Del capítulo «El juicio psiquiátrico como segregación» (reproducimos un extracto correspondiente a las páginas 187-191)

La psiquiatría, especialmente en los últimos años, ha elaborado teorías cada vez más numerosas incluso sobre los niños en cuanto objeto de estudio clínico de las enfermedades mentales. Desde el patrimonio cromosómico en el momento de la concepción hasta la vida fetal, el embrión, el nacimiento, los primeros días de vida, la primera comunicación fonética, todo ha sido analizado para determinar el posible origen de la llamada esquizofrenia infantil.

En esta empresa, M. J. Boatman y S. A. Szurek dicen entre otras cosas que en su trabajo psicoterapéutico ambulatorio, realizado con familias de niños neuróticos y con impulsos agresivos, se sorprendieron por el hecho de no encontrar a ningún niño trastornado cuyos padres no estuvieran en conflicto entre ellos (*). No vamos a perder tiempo en contradecir la banalidad de esta afirmación, aunque queremos destacar el carácter genérico, la impropiedad y la sustancial falta de significado de conceptos como «neurótico», «agresividad», «desequilibrado». La cuestión es que una educación autoritaria basada en el chantaje, el miedo, las ambigüedades y la ignorancia (considérese, por ejemplo, el problema de la sexualidad) sin duda no nos parece la mejor para transformar a los niños en adultos seguros de sí mismos y contentos de vivir.

A pesar de todo eso en los últimos años, tanto en Italia como en el extranjero, mientras la timidez crítica de los antipsiquiatras se convierte cada vez más en conformismo, el poder y la cultura de los psiquiatras se consolidan. Escribe el «New York Times», en una amplia encuesta publicada en varias entregas entre intelectuales y especialistas famosos: «En la mayoría de los países en los que ha sido realizada la encuesta, la esquizofrenia parece tener difusión entre las clases pobres. No se sabe si la enfermedad afecta particularmente a los pobres, o si los pobres afectados por la enfermedad en cuestión resultan más fácilmente reconocibles en comparación con los que no son pobres, aún más sabiendo que el diagnóstico psiquiátrico, en la mayoría de los casos, es considerado un estigma.

Además, la esquizofrenia a menudo debilita a sus víctimas hasta el punto de volverlas incapaces de obtener ingresos propios»(**). Podría argumentarse que es relativamente fácil criticar las doctrinas del control social y que, sin embargo, el verdadero problema reside en aquellos casos que ocurren en la existencia cotidiana de personas, familias y comunidades.

¿Cómo te comportas —se me puede preguntar— frente a una familia que viene a decirte: nuestro Juan se ha vuelto loco, hace cosas que antes no hacía, quiere tirarse por la ventana, nos ataca, dice que lo persiguen o cree ser el primer ministro?

Estamos frente al caso en que, por lo menos en apariencia, un comportamiento resulta nuevo no solo con respecto a una manera de vivir en general, sino también con respecto a las actitudes habituales de la persona misma. En resumen, se trataría de un individuo que en cierto momento, como suele decirse, «se vuelve loco», «pierde la cabeza», y por eso sorprende a familiares, vecinos de casa, compañeros de la escuela y amigos.

Ante todo hay que decir, sobre la base de la experiencia, que el surgimiento repentino de una diversidad nunca es realmente repentino. La diversidad se convierte en objeto de atención de manera dramática y violenta solo cuando intentos menos dramáticos y violentos hayan sido repetidamente realizados y desatendidos. Es como un último llamamiento para encontrar a alguien que preste atención, que escuche, que entienda, que por lo menos acepte discutir. Sin embargo en la mayoría de los casos una comunicación de este tipo resulta inútil e incluso perjudicial: el llamamiento será completamente desatendido y hará que se encierre a la persona.

Una parte considerable del internamiento psiquiátrico y de la intervención autoritaria del psiquiatra está legitimada socialmente sobre la base de estos casos límite. En estos años me he encontrado en muchas situaciones de este tipo. Ejemplificaré con una historia ocurrida en Florencia en noviembre de 1966, en la época del aluvión, cuando ya me conocían desde hacía unos años como el médico contrario al internamiento de las personas. Debo explicar, en primer lugar, que no se trata de la historia de una intervención psicológica ni de la historia psicológica de un hombre, sino del intento de mi parte (fructuoso) por evitar la injusticia de un internamiento.

En aquellos días la ciudad tenía un aspecto bíblico. La noche del 4 de noviembre desde lo alto de las colinas se veían solo cursos de agua, y el valle transformado en un lago. Varios días más tarde, hacia finales de mes, me llama la madre de un hombre de cuarenta años, un artesano florentino. Me dice con voz agitada que su hijo, que vive con ella y su hermana, se encuentra en un estado preocupante y quiere matarlas: por lo menos es lo que dice. Había oído hablar de mí como uno que no interna y, aunque tuviera miedo y estuviera muy preocupada, ni ella ni la hija querían internar al familiar. Fui a casa de ese hombre. Lo encontré dando vueltas alrededor de la mesa del comedor y enseguida me pareció como si estuviera en un estado de ansia terrible, que no le daba tregua. Fue muy difícil empezar a hablar y durante más de una hora permanecimos en silencio. Cuando finalmente empezamos a comunicar me dijo que se sentía como un Anticristo y que esa condición no le garantizaba que no habría consecuencias peligrosas. Habría podido incluso matar a la madre y la hermana.

Yo le contesté que eso era sin duda un miedo suyo, cuya causa era necesario entender rápidamente. No es mi intención mencionar los detalles de nuestra conversación, tampoco sería útil. Hicimos frente al problema del significado del Anticristo y de la forma en que lo estaba viviendo. Decía que se sentía contra el Evangelio debido a su comportamiento sexual y cuestionaba toda su personalidad ética. El Anticristo puede hacer cualquier cosa, decía.

Las aguas del aluvión habían destruido su taller y lo habían afectado gravemente desde el punto de vista económico. Pensaba que para él y muchos otros eso tenía un significado superior, como en la historia bíblica de Sodoma y Gomorra. Entonces, debatimos desde diferentes puntos de vista la complejidad de las relaciones entre la ética sexual y la tradición religiosa.

Ese hombre nunca ha sido internado ni curado por los psiquiatras. Superó su crisis existencial debatiendo el tema en términos reales.

(*) Boatman, M. J.; Szurek, S. A., «Estudio clínico de la esquizofrenia infantil», en Etiología de la esquizofrenia, edición de Don D. Jackson, Madrid, Amorrortu, 1974.

(**) The New York Times, 16 de marzo de 1986.

Cartel para una de las presentaciones del libro

Del capítulo «Ideología e Instrumentos del tratamiento psiquiátrico» (reproducimos un extracto correspondiente a las páginas 177-180)

Si para el electroshock y el coma insulínico es necesaria la firma de alguien, para el suministro de neurolépticos, llamados psicofármacos, no es necesaria ninguna autorización.

Es cierto que con los psicofármacos la psiquiatría ha alcanzado el máximo nivel de perfección y de flexibilidad en sus cuidados. Cuidados rentables sobre todo por el gran beneficio económico que generan.

A partir del invento de la terapia del sueño, por ejemplo, se han construido muchas clínicas más o menos modestas, más o menos lujosas. Detengámonos un momento en la capacidad de fascinación de este invento. Terapia del sueño. Parece realmente una cosa bella, una cosa inocente. Un gran remedio contra el estrés y los afanes de la vida moderna. «Cariño, tú razonas así porque estás cansado, estás oprimido por las preocupaciones, necesitas dormir, dormir mucho, dormir tranquilo y relajado…».

Veamos qué es en realidad este remedio por el cual se han construido muchas «ville fiorite»(***). La terapia del sueño no es otra cosa que la administración masiva y prolongada de distintos tipos de psicofármacos. El efecto de esta cura difiere considerablemente de los efectos ya desastrosos de cualquier administración intensiva. Aquí la persona, en vez de quedarse simplemente aturdida, con la lengua entumecida y las piernas temblorosas, duerme completamente.

No consigue despertarse y duerme durante períodos muy largos. No entramos en los detalles de lo que ocurre con respecto al desequilibrio persistente de los ritmos circadianos que regulan la alternancia de las fases de vigilia y sueño en el hombre. Nos limitamos a contar lo que sabemos y hemos visto en persona.

El tratamiento prolongado, basado en una mezcla de neuroparalizantes de distinta naturaleza, lleva a un rápido envenenamiento celular. ¿Cuáles son los primeros efectos evidentes de este envenenamiento? Primero: los efectos habituales sobre memoria, identidad personal, aturdimiento, de los que ya hemos hablado a propósito de la administración simple, aumentan de forma drástica con la administración masiva y combinada de psicofármacos. Segundo: las células envejecen precoz y rápidamente. Este envejecimiento es evidente a simple vista: la persona está cansada, tambaleante, insegura en los movimientos. Hay chicas de 20/25 años que vuelven más veces a los Centros de Diagnóstico y Tratamiento. Parece que tienen cuarenta años. Aproximadamente se puede decir que en seis meses de internamiento y cuidados intensivos se envejece unos veinte años.

Quien ha tenido la oportunidad de visitar un manicomio, una clínica o una unidad psiquiátrica, habrá sin duda notado que muchos ingresados tienen la mirada perdida, se tambalean, no consiguen mantener una postura recta y un paso seguro, tienen una expresión terriblemente afligida o completamente atontada, manifiestan una absoluta incapacidad de seguir un razonamiento incluso breve, están tristes, agotados, balbucean frases o palabras, se cruzan entre ellos y se ignoran, repiten mil veces la misma pobre cosa o la misma pobre historia. A aquellos que han visitado el manicomio hay que decirles que no han visto cómo se portan los locos o enfermos mentales, sino cómo se mueven y hablan las personas psiquiatrizadas.

Debido a la completa ignorancia de los efectos de los cuidados psiquiátricos muchos piensan que, si se comportan así, están de verdad locos y en el fondo está bien que estén encerrados y se les cuide; pero no saben que están mirando precisamente los resultados de los cuidados. Las personas que han sufrido los cuidados psiquiátricos más largos, intensivos y coercitivos son aquellas que tienen una vida de relación más pobre. A pesar de que el cerebro humano tiene posibilidades de recuperación extraordinarias en un ambiente social libre y las secciones estén abiertas desde hace años, todavía se pueden ver los efectos.

Se ha hablado de camisa de fuerza en pastillas en referencia a los psicofármacos, o sea de una coerción interna a través del bloqueo del sistema nervioso. Está claro que este bloqueo no puede hacer otra cosa que actuar sobre la tensión natural a relacionarse con las cosas externas y con otras personas. En los manicomios, al efecto interno hay que sumarle el efecto del bloqueo externo. Este último también influye sobre el ejercicio de las capacidades de relación social. Es como si la capacidad de relación poco a poco se atrofiara. Sin embargo también en este caso es posible suponer que existe una autorreducción de la actividad relacional por razones de «conveniencia».

Un comportamiento inapropiado o bien sin relaciones sociales (se dice reducido al estado vegetal) puede llevarse a cabo no solo pasivamente, porque uno se ha convertido en un autómata, sino también voluntariamente en los momentos de luz que aún provienen de funciones cerebrales no completamente neutralizadas por la psiquiatría forzosa. Episodios cotidianos aclaran este concepto. Un día, por ejemplo, pedimos que nos abrieran la puerta de una de las secciones cerradas que se encuentran a pocos metros de las abiertas. Notamos comportamientos aparentemente extraños que en las secciones abiertas ya no se ven. Algunos internados, por ejemplo, caminaban desnudos. La pregunta que es necesario hacerse es: ¿para qué sirve vestirse cuando uno se queda entre cuatro paredes toda una vida y los demás con los que estás obligado a vivir son personas reducidas a objetos con las que ya no es posible encontrarse?

No hay que olvidar que la reclusión física, o sea la obligación a vivir en espacios reducidos y con las mismas personas, en resumen la restricción de la libertad personal de movimiento, además de la conocida agresividad, produce una reducción evidente de aquellas modalidades de comportamiento que constituyen el patrimonio social del reconocimiento recíproco.

(***) Villas floridas es un nombre frecuente en el ámbito de las clínicas y residencias (en este caso, establecimientos para realizar la «terapia del sueño») [N. del T.]


Portada de «El prejuicio psiquiátrico»

Estos extractos corresponden al libro El prejuicio psiquiátrico, de Giorgio Antonucci, que en castellano está viendo editada su obra dentro de un proyecto editorial coordinado por Massimo Paolini para difundir el trabajo de Antonucci en el mundo de habla hispana (y más allá). El libro en castellano vio la luz de la mano de la Editorial Katakrak en noviembre de 2018 (https://katakrak.net/cas/editorial/libro/el-prejuicio-psiqui-trico). Actualmente tiene un segundo libro de Antonucci en preparación para editarse en castellano y también están trabajando en la traducción y edición de El prejuicio psiquiátrico en inglés. Podéis consultar los avances y libros que se irán publicando desde la web de Perspectivas Anómalas.

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