salud mental, planteando la necesidad de valorar el activismo feminista como expresión de bienestar y autocuidado, en base a la colaboración entre pares y el apoyo mutuo (Chamberlin, 1994). De esta manera, el activismo de las mujeres “locas” contribuyó al desarrollo de puentes y lazos de vinculación de la antipsiquiatría con el feminismo más allá y en contra de la terapia feminista. Sin embargo, hasta el presente estas iniciativas no han sido estudiadas en profundidad desde una perspectiva conceptual e histórica.
En este sentido, el movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría representa un ámbito de estudio relevante en torno a las memorias, historias, luchas y propuestas que han desarrollado las mujeres “locas” como expresión de un feminismo con características particulares y propias. Al respecto, es posible comprender al “feminismo loco” como un quehacer teórico y una acción política que reconoce la complejidad del sujeto colectivo feminista, valora la riqueza del pensamiento feminista en el campo de la subjetividad y rescata los saberes y experiencias de las mujeres ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría que han luchado contra el poder psiquiátrico. Así, el “feminismo loco” se orienta hacia la recuperación de las voces silenciadas y los relatos de las mujeres locas que se han perdido en el tiempo, con el objetivo de construir una genealogía de la locura en que las locas sean las protagonistas (García-Puig, 2019).
Para dar cuenta de este recorrido conceptual e histórico, el presente artículo analiza el contexto político y cultural en que emerge el movimiento de ex pacientes o sobrevivientes de la psiquiatría y el feminismo de segunda ola, destacando sus planteamientos críticos en el campo de la locura. Posteriormente, examina los postulados de la terapia feminista y su institucionalización en el marco del ascenso y auge del neoliberalismo, considerando las críticas de las activistas “locas” hacia esta modalidad de intervención profesional. Finalmente, se describen los planteamientos del “feminismo loco” hacia una transformación de las políticas de género en salud mental contemporánea.
2. Locura feminista: lo personal es político
En términos académicos se ha descrito el desarrollo histórico del feminismo en un continuo de olas con características específicas. El feminismo de primera ola se asocia a las sufragistas quienes lucharon por el derecho de las mujeres al voto, así como a una demanda de acceso de las mujeres en el campo educativo y del trabajo asalariado, reivindicando condiciones de igualdad con los hombres en la esfera política y el espacio público (Biswas, 2004; Marugan y Miranda, 2018). Desde mediados del siglo XX emerge un feminismo de segunda ola, centrado en el interés por las relaciones de poder en el ámbito de la sexualidad y la familia, de acuerdo a una política de liberación de las mujeres y de transformación del ámbito privado (Thornham, 2006).
En este escenario, politizando “lo personal”, la promesa emancipadora del movimiento feminista se articuló con una crítica estructural a la sociedad, ampliando el concepto de injusticia para abarcar no sólo desigualdades económicas sino también jerarquías de estatus y asimetrías de poder político (Fraser, 2015). De esta manera, el feminismo de segunda ola incorporó perspectivas de clase, raza y sexualidad, planteando una alternativa interseccionista que se ha mantenido hasta el día de hoy, resaltando aspectos como el trabajo doméstico, la reproducción de la vida y la violencia contra las mujeres (Fraser, 2015). Así, este movimiento abarcó una amplitud de cuestionamientos: los estereotipos sexistas de los medios de comunicación, las formas de control sobre el cuerpo de las mujeres, la desigualdad salarial y las inequidades en la distribución del trabajo doméstico, entre otros aspectos. Estos planteamientos se condensaron en una comprensión histórica del patriarcado como sistema de dominación que regula la relación entre los sexos y el ejercicio del poder (Milett, 1995; Firestone, 1976).
Junto con ello, insistiendo en que «lo personal es político» este movimiento expandió los límites de la protesta alcanzando la esfera de la subjetividad. En esta línea, Kate Millett (1995) planteó la necesidad de un análisis profundo de las ramificaciones psicológicas que genera el patriarcado en las mujeres en base a la aceptación de la dominación masculina y la opresión internalizada. A partir de este análisis en torno a la subjetividad de las mujeres, las feministas comienzan a incorporar la crítica hacia la violencia psiquiátrica, lo que contribuyó a la escritura sobre la locura (Harrison, 2016).
El análisis histórico de las vivencias de encierro y segregación de las mujeres confinadas en los manicomios y tratadas por la psiquiatría, planteó una comprensión de la locura como expresión de la transgresión y rebeldía frente a las restricciones impuestas de los mandatos de género (Caminero-Santangelo, 1998). Así, la locura señalaba el descontento y el enfado de las mujeres hacia la opresión patriarcal (Gilberto y Gubar, 1979). Junto con ello, el vínculo del feminismo y la antipsiquiatría extendió esta mirada crítica hacia las ciencias psi en general, incluyendo la psicología, que tradicionalmente había aportado a la opresión de las mujeres (Alvelo, 2009). Al respecto, en el texto “Lo personal es político”, Carol Hanisch (1970) sostiene que la terapia psicológica representa una alternativa individual y el feminismo busca soluciones colectivas y a través de esas acciones colectivas transformar las estructuras sociales que oprimen a las mujeres en vez de proponer un cambio individual.
En el campo de la literatura, el feminismo inició un rescate de los relatos autobiográficos de mujeres encerradas en los manicomios estableciendo un análisis crítico de las intervenciones psiquiátricas como un legado de la violencia patriarcal (Masson, 1986). Una de las publicaciones más relevantes en este ámbito fue el libro escrito por Hersilie Rouy titulado “Memorias de una loca”, publicado en Francia en 1883, en el que relata su paso por los asilos y los procedimientos psiquiátricos a los que fue sometida bajo la etiqueta diagnóstica de “insania moral” (Masson, 1991).
En base a este análisis de la literatura sobre la mujer y la locura, se iniciaron una serie de cuestionamientos hacia la conexión entre los discursos dominantes de la psicología, la psiquiatría y la opresión patriarcal; criticando específicamente al psicoanálisis como una teoría que interpretaba las frustraciones y resentimientos de las mujeres como conflictos internos, anulando los aspectos sociales (Friedan, 1963; Greer, 1971). Al respecto, Masson (1985) documentó cómo Freud escogió ocultar las revelaciones de abuso sexual durante la infancia realizadas por mujeres con diagnóstico de histeria, al presentarlas como memorias de fantasías, en vez de memorias de experiencias reales.
De forma paralela a estos cuestionamientos, en los espacios académicos se comenzó a estudiar el malestar que generaba el rol matrimonial en las mujeres (Gavron, 1966). Se empezó a plantear que el confinamiento de las mujeres al hogar y a las tareas domésticas conllevaba altos niveles de frustración (Busfield, 1988). Así, la literatura especializada inició un cuestionamiento a la psiquiatría como un método para controlar socialmente a las mujeres y una herramienta para medicalizar su malestar en un contexto opresivo (Wright y Owen, 2001). Bajo estas orientaciones críticas, diversas teóricas feministas sostuvieron que la opresión que experimentaban las mujeres generaba “enfermedades mentales” y a su vez, que el etiquetamiento de mujeres como “enfermas mentales” era una demostración del poder patriarcal representado principalmente por la autoridad médica masculina (Busfield, 1988).
Bajo esta clave de lectura, el mayor número de mujeres diagnosticadas por motivos psiquiátricos sería una consecuencia de la opresión que enfrentan en una sociedad patriarcal, de esta manera, la construcción discursiva de los diagnósticos psiquiátricos tenía relación con una atribución de los roles y estereotipos de género que se imponen a las mujeres como medio de control social (Kaplan, 1983; Ussher, 1991; Russell, 1995). Al respecto, uno de los trabajos que tuvo mayor influencia fue el libro de Phyllis Chesler (1972) “Women and Madness”, en el que argumenta que la construcción de las etiquetas diagnósticas se encuentran relacionadas con las ideas tradicionales de masculinidad y feminidad. De esta forma, analiza críticamente el daño que ha provocado la psiquiatría y sus instituciones hacia las mujeres patologizadas, señalando cómo las mujeres han sido consideradas deficientes mentalmente por el simple hecho de ser mujeres (Chesler, 1972).
Esta mirada crítica hacia la psiquiatría desde una perspectiva feminista no sólo tuvo su desarrollo en Norteamérica, sino que se expandió al resto de la sociedad occidental. En Italia –durante el proceso de desinstitucionalización y cierre de los manicomios en la década de 1970– la activista Franca Basaglia-Ongaro (1987) sostuvo que para comprender la relación mujer y locura si bien se debía tener en cuenta el denominador común en el primer nivel de opresión que es haber nacido mujer, había que considerar las diferencias de clases en los niveles de opresión, en términos de desigualdad de privilegios y de derechos. En este sentido, planteaba que las mujeres más adineradas, al volverse locas, asistían a psicoterapia, mientras que las mujeres empobrecidas eran encerradas en los hospitales psiquiátricos (Basaglia-Ongaro, 1987).
Junto con las críticas hacia las relaciones jerárquicas de la psiquiatría, sustentadas por figuras masculinas y paternalistas, las feministas también se pronunciaron acerca de los tratamientos que se utilizaban para “sanar” la locura entendidos como dispositivos de exclusión de las diferencias y normalización de la subjetividad (Harrison, 2016). Para algunas feministas, ésta crítica se podía extender hasta el ámbito económico, postulando que la locura representaba un arma para desestabilizar el sistema capitalista y patriarcal, al negarse las mujeres locas a ser consideradas ciudadanas de bien y productivas (Alvelo, 2009).
De esta manera, el feminismo de segunda ola implicó la irrupción de la locura feminista en el escenario político. Este movimiento permitió cuestionar cómo las etiquetas psiquiátricas habían sido históricamente utilizadas para reprimir a las mujeres e impedir su rebelión contra la hegemonía patriarcal. Así, la locura feminista representó una corriente política y contracultural por la despatologización del malestar de las mujeres provocado por los mandatos de género; un ejemplo de ello fueron las feministas francesas que defendían la recuperación de la histeria como una causa política de rechazo al patriarcado (Harrison, 2016).
3. Terapia feminista o la profesionalización de un feminismo cuerdo
El feminismo de segunda ola asumió el desafío de nombrar y definir la opresión sobre las mujeres en continuidad con la tradición del feminismo “de la igualdad de derechos” hacia la construcción de un nuevo feminismo por la “liberación de las mujeres” (Thornham, 2004). De esta forma, la segunda ola feminista asumió un proyecto político transformador, basado en una interpretación más amplia de la injusticia y en la crítica sistémica a la sociedad capitalista (Fraser, 2015). En el campo de la salud mental, este movimiento posibilitó una crítica hacia la autoridad tradicional de las disciplinas psi y las diversas dimensiones de la opresión sexista en el campo de la subjetividad.
A partir de las críticas hacia la psicología y psiquiatría, las mujeres profesionales vinculadas a estas disciplinas comenzaron a generar teorías y prácticas feministas que pudieran aplicarse en la terapia, sosteniendo que la relación entre la clienta y la terapeuta debía reflejar valores feministas, en oposición a la orientación sexista y androcéntrica tradicional (Alvelo, 2009). A comienzos de la década de los 70’, Phyllis Chesler (1970) discutía el hecho de que las mujeres sean, con tanta frecuencia, ultrajadas sexualmente por sus terapeutas, desarrollando un penetrante análisis sobre el desequilibrio de poder en la psicoterapia (Masson, 1991). Así, el trabajo de Chesler y otras miradas críticas desde una perspectiva feminista abrieron un escenario de reforma de la psicoterapia con mujeres.
En este contexto, la terapia feminista surge como respuesta a las experiencias vejatorias, opresivas y destructivas que muchas mujeres habían vivenciado en las formas tradicionales de psicoterapia (Thomas, 1977; Hill y Ballou, 2005). Nace al calor del crecimiento del movimiento de mujeres con el objetivo de reexaminar y des-identificarse de las psicoterapias tradicionales y en reacción a los terapeutas masculinos que ofrecían sesiones patriarcales dada la formación misógina y opresiva dominante (Burstow, 1992). A su vez, la terapia feminista surge desde la inspiración por hacer del trabajo terapéutico un acto político, convertir la psicoterapia en una herramienta para promover un cambio social e individual y con la finalidad de brindar mejores servicios psicoterapéuticos a las mujeres (Hill, 1998). De esta forma, la terapia feminista comienza a desarrollar enfoques terapéuticos centrados en las necesidades de las mujeres y a favor de sus intereses, generando conocimientos respecto a tratamientos y modalidades de apoyo en crisis en problemas que afectan específicamente a las mujeres como la violación, el embarazo y la violencia doméstica (Brodsky, 1980; Worell y Remer, 2002; Ballou, Hill y West, 2008).
Las terapeutas feministas más radicales sostenían la importancia de comprender la opresión como la causa de la mayor parte de la angustia emocional experimentada por las mujeres, destacando la búsqueda de justicia social como base de la relación terapéutica (McLellan, 1999). Según las feministas profesionales de la salud mental, el rol que ellas debían cumplir consistía en ayudar a las mujeres a comprender su opresión y generar procesos de empoderamiento, buscando establecer una unión definida entre la terapia feminista y la acción política (Alvelo, 2009). En este sentido, las terapeutas feministas comprenden que las mujeres están pasando por momentos dolorosos, pero a su vez, reconocen que su origen radica en problemas sociales y políticos y no tienen una causa individual, por lo que se beneficiarían de un tratamiento no patriarcal, sin prácticas que las patologicen, culpabilicen o victimicen (Harrison, 2016). De esta manera, las ideas feministas reformularon la naturaleza misma del encuentro terapéutico, así como las concepciones diagnósticas que definen el malestar subjetivo de las mujeres (Brown, 1994).
En definitiva, las terapeutas feministas plantearon un renovado interés por la terapia en torno a la necesidad de superar las actitudes patriarcales, los supuestos misóginos y el silencio sobre la violencia hacia las mujeres que había reservado la terapia tradicional. Así, la terapia feminista propone reestructurar la psicoterapia dirigiendo la atención a la realidad social y al análisis político, con el objetivo de ofrecer a las mujeres un mejor servicio profesional, una modalidad de tratamiento más inclusivo, colaborativo y sensible a la realidad social que vive este colectivo social como grupo oprimido.
Sin embargo, a pesar de las críticas y reformulaciones planteadas por la terapia feminista, el ejercicio profesional mantuvo la misma estructura de la psicoterapia tradicional, por lo que se integraron al amplio mundo de las terapias en general, formando parte de un sistema de ayuda institucionalizado. De esta manera, la terapia feminista no anuló las relaciones de poder que sustentan el encuentro terapéutico. Al respecto, Masson (1991) sostiene que la estructura de la psicoterapia es tal que no importando cuan bondadosa sea la persona que ejerce el rol de terapeuta, se compromete en actos que forzosamente van a disminuir la dignidad, autonomía y libertad de la persona que acude en busca de ayuda en la medida que la relación terapéutica siempre involucra un desequilibrio de poder: una persona paga, la otra recibe; solo una de las personas es considerada “experta” en relaciones humanas y sentimientos, solo a una se la considera en dificultades (Masson, 1991).
De esta manera, la terapia feminista no subvierte la asimetría que plantea el encuentro bipersonal entre alguien que se define como experto y alguien que no lo es. Para Masson (1991) el mantenimiento de esta relación jerárquica es el origen de todas las problemáticas asociadas a la psicoterapia tradicional: manipulación, asimetría, control social, ejercicio de poder y relaciones de dependencia. Junto con ello, si bien se esperaría que las terapeutas feministas critiquen y rechacen, desde el punto de vista feminista, el etiquetado de mujeres con diagnósticos psiquiátricos, esto no ha sido así en el ejercicio profesional (Masson, 1991). Otro aspecto problemático en las terapias feministas es la lealtad profesional. Masson (1991) sostiene que la gran mayoría de psicólogas feministas no han hecho declaraciones públicas contra los abusos psiquiátricos debido a que forman parte de una comunidad profesional que guarda silencio frente a estos abusos. En este sentido, para Masson (1991) las terapeutas feministas se asemejan mucho a sus colegas varones más tradicionales cuando se trata de buscar prestigio, respaldo de universidades y financiamiento, y no parecen problematizar las oportunidades de cooptación por los poderes dominantes. Por otra parte, respecto a las implicancias de la terapia, derivar a alguien a atención profesional constituye una forma sutil (y no tan sutil) de revictimización y de individualización de los problemas compartidos, por lo tanto, la terapia feminista al privatizar un sufrimiento colectivo excluye, de hecho, al escenario político de su campo de intervención. De esta manera, la terapia feminista representa un retroceso en la consigna feminista de la segunda ola “lo personal es político” hacia una concepción en que “lo político es personal”.
En este sentido, la terapia feminista sostiene la conformación de una élite dedicada al abordaje de los problemas subjetivos al interior del feminismo, anulando la potencialidad crítica de este movimiento en el campo de la subjetividad. Al respecto, la necesidad de un entrenamiento especializado, la legitimidad de un conocimiento experto y la proliferación de modalidades de ayuda profesional para abordar los problemas subjetivos que vivencian las mujeres, fue adquiriendo masividad en el proceso de evolución del feminismo en un contexto social drásticamente cambiado por el neoliberalismo (Fraser, 2015). En este sentido, la terapia feminista se erigió como alternativa de adaptación creativa a la sociedad, un poderoso soporte para el orden establecido, alejándose progresivamente del horizonte de emancipación de las mujeres planteado por la segunda ola feminista. Junto con ello, la fragmentación de Castillo Parada, T. Investig. Fem. (Rev.) 10(2) 2019: 399-416 407 la crítica feminista en un contexto neoliberal produjo la incorporación selectiva y la recuperación parcial de parte de sus corrientes (Fraser, 2015), destacando en este sentido, la institucionalización de políticas de trato igualitario y equidad de género en el campo de la salud mental. Finalmente, la nueva narrativa del capitalismo de promoción de la libertad de elección y el ejercicio de autonomía para el empoderamiento individual tuvo un impacto significativo en la creciente legitimidad y alto grado de aprobación de la terapia feminista en el escenario social.
Este camino de profesionalización del abordaje feminista, centrado en la empatía y el cuidado, por parte de mujeres profesionales de la salud mental influenció la creación de centros de crisis y albergues para mujeres maltratadas, espacios administrados por mujeres con títulos universitarios, en vez de mujeres que han pasado por experiencias similares a las mujeres que asisten a estos espacios (Alvelo, 2009). Junto con ello, las profesionales feministas en la institucionalización de sus prácticas dejaron de reflexionar acerca de sus privilegios al ser en su mayoría mujeres blancas, con estudios superiores, heterosexuales y de clase media, dejando sin voz a las mujeres principalmente afectadas por la opresión patriarcal que recibían sus servicios: mujeres empobrecidas, negras, lesbianas, migrantes (Alvelo, 2009).
Esta crítica no quedó ajena al movimiento de mujeres ex pacientes o que se consideraban sobrevivientes de la psiquiatría, quienes rechazaron la terapia feminista al considerar que su opresión se profundizaba al ser o haber sido pacientes mentales; criticando también el hecho que las feministas profesionales no habían vivido la experiencia de la psiquiatrización y que muchas veces hablaban por ellas (Alvelo, 2009). De esta forma, fue imprescindible que estas mujeres realizaran sus propios análisis feministas, reflexionando sobre sus propias opresiones y buscando nuevas formas para organizarse y abordar sus problemas subjetivos más allá y en contra de las terapias feministas. Este fue el contexto de emergencia del “feminismo loco” como teoría crítica y acción política.
4. “Feminismo loco”: contra el cuerdismo y el patriarcado
El feminismo de segunda ola se caracterizó por ser un movimiento contracultural, democratizador, horizontal, participativo y popular. En base a un espíritu horizontal de conexión hermanada, las activistas crearon una práctica organizativa completamente nueva de aumento de la concientización, instancias en que las mujeres que tenían profesiones se identificaban más con los movimientos de base que con su experticia despolitizada (Fraser, 2015). Este escenario cultural y político impulsó a que el movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría desarrollara espacios de encuentro entre mujeres “locas” basados en la comprensión, la empatía y el apoyo mutuo, en los que se promovía el empoderamiento individual y colectivo en vinculación con acciones de defensa de derechos y activismo político contra los abusos psiquiátricos (Morrow, 2017).
En este marco, la utilización de prácticas de concientización del movimiento feminista permitió a las mujeres “locas” reclamar sus propias historias y concepciones alternativas de la locura desde una lógica separatista, con exclusión de profesionales (Chamberlin, 1994). No obstante, a mediados de los años 70’ los procesos de concientización que planteó el movimiento en base a relaciones de apoyo mutuo entre pares, sin intercambio de dinero y sin jerarquías, se institucionalizaron en la terapia feminista como campo de profesionalización, implicando una apropiación de estas prácticas por mujeres terapeutas en cuyo ejercicio obtuvieron prestigio, dinero y poder.
Frente a esta institucionalización de una modalidad de ayuda que había sido construida bajo los principios de la solidaridad y la hermandad entre mujeres, la respuesta de las activistas del movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría implicó la apertura de un debate público contra la terapia feminista, estableciendo un radical cuestionamiento de esta forma de atención profesional. Este análisis crítico fue liderado por Judi Chamberlin al constatar que la terapia feminista reproducía el “mentalismo”, un marco ideológico que establece que los y las pacientes mentales son personas incompetentes que requieren constante supervisión y asistencia, con tendencias violentas e irracionales; estereotipos que se vuelven opresiones internalizadas e incentivan a las mujeres a buscar ayuda profesional (Chamberlin, 1990).
En esta línea, Chamberlin (1994) cuestionó el trabajo de Chesler y otras terapeutas feministas que se apropiaban del derecho a hablar por las mujeres “locas” e interpretar sus experiencias, incluso cuando esas mismas autoras rechazaban el derecho de la hegemonía psiquiátrica a hablar por las mujeres e instrumentalizar sus vivencias. Para Chamberlin (1994) las terapeutas feministas asumían que las personas locas no podían hablar por sí mismas, reproduciendo una forma de ejercicio de poder que no era muy distinto al poder psiquiátrico que buscaban suplantar. En este sentido, las terapeutas feministas compartían el discurso dominante de rechazo hacia la locura, bajo el predominio del “cuerdismo” (que Chamberlin denominó “mentalismo”), como forma de opresión. Al respecto, el cuerdismo es un conjunto de creencias que legitiman la intervención profesional en el sistema de salud mental, situando a las personas “locas” en espacios de silencio, conformidad y de sentirse “inferior” (Poole, 2012).
Chamberlin (1994) sostuvo que esta perspectiva autoritaria constituía un desprecio hacia las mujeres sobrevivientes de la psiquiatría que habían luchado por su libertad e independencia contra el poder de la psiquiatría hegemónica y daba cuenta de la profundidad de la opresión hacia las mujeres “locas”. En este sentido, la emergencia de la terapia feminista al plantear que sólo las mujeres profesionales podían ayudar a otras mujeres expresaba una desvalorización de los recursos y capacidades de las mujeres “locas” para promover su bienestar colectivo en base a la creación de espacios de apoyo mutuo.
De esta manera, el rescate del legado histórico de este movimiento ha constituido una tarea central en la reconstrucción de una mirada feminista en el campo de la locura. Al respecto, cabe señalar que durante los años 70’ se conformó el colectivo WAPA (Women Against Psychiatric Assault) de la agrupación Network Against Psychiatric Assault, colectivo fundado por mujeres “locas” para desarrollar acciones de solidaridad y apoyo entre pares desde una perspectiva feminista. Bajo estos principios, Judi Chamberlin en su libro “On our own: Patient-controlled alternatives to the mental health system” (1978) describe la experiencia de una alternativa no profesional y feminista para abordar crisis subjetivas: el centro “Elizabeth Stone House” [3] de Boston, inaugurado en 1974 luego de una conferencia denominada “Women and Madness”. Este espacio localizado en un vecindario de clase trabajadora permitía a mujeres alojarse hasta dos o tres semanas y recibir apoyo de mujeres voluntarias de la comunidad feminista que incluía a estudiantes y ex pacientes. Chamberlin (1978) destaca el rol del centro en su trabajo colaborativo con el movimiento “Mental Patients’ Liberation Front” y como alternativa al sistema de salud mental en base a la eliminación de los roles tradicionales de “profesional” y “paciente”, dado que, si bien las mujeres que ingresaban al centro tenían experiencias difíciles y extremas, no eran vistas como incompetentes: cada una de ellas era responsable de su propia vida y capaz de ayudar a las demás, lo que potenciaba su libertad y autonomía.
Otra experiencia relevante ocurre en 1982. Una artista de Vancouver, Persimmon Blackbridge, junto a su amiga, Sheila Gilhooly – ex paciente psiquiátrica- crearon “Still Sane”, una obra que reúne las experiencias de Sheila en el sistema psiquiátrico en el que fue sometida a tratamiento farmacológico y electroshock con el objetivo de curarla del lesbianismo. “Still Sane” comenzó como la exhibición de una escultura y luego como un video y un libro que recorrió Canadá, logrando denunciar las prácticas psiquiátricas en el espacio público (Blackbridge y Gilhooly, 1985). En su libro, las autoras destacan la importancia del movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría en la comprensión de la relación mujer y locura:
“La cultura loca me motivó a desarrollar una conciencia política sobre la terapia y el asalto psiquiátrico. Es esta comunidad que me apoya y me ayudó inicialmente a desarrollar el orgullo como mujer loca y sobreviviente de la violencia médica. Mis compañeros locos nunca me han hecho sentir extraña o avergonzada sobre mi vida al haber estado en una jaula psiquiátrica. Quieren escuchar mi versión de la realidad y mi experiencia pasada con trabajadores de salud mental. Con las mujeres locas no necesito usar poleras de manga larga para esconder mis cicatrices o cerrar mi boca para esconder el dolor”
(Blackbridge y Gilhooly, 1985, p. 90).
Otra iniciativa importante de destacar desde la organización feminista en primera persona es el grupo de música y performance para mujeres “locas” “Psycho Femmes” fundado en 1993 por la sobreviviente de la psiquiatría Sue Goodwin (Shimrat, 1997). Goodwin consideraba que las mujeres tenían cosas importantes que decir, pero usualmente cuando participaban en grupos con hombres sobrevivientes, no se sentían con la libertad de hablar. Si bien nunca había estado de acuerdo con excluir a ciertas personas pensó que, de lo contrario, las mujeres no iban a ser escuchadas. Sostuvo a su vez que las mujeres son más locas que los hombres, y más divertidas juntas, al igual que mejores para expresarse entre pares. De esta manera, empezó a buscar mujeres que se identificaran como “locas” y quisieran contar sus historias. Así se conformó la banda, cuyas letras musicales incorporaban la denuncia hacia el sistema psiquiátrico que obtiene dinero con las personas “locas” y las medica hasta morir. Esta perspectiva también estuvo presente en la obra de teatro “Ten Miligrams” sobre la historia de una mujer que en su encierro psiquiátrico intenta no consumir los fármacos que le entregan, transmitiendo el mensaje que el sistema de salud mental no es un espacio de sanación y no beneficia a las personas (Shimrat, 1997).
Una de las expresiones más relevantes en la construcción de alternativas a la psiquiatría en base a un posicionamiento crítico hacia las terapias feministas, se publicó en la revista de ex pacientes psiquiátricos “Phoenix Rising: The Voice of the Psychiatrized” publicada en Toronto desde 1980 hasta 1990. Este reconocido órgano de difusión y comunicación alternativa del movimiento antipsiquiátrico en Canadá publicó en el número de invierno de 1985 la declaración “Mental health and violence against women: A feminist ex –inmate analysis” en la que mujeres sobrevivientes de la psiquiatría cuestionaron el rol y posicionamiento de las terapias feministas (Raymond et al., 1983).
A continuación, se reproducen los siguientes fragmentos con el objetivo de enfatizar sus propias voces en primera persona:
“Por el solo hecho de ser mujeres, nuestra credibilidad es desafiada, nuestras palabras no son tomadas en cuenta, independiente de lo que digamos. Sin embargo, para las mujeres ex pacientes o cualquier mujer con antecedentes de una ʻenfermedad mentalʼ, este problema es exacerbado. Nuestro estatus como mujeres locas es utilizado en nuestra contra: estamos mintiendo o alucinando. Incluso, nuestras hermanas feministas que son terapeutas también nos fallan. Nos etiquetan, nos rechazan o no logran ver las conexiones que vemos nosotras. Nos unimos al movimiento de ex pacientes y esperábamos encontrarnos con el sexismo, pero no aceptaremos el fracaso de los miembros por no reconocerlo o no hacerse responsables de ello. Nuestra pasión y urgencia deriva de nuestra conciencia hacia todas las mujeres que realmente son oprimidas; en instituciones, amarradas, aisladas, drogadas, electrocutadas, violadas o maltratadas. Tenemos la responsabilidad de protestar por lo que les está sucediendo a nuestras hermanas” (Raymond et al., 1983, p.6-7).
“El problema radica en la involucración del sistema de salud mental en sí. La violencia contra las mujeres no es un asunto personal o individual, sino una realidad política. El concepto de ʻsalud mentalʼ implica la correspondencia de una patología, pero las mujeres que sobreviven a la violencia no están enfermas. El foco sobre el individuo es destructivo por dos razones. Primero, enfocarse sobre la mujer individual conlleva a culpar a la víctima a través de un proceso terapéutico que busca motivaciones escondidas. Segundo, este enfoque lleva a una evaluación del violador como sufriente de una patología individual. Es por tanto liberado de la responsabilidad de sus acciones y los valores socioculturales que motivan la violencia contra las mujeres es ocultado” (Raymond et al., 1983, p.7).
“El feminismo es la base de apoyo para las mujeres que se reúnen para compartir estrategias colectivas sobre cómo manejar nuestra opresión común. Las mujeres entran al movimiento con grandes expectativas y necesidades de apoyo, y al decepcionarse, usualmente recurren a la terapia feminista para llenar ese vacío. Este y otros usos de la terapia feminista son extremadamente problemáticos para nosotras como ex pacientes psiquiátricas feministas que reconocemos a la terapia por lo que es: un mecanismo de control social” (Raymond et al., 1983, p.7).
“Las terapeutas feministas tampoco han tomado una posición crítica sobre otros asuntos críticos: internación civil, internación voluntaria coercitiva, electroshock, medicación forzosa. ¿Cómo podemos confiar en ellas? Finalmente, la terapia feminista es una contradicción en términos feministas. El feminismo comenzó y continúa en base a la concientización como la esencia para reunir a mujeres y apoyarse unas con otras, y para definir colectivamente nuestros problemas. Estamos conscientes de las consecuencias dañinas de tener a ʻprofesionalesʼ definiendo o lidiando con nuestros problemas. La terapia feminista es una parte del sistema psiquiátrico, y, por lo tanto, es un método de control social que refleja la sociedad en sí” (Raymond et al., 1983, p.8).
“Nuestro enfado es real. Nuestro enfado sobre nuestras experiencias de opresión como mujeres e internas psiquiátricas, de ser violadas, golpeadas, encerradas, drogadas, electrocutadas, es válido y fuerte. No es un ʻsíntomaʼ para ser drogado o terapeutizado. En vez, es una fuente de nuestro poder, un combustible para nuestra indignación y activismo. No permitiremos a cualquier persona –psiquiatra o terapeuta feminista– convencernos que estamos enfermas porque estamos enfurecidas, porque nos negamos a calmarnos y ʻajustarnosʼ a la ʻrealidadʼ que nos define como inferiores. Rechazamos completamente la idea que existe un grado inapropiado de ira, una duración inapropiada de tiempo para nuestra ira, o un objeto inapropiado de nuestra ira. Nos alegramos de nuestras identidades como mujeres locas, furiosas, fuertes y orgullosas” (Raymond et al., 1983, p.8).
De esta manera, de acuerdo al legado de las mujeres “locas” organizadas, adquiere sentido un planteamiento abolicionista sobre la terapia al ser comprendida como una institución que individualiza las luchas colectivas, invisibiliza las injusticias sociales, aísla a las personas que poseen problemas compartidos y las hace dependientes de un o una terapeuta que obtiene beneficios económicos de forma privada. En este sentido, la terapia se opone a la acción del colectivo feminista tanto por determinar que algunas mujeres son incapaces de apoyar a otras mujeres si no poseen títulos profesionales, y por afirmar que se encuentran mentalmente inaptas – necesitadas de terapia ellas mismas, situando la carga de superar los efectos del patriarcado, junto con la culpa de ello, en las propias mujeres de forma individual (Happonen, 2017).
En definitiva, si bien el pensamiento feminista contribuyó a visibilizar los efectos de los estereotipos sexuales y la opresión de la mujer en las disciplinas psi, la terapia feminista asumió los ideales feministas desde un enfoque profesional, desarrollando una institucionalización de los procesos de concientización política que había inaugurado el movimiento feminista. Frente a ello, el movimiento de mujeres ex pacientes o sobrevivientes de la psiquiatría sostuvo la necesidad de rescatar el imaginario feminista como política emancipatoria en el campo de la subjetividad. Bajo esta perspectiva emerge el “feminismo loco”, planteando la importancia de liberar el relato personal del espacio privado de la terapia y llevarlo a un discurso público. En oposición a la institución de la psicoterapia, el “feminismo loco” sostiene la importancia del activismo y en base a ello, las prácticas de cuidado y autocuidado entre mujeres son la respuesta para abordar el malestar colectivo desde una perspectiva feminista y revolucionaria.
5. Palabras finales
En un contexto neoliberal, la búsqueda de bienestar bajo los principios de la autonomía y la libertad promueve que las mujeres acudan a terapia por su propia cuenta, sin el manto coercitivo de la psiquiatría tradicional. Esta búsqueda de introspección, autoconocimiento y empoderamiento individual ha otorgado un manto de legitimidad a la terapia feminista al interior del movimiento de mujeres como estrategia de autocuidado. Sin embargo, esta perspectiva refuerza la búsqueda de soluciones individuales a los problemas subjetivos, así como la capacidad de elegir y decidir en un mercado terapéutico, introduciendo la lógica neoliberal en nuestra subjetividad y relaciones sociales.
Frente a este escenario, el “feminismo loco” como movimiento político que nace desde las mujeres ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría, sostiene que la terapia feminista niega las diferencias e invisibiliza la desigualdad entre las mujeres “locas” (psiquiatrizadas) y “cuerdas” (profesionales de la salud mental), estableciendo un marco de autoridad y una dependencia profesional al interior del movimiento feminista (Wolframe, 2012). Al respecto, el “feminismo loco” apuesta por el reconocimiento de las identidades oprimidas en el campo de la salud mental, destacando los puentes de comunicación y conciencia colectiva de las mujeres que han vivido la experiencia de la psiquiatrización bajo un modelo de dominación patriarcal y cuerdista. Considerando las experiencias situadas y concretas de las mujeres “locas”, el “feminismo loco” se posiciona desde el reconocimiento de la diferencia: no es lo mismo ser mujer loca que ser mujer cuerda. Desde esta perspectiva, la terapia feminista posee un foco reduccionista que no permite ver el carácter específico de la opresión de género hacia las mujeres “locas”. Así, el “feminismo loco” permite comprender que la terapia feminista es parte de un feminismo “cuerdo”, que se ha apropiado de la definición de opresión en el campo de la salud mental, negando la capacidad de autodefinición y autodeterminación de las mujeres “locas” y anulando su potencial transformador desde la voz en primera persona.
Al respecto, el “feminismo loco” en su crítica al feminismo “cuerdo” comparte las premisas del movimiento feminista negro en su denuncia de la apropiación de la historia por parte de los feminismos de las mujeres blancas, despojando de su propia historia a otros feminismos. En este sentido, los paralelismos del movimiento feminista negro y el movimiento feminista “loco” responde a las mismas premisas de reivindicación histórica: un acto de reconocimiento frente a los procesos de oscurecimiento, ocultación y negación por parte del pensamiento feminista hegemónico (Jabardo, 2012).
Por otra parte, el “feminismo loco” plantea que las terapeutas feministas, en tanto mujeres cuerdas, se encuentran poco sensibilizadas hacia el reconocimiento de la experiencia de la locura, por lo que actúan en complicidad con las disciplinas psi patriarcales y cuerdistas. Por ello el “feminismo loco” sostiene la necesidad de una acción de resistencia y transformación desde y para las mujeres locas, junto con aliadas, contra el cuerdismo y el patriarcado en su conjunto, sin considerar que se esté desviando la atención del género. En este sentido, el “feminismo loco” sustenta una mirada crítica hacia el discurso de unidad de las mujeres en torno a la opresión patriarcal, ya que invisibiliza y excluye otras opresiones, ocultando que buena parte de la violencia cuerdista y patriarcal la ejercen las propias mujeres “cuerdas”, representantes de la psiquiatría o la psicología, contra las mujeres “locas”. Al respecto, hooks (2017) sostiene que luchar por acabar con la violencia de los hombres contra las mujeres dejando de lado las demás formas de violencia patriarcal no es útil al movimiento feminista.
En oposición a la terapia feminista, el “feminismo loco” sostiene que la condición de igualdad y las experiencias compartidas en torno a la locura por parte de las mujeres que han vivido la experiencia de la psiquiatrización es la base del apoyo mutuo entre pares. Así, el “feminismo loco” promueve la creación de grupos de auto-ayuda sin líderes ni estructuras autoritarias en continuidad con el activismo desarrollado por el movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría. En oposición al legado terapéutico del feminismo “cuerdo”, en los grupos de apoyo mutuo no hay intercambio de dinero y las participantes han experimentado en primera persona el problema que quieren discutir (Masson, 1991). Por lo tanto, al igual que la lucha de las mujeres negras al interior del feminismo, existe una necesidad por parte del “feminismo loco” de crear una verdadera sororidad basada en un movimiento feminista anti cuerdista. Al respecto, para hooks (2017) el apoyo mutuo es la base del amor y la práctica feminista es el único movimiento por la justicia social de nuestra sociedad que crea las condiciones en las que se puede cultivar. En este sentido, el “feminismo loco” sostiene que no hay ni puede haber expertas profesionales en el campo de la subjetividad y promueve un ámbito de demostración que las mujeres pueden resolver sus problemas subjetivos en grupos de pares bajo los principios de la sororidad y el apoyo mutuo.
Como acción política, el “feminismo loco” permite reactivar la promesa emancipadora y el proyecto liberador de la segunda ola feminista, en el que la lucha contra las injusticias de género estaba necesariamente ligada a la lucha contra el racismo, el imperialismo, la homofobia y el dominio de la clase, todo lo cual exigía transformar las estructuras profundas de la sociedad capitalista (Fraser, 2015). Desde su propia especificidad, el “feminismo loco” plantea la necesidad de reconectar la crítica feminista con la antipsiquiatría con el objetivo de ampliar los espacios políticos de alianza y luchas comunes contra el patriarcado y el cuerdismo en el campo de la subjetividad. En este sentido, el “feminismo loco” contribuye a enriquecer la tercera ola feminista (Biswas, 2004) en la búsqueda por generar puntos de encuentro y articulación con los diversos feminismos, promoviendo la interconexión con otras opresiones y contribuyendo a una mirada interseccional de etnia, clase y género (Viveros, 2016). De esta manera, el “feminismo loco” posibilita diálogos no solo respetuosos de las diferencias sino en contra de la invisibilidad y la marginación como han planteado los feminismos indígenas (Marcos, 2017) y de la diversidad funcional (Arnau, 2005).
En el ámbito académico, el “feminismo loco” plantea un pensamiento feminista que no se distancie de la militancia, sino que surja de ella. Esta perspectiva favorece una aproximación crítica en torno a la creciente medicalización de la subjetividad femenina y las prácticas de violencia psiquiátrica hacia las mujeres en la sociedad contemporánea (Burstow, 2006, 2016; Linardelli, 2015; Rodríguez, 2014). Al respecto, el estudio de las diferencias de género en el consumo de psicofármacos ha mostrado mayores niveles de dependencia a estas sustancias por parte de las mujeres (Ettorre y Riska, 1995). A su vez, la prescripción de fármacos psiquiátricos se ha asociado a una estrategia de disciplinamiento de los cuerpos femeninos para mejorar su productividad y flexibilidad (Blum y Stracuzzi, 2004). En este sentido, el desarrollo de investigaciones sobre la relación psicofármacos y subjetividad desde un enfoque feminista constituye un desafío relevante y promisorio en la actualidad.
En definitiva, el “feminismo loco” constituye un quehacer teórico y una práctica política que nace desde el protagonismo de las mujeres “locas” para la autoorganización del malestar colectivo y la construcción de su bienestar, planteando una subversión de las políticas de género en salud mental. En estos términos, es posible reconocer los cuestionamientos hacia la terapia feminista y la construcción de autonomía de las mujeres “locas” hacia la abolición de la psicología y la psiquiatría. El carácter radical del “feminismo loco” sostiene que ese horizonte es necesario y deseable hacia la construcción de una sociedad basada en los principios de igualdad y justicia social.
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Agradecimientos
Agradezco a las mujeres sobrevivientes de la psiquiatría por habernos dejado estos valiosos escritos críticos y a las mujeres locas con quienes he tenido la oportunidad de reflexionar sobre el derecho a la locura desde una perspectiva feminista en América Latina. Sin sus luchas y esperanzas, este artículo no hubiera sido posible.
[1] [email protected] // Centro de Estudios Locos, Chile.
[2] La discusión respecto al número de olas en el movimiento feminista constituye un debate abierto al interior del campo académico. Al respecto, el feminismo liberal sufragista caracterizaría la primera ola feminista durante el siglo XIX (Freedman, 2003). La segunda ola del feminismo tendría lugar en la década de los 60’ y 70’ del siglo XX en torno a las luchas de liberación de las mujeres. La tercera ola del feminismo se inicia en la década de los 90’, constituye un rescate y actualización de las demandas de la segunda ola, con énfasis en las luchas micropolíticas desde una perspectiva interseccional (Tong, 2018). Finalmente, la cuarta ola del feminismo se desarrolla en la actualidad e incluye el movimiento de huelgas feministas contra la violencia hacia las mujeres, por la defensa de derechos sexuales y reproductivos y contra la precarización de la vida (Arruzza, Bhattacharya y Fraser, 2018) así como los cuestionamientos hacia la categoría de sujeto político feminista y el propio concepto de “mujeres” (Cobo, 2019). El presente artículo se inscribe en el contexto de la segunda ola feminista y desarrolla eventuales aportaciones a las olas feministas posteriores, que se encuentran aún en curso.
[3] El centro “Elizabeth Stone House” tuvo un marcado posicionamiento político basado en el feminismo. Esta iniciativa rescataba el nombre de una de las mujeres pioneras contra la opresión psiquiátrica del siglo XIX, quien había sido internada por su familia debido a su conversión de metodista a baptista (Chamberlin, 1978).
CÓMO CITAR: Castillo Parada, T. De la locura feminista al “feminismo loco”: Hacia una transformación de las políticas de género en la salud mental contemporánea, en Investigaciones feministas 10 (2), 399- 416.
(La ilustración que encabeza esta entrada ha sido cedida para la web de MIAH por Mercedes García)