[Nacido en 1962, Giuseppe Bucalo fundó en Sicilia en 1986 el Comitato Iniziativa Antipsichiatrica (Comité de Iniciativa Antipsiquiátrica), que sigue funcionando hasta la fecha, siendo así una de las experiencias colectivas antipsiquiátricas más longevas de Italia. Es autor de varios textos de crítica radical a la psiquiatría (sin traducir a nuestro idioma aún), entre los que se encuentran «La enfermedad mental no existe» o este «DIccionArio Antipsiquiátrico» del que hoy traemos un extracto traducido al castellano por una de nuestras colaboradoras. Si también queréis colaborar con el equipo de Mad in America Hispanohablante apoyándonos en la traducción y revisión de textos, podéis ofrecer vuestra ayuda escribiéndonos a [email protected]]
Me gustaría empezar por una declaración de Szasz, que comparto:
“[…] Me he declarado siempre en contra de la imposición de las terapias psiquiátricas y de la violencia del psiquiatra hacia el paciente. Pero en absoluto estoy en contra del tratamiento psiquiátrico elegido libremente o de relaciones psiquiátricas consensuales entre personas adultas”
(Thomas Szasz – Ley, libertad y psiquiatría)
Esto podrá resultar extraño a quien siempre ha visto la antipsiquiatría como una lucha sin cuartel contra las prácticas psiquiátricas. En realidad, nada está más lejos de la visión de un antipsiquiatra que el intento de manipular, determinar e imponer a otros su propia voluntad. El rechazo a la psiquiatría no es solo rechazo de sus teorías y sus prácticas, sino también rechazo de su lógica. Lo que en otras palabras significa que en ningún caso el juicio que damos puede reemplazar la autodefinición, las elecciones y los juicios de las mismas personas afectadas.
El objetivo de la antipsiquiatría no es hacer cambiar de opinión a nadie. En principio no es tampoco compartir bajo cualquier circunstancia las ideas y la visión de los demás. En general la antipsiquiatría reivindica el derecho a la locura de las personas, además de su valor, y trata de hacerlo posible y viable.
Los psicofármacos son sustancias químicas que alteran nuestro estado de conciencia. En este sentido, no difieren de otras sustancias, legales o ilegales, que utilizamos habitualmente. Serán más tóxicas que algunas de estas y menos que otras, pero en ellas no hay nada que pueda definirse como terapéutico.
Conozco a personas que no pueden entregarse a una relación sexual sana si antes no han bebido un litro de vino. Sin embargo, ni ellas ni nosotros decimos que el vino, en este caso, es un medicamento. A Sergio se le cura con fármacos desinhibidores por un profundo estado de depresión. Él prefiere la cocaína a los antidepresivos: tan sólo así consigue salir de sí mismo e ir confiado al encuentro con los demás. Si el efecto en el humor del paciente es lo que demuestra su capacidad terapéutica, para Sergio no hay nada más terapéutico que la cocaína. Esto al menos en el plano teórico. En la realidad, Sergio ha acabado detenido más de una vez simplemente por poseer o usar su medicamento.
La diferencia entre antidepresivos y cocaína no está solo o no está tanto en su composición química o en el diferente efecto que ejercen en nuestra bioquímica, sino en quién los receta: todo lo que es recetado por un médico es un medicamento, todo lo que nos autorrecetamos es una droga. Lo mismo vale también para los psicofármacos a la venta. Cuando nos los receta un psiquiatra son una terapia, cuando lo hacemos nosotros se convierten en una droga de la que dependemos. Los psiquiatras nos hacen dependientes y luego nos mandan aparecer independientes. Nuestra dependencia de las sustancias que ellos mismos nos recetan, si la manifestamos, es tratada con otros fármacos que a su vez nos causan dependencia, y así sucesivamente mientras nuestro cuerpo aguante.
Si llamamos a algunas sustancias fármacos y a otras drogas, esto no se debe a ninguna diferencia sustancial en cuanto a su toxicidad. Diremos más bien que los primeros son empleados por otros para causar en nosotros modificaciones con las que podemos no estar de acuerdo; las segundas son usadas por nosotros mismos para producir en nosotros cambios que los demás pueden no compartir.
Por otro lado, más de un médico alberga serias y científicas dudas acerca del carácter inofensivo y terapéutico de los psicofármacos. Entre otros Oliver Sacks, eminente neurólogo, que, después de establecer un paralelismo inquietante entre lobotomía y uso de psicofármacos, declara:
“Seguramente estos fármacos, si se los suministra en dosis elevadas, pueden inducir ‘tranquilidad’ y bloquear las alucinaciones y los delirios de pacientes psicóticos, como lo hace la cirugía; el bloqueo inducido de esta manera, sin embargo, puede parecerse a la inmovilidad de la muerte y, por una paradoja cruel, puede quitar a los pacientes la posibilidad de la curación natural que tiene lugar en la psicosis, encerrándolos de por vida dentro de una enfermedad inducida por el fármaco”.
(Oliver Sacks – Un antropólogo en Marte)
A esta reflexión hay que añadir los estudios sobre las enfermedades neurológicas causadas por el uso de psicofármacos, como la discinesia tardía, mencionados entre otros por Peter Breggin, y otras constataciones paradójicas, como la que muestra que las mismas sustancias empleadas para curar a los enfermos mentales son empleadas para torturar a los disidentes políticos de todo el mundo. Es más, durante muchos años algunos psiquiatras han utilizado el LSD con fines de investigación y terapia, antes de que este pasara a ser considerado una droga ilegal.
Quien no esté familiarizado con los estudios científicos puede leer los prospectos informativos de los psicofármacos para darse cuenta sin dificultad de su peligrosidad para nuestro cuerpo y nuestra psique. Está claro que, en la actualidad, tomar psicofármacos no debería darnos menos miedo que tomar cocaína.
Dicho esto, para la antipsiquiatría la cuestión no es tanto elegir entre sustancias malas o buenas, ni la de prohibir o combatir el uso de cualquiera de estas sustancias. Cada uno tiene el derecho de ayudarse a sí mismo como mejor considere, tomando las sustancias que le parezcan más convenientes. Mi café matutino no cura mi cansancio, así como un antidepresivo no cura mi tristeza, ni una copa de vino cura mi depresión. Estas sustancias pueden ayudarnos a reaccionar ante las dificultades o a hacernos inconscientes ante ellas, pero no las solucionan. Además, incluso si en el estado mental que su toma produce en nosotros tuviéramos la sensación ilusoria de que hemos solucionado nuestros problemas, esto no demostraría en absoluto que estas sustancias son terapéuticas, ya que, además, los problemas no son enfermedades.
La decisión de si usar o no sustancias que alteren nuestro estado de consciencia, como también la elección de qué sustancia utilizar, es algo que debe ser dejado en manos del individuo. Solo de esta manera este uso vuelve a ser lo que es: una herramienta para encarar y modificar los hechos que acontecen fuera y dentro de nosotros.
Los psiquiatras no han comprendido nunca que el rechazo de sus pacientes a tomar las sustancias que ellos proponen e imponen no nace de un trastorno mental ulterior, sino de la necesidad, propiamente humana, de seguir siendo personas con sentido, identidad y significado. Una sustancia que se nos receta como terapia psiquiátrica no solo pone en peligro, si la tomamos, nuestra integridad física y psíquica, sino que destruye también la verdad de nuestros problemas y la realidad de nuestra identidad e historia.
Cuando nos autorrecetamos alguna sustancia, por lo general no negamos la realidad de lo que sentimos o percibimos: simplemente buscamos una ayuda para hacerle frente. De la misma manera, cuando tomamos un somnífero para dormir por la noche, no necesariamente pretendemos negar las razones o los pensamientos que nos impiden dormir: sentimos que necesitamos descansar para ser capaces de resolverlos. Así pues, quien bebe no pretende negar sus vivencias: tan solo trata de atenuar sus efectos devastadores en su propia vida. La cuestión de si el sueño químico y el olvido alcohólico sirven de ayuda o son, por el contrario, otra trampa mortal, es algo que cada uno puede evaluar a su manera.
Vino y somníferos dañan el organismo, así como lo hacen el café, el tabaco, la heroína, los neurolépticos… No es en este plano donde podemos distinguir lo que es lícito de lo que no lo es. Por la heroína, por lo demás, se muere mucho menos que por el alcohol y el tabaco, sustancias ambas legales; lo que por lo menos indica que no es su nocividad el criterio por el cual a una determinada sustancia se la prohíbe como droga, a otra se la usa como medicamento y a otra más se la comercializa como producto de ocio/vicio.
Cuando y si una determinada sustancia es recetada por un médico, no solo pierde su connotación de droga, sino que al tomarla el sujeto cobra por eso mismo el estatus de enfermo. Si antes esa persona tomaba el somnífero para sustraerse al asedio de las preocupaciones que no la dejaban dormir, ahora su ingesta sirve para curarla de lo que se interpreta como un excesivo, patológico e inmotivado estado de ansiedad. Cabe preguntarse cómo pueden los psiquiatras definir inmotivado o excesivo un sentimiento humano, y qué criterios utilizan para ello. Para el duelo, afirman que es el cómputo de los días durante los cuales estamos tristes o desesperados lo que determina la naturaleza de nuestra enfermedad. Hasta los tres meses, seguimos dentro de la norma; una vez superado este límite, se considera que padecemos depresión. Sería de reírse, si todo esto no fuera tan trágico e inquietante.
De todas maneras, parece evidente que quien quiera mantener la verdad de lo que siente, tiene que rechazar necesariamente la terapia. No se trata tanto de negarse a tomar psicofármacos, como de rechazar el juicio implícito que estos llevan consigo. Es muy probable que un uso de estas sustancias, separado de la ideología psiquiátrica, podría ser aceptado y, tal vez, incluso ayudar a alguien en un determinado momento de su vida. No se trata de terapias, sino de soportes para hacer nuestra vida más tolerable.
Si tomo somníferos para tratar de dormir y dejar de pensar en una persona que me ha dejado, no estoy haciendo una terapia, así como no me curo yendo a emborracharme en un bar todas las noches. Más sencillamente, estoy tratando de sobrevivir a mis sentimientos. Así pues, si oigo voces de personas invisibles que me aterrorizan, puedo desear tomar alguna pastilla que me impida seguir oyéndolas, pero esto no es una terapia, como no lo es subir el volumen de la radio para cubrir su sonido. Lo que hago es intentar sobrevivir a mi experiencia. El dolor y las voces son experiencias reales, y para nosotros siguen siendo tales aunque tratemos de acallarlas con los psicofármacos, el alcohol o la música a todo volumen.
La psiquiatría, así como presta poca atención a las razones de quien rechaza la terapia, hace lo mismo con quien las acepta. A esta última actitud la considera el síntoma de una buena compensación psicológica, mientras que la mayoría de las veces solo es rendición incondicional a la voluntad ajena y abandono de cualquier idea de transformación o cambio de la propia existencia. Quien acepta la terapia traiciona a menudo sus sentimientos, vivencias y percepciones, renuncia a su autonomía y libertad de elección, deja de ser responsable de su propia existencia. No hay efecto secundario más devastador que este, porque además es inevitable, generalizable prácticamente a cualquier persona que tome medicación psiquiátrica, y no tiene tratamiento alguno.
Una vez más, no es la sustancia lo que es humanamente inaceptable, sino el hecho de definirla terapia. Si se me trata por las cosas que pienso, veo y oigo, es como si me dijeran que nada de lo que tengo en mi corazón y en mi mente tiene sentido, existe o tiene ningún valor. Si se me trata por lo que hago, es como si me dijeran: “Tú eres quien está equivocado”. Totalmente distinta es la situación en la que tomo un tranquilizante para impedirme a mí mismo equivocarme dándole un puñetazo a la persona que amenaza con ingresarme. En este caso, yo sé que tengo la razón y no quiero dejar de tenerla por dejarme llevar por el instinto. Esto se llama autogestión, no terapia. No trato de curar ninguna rabia inmotivada: solo intento no dejarme usar por ella.
Si de verdad creemos que una situación de crisis interpersonal debe resolverse tranquilizando a alguien, habría que recetar fármacos a todos los sujetos involucrados en el conflicto. Si la convivencia resulta insoportable y se considera necesario alejar a las personas las unas de las otras, entonces habrá que ingresarlas por turnos, sin designar a un único chivo expiatorio. He aquí dos propuestas antipsiquiátricas paradójicas para los defensores de la terapia y de los ingresos psiquiátricos.
Por lo que nos respecta, nuestra crítica de las terapias psiquiátricas no es una crítica de las elecciones de sus pacientes voluntarios. La idea de estar enfermo y de necesitar un tratamiento no es diferente de la idea de haber sido elegido por Dios y de necesitar un árbol al que poder estar encaramado. La antipsiquiatría respeta estas ideas y quien las formula, independientemente del juicio que cada uno de nosotros puede expresar sobre la psiquiatría o la religión, y del hecho de considerarlas reales o no.
En ambos “bandos”, es necesario que todos dejemos de pensar que las elecciones de las personas tienen sentido sólo si demuestran las verdades que tenemos en nuestra cabeza. El hecho de que las personas rechacen las terapias psiquiátricas no demuestra que esas no son útiles, así como el hecho de que las acepten no demuestra que lo son. De forma análoga, quien rechaza estas terapias no demuestra que está enfermo, así como quien las acepta no demuestra que está sano. Estas elecciones sólo muestran lo que un individuo, en un determinado momento, consigue o puede plantearse o sufrir, como solución para los problemas que tiene, o que causa a sí mismo y a los demás.
Tanto aceptar los psicofármacos como rechazarlos pueden ser elecciones antipsiquiátricas. En ambos casos, la persona puede tratar de encontrar un sentido para lo que le sucede e intentar afrontar la situación. No tenemos por qué compartir ninguna de estas elecciones, no tenemos por qué esperar que estas confirmen o no nuestras teorías: tenemos que ayudar a las personas, si lo piden, a vivir sus elecciones hasta el final, a ensayarlas y rectificarlas, si hace falta.
En estos casos, la única ayuda realmente necesaria que podemos brindar es dejar de intentar hacerlas razonar y dejar de razonar nosotros también.