Unas 10 personas nos sentábamos en círculo hace unos meses en un hospital de referencia barcelonés. Dos vestían bata blanca y el resto, difiriendo en edades sexo y vida, compartíamos sala y estante en el catálogo DSM.  Habíamos sido diagnosticadas como bipolares y aguardábamos a que nos contaran lo que eso significaba. La mayoría de mis acompañantes eran debutantes. A los 37 años y con 20 «tomando litio» yo era un veterano praecox, periodista a punto de publicar un reportaje crítico sobre antipsicóticos y conflictos de interés. Un trabajo que me movió a documentarme durante meses, por primera vez, conociendo a profesionales y entidades como Radio Nikosia. Aunque había sido psicoeducado a los 17 en clave biologicista la doctora, con quien debato, me ofreció otra psicoeducación por mi cuestionamiento constante. Acepté con curiosidad. La palabra ‘psicoeducación’ es polisémica como todas: puede amparar dinámicas abiertas y respetuosas o estar capturada por clichés y adoctrinamiento biocomerciales. Este texto aproxima la segunda modalidad, hasta donde sé, la más abundante.

Empezamos a tumba abierta. En la primera de las cuatro sesiones de 90 minutos la psicóloga clínica al mando fijó el marco narrativo: teníamos una enfermedad crónica, biológica, con componente genético y sólo el tratamiento farmacológico nos iba a ayudar realmente. Si lo dejábamos nuestra vida degeneraría progresivamente encadenando  crisis. Como lápida no estaba mal. Transfería nuestro poder para transformar a un elemento externo y nos condenaba a tener un alien dentro para toda la vida. Una criatura incontrolable cuyas mandíbulas deberíamos amordazar química, crónica y preventivamente. La colonización de la identidad, como me la nombró Martín Correa, abría sus puertas al miedo que recogerían familiares con más miedo que tú.

¿Qué podíamos hacer? Podíamos, se nos dijo, aprender a vigilar a la bestia y sus síntomas. Convenía observarnos, activar sensores y afilar alarmas. El conocimiento de uno mismo, ese fundamento de Delfos, seria reemplazado por algo más posmoderno y neocon: la autovigilancia. ¿Estás contenta o es la enfermedad?, ¿nerviosa o es la enfermedad?, ¿esta tristeza es larga o corta? Traducido: había que tener conciencia de enfermedad para mejorar la adherencia al fármaco. La adherencia es el concepto que vende Janssen, por ejemplo, para colocar sus antipsicóticos Xeplion o Trevicta, 50 veces más caros y sin evidencia de mejora. El momento para abordar profundamente la gestión de la vida cotidiana, los enredos, soledades, las relaciones maltrechas y los lastres nunca llegó pese a que moldean el sufrimiento diario.

Las preguntas estaban impregnadas por un dirigismo que anticipaba respuestas: «¿Alguien se ha dejado de medicar?, ¿y qué os ha pasado?, ¿habéis recaído?». Hay relaciones causales dolorosamente falsas. Si dejas el fármaco (A) asoma el Alien (B) y la profecía se autocumple (C). Por partes: el tabaco causa mono, la heroína síndrome de abstinencia pero el biologicismo exime a sus fármacos, de reconocida iatrogenia, de su efecto rebote. La culpa es del Alien, quinta columna que la psicoeducación te anima a detectar en tus emociones. El Alien es hijo de la hipótesis del desequilibrio químico que construye enfermedades psiquiátricas como una desegulación sináptica crónica de neurotransmisores como la serotonina o la dopamina.

«The myth of the chemical cure«, escrito por la psiquiatra Joanna Moncrieff, sintetiza un desmontaje teórico de ese fundamento biologicista. Señala que no hay evidencia de desajuste más allá del periodo de crisis. Que la desregulación sináptica, la hipertrofia en los receptores por acción del fármaco causa un síndrome de discontinuación muy parecido a las psicosis. A+B puede ser C, pero la causa del desequilibrio en la discontinuación es farmacológica y terrícola. Un dique altera y bloquea un río. Levanta uno entre neuronas e imagina que lo retiras de golpe: ¿la inundación la causó el agua? Centrar el foco en la acción farmacológica lleva a señalar, además, que los efectos adversos de los antipsicóticos (aplanamiento, falta de respuesta emocional) se parecen notablemente a los llamados síntomas negativos del diagnóstico ‘esquizofrenia’. He babeado con haloperidol o engordado 8kg a dosis mínimas de Zyprexa, personas que conozco aumentaron más de 20kg y hasta 40kg con Abilify. Los aliens de matriz farmacológica son palpables y limitantes: temblores, lenguas torpes, lentitud o apatía dificultan decididamente el día a día. Son, se nos dice, el precio a pagar para contener al Alien mayor. El real. El psiquiatra Jose A.Inchauspe narra, en video y en el cuaderno 18 de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN), el riesgo asociado a los antipsicóticos junto al psicólogo Mikel Valverde. ¿Respuestas? Los cuestionamientos frontales y el silencio del modelo dominante harían a Thomas Kuhn reescribir su Revolución si levantara la cabeza. O bajar a la psiquiatría de su cacareado podio científico decorado al que remiten las apps para niños y otras soluciones tecnodiagnósticas.

Soy consciente del sufrimiento largo de mucha gente y veo con frecuencia efectos adversos de fármacos. El sufrimiento interno, apenas escuchado, empuja a asumir el relato del Alien y aferrarse al él. Lo mismo pasa en las familias: quien te quiere es quien más puede sufrir. Miedo y desconocimiento levantan concertinas también en las fronteras de tu entorno. La familia también sufre, busca explicaciones y el biologicismo las da incluyendo sesgo de género. Lo hace liberando culpas, véase el márqueting pro TDAH: nadie tiene responsabilidad, ni escuela, ni familia ni sociedad en crisis porque se trata de un Alien crónico. Como el sufrimiento se tapa con fármacos, su dinosaurio, que no el Alien, seguirá ahí al despertar. La familia, protegiendo,  puede convertirse en una extensión del especialista: «¿Tomaste la pastilla?», «¿no estás un poco alterada?», «tienes ojeras, ¿cuántas horas duermes?». Pero cuando narres tu propio sufrimiento es posible que vea o Alien o el mismo cuento de siempre.

La psicoeducación que viví transfería poder de la persona a una pastilla o, peor, a un fármaco inyectable. Me abstuve de citar estudios recientes como los de Lex Wunderink o Martin Harrow, que señalan lo apuntado en los 70 por proyectos como Soteria (NIMH), pendientes de réplica en el programa  RADAR: al menos porcentajes importantes de personas diagnosticadas de esquizofrenia pueden vivir mejor bajando dosis o discontinuando antipsicóticos lentamente. Los estudios CATIE y CUtLASS1 indicaron hace unos años lo que hoy es vox populi: los antipsicóticos nuevos no son mejores (pero sí mucho más caros). El argumento de sus menores efectos adversos ha vuelto a ser desestimado y su alto precio con patente limita otras terapias. Sus ventas, sin embargo, escalaron como el metilfenidato tras la aparición del Concerta (2004). La Agencia Española del Medicamento (AEMPS) recoge 20 años de lucro, es decir, de incremento salvaje en consumo de antidepresivos y antipsicóticos nuevos (ISRS/atípicos) o de los clásicos ansiolíticos.

Estar sentado en la psicoeducación me permitió repasar los engranajes que articulan mi Alien y su lubricante fundamental. Se ha publicado a diestro y siniestro que la industria farmacéutica influencia por doquier. Civio lo ha hecho recientemente. Mucho más allá de pagar a congresos, colegios médicos o asociaciones de pacientes, se promocionan carreras profesionales, se recaban médicos líderes de opinión, se influye en guías de práctica clínica, en revistas académicas o en la redacción del propio DSM criticado en su quinta versión incluso desde su propio sector. Las propias revistas científicas publican que los conflictos de interés acaban en receta de marca. Por eso, en esas cuatro sesiones, imaginé estar colgando de la última hoja de un entramado arbóreo que levanta tras los 80 sobre el fertilizante bursátil de un neoliberalismo que maximiza beneficios, atomiza y socializa pérdidas.

Una vez más decliné adoptar al Alien que me presentaron a los 17. Decir No Gracias también es doloroso. Entonces me sumé a quienes reconocen sufrimientos pero eligen gestionarlos por su nombre. No niego que pueda acelerarme hasta el delirio de nuevo como no niego que me salgan granos si como chocolate hasta reventar. Llevo 20 años conociéndome lentamente al margen de consultas que, o no tienen orejas para escuchar, o no tienen tiempo para hacerlo. Tropiezos incluidos, he aprendido a rehuir empachos. Lo llamo cuidarme. Conozco y respeto a gente que se nombra como enferma y adopta el dúo cronicidad inevitable más fármaco protector. Cada quién vive y sobrevive como mejor puede porque las fragilidades son muchas y, el apoyo mutuo, refugio necesario donde trenzar voces y compartir saberes que la academia nos niega.

En un modelo de atención que recoge sesgo de décadas, lo químico es útil por ser la exigua palmera del desierto. Útil como colchón áspero, tal vez punto de reinicio en lo desgastante de la urbe extensa y sus aislamientos. ¿Cosemos comunidad?, ¿nos alimentamos de afectos?, ¿enfrentamos precariedades normalizadas hasta el colapso? La construcción de alternativas ya existe y este documental reciente de Marta Espar i Marc Parramon genera un mosaico con ellas. En otros paisajes de tipo diálogo abierto se acompaña, la cronicidad no es punto de partida (o no se contempla) y el fármaco es último recurso. ¿Que en Finlandia tienen dinero? El estado español calla y paga fármacos con patente a 5.000€/año frente a equivalencias de 100€/año sin evidencia de mejora. Profesionales críticos (y entidades), los hay y muchos. Me han repetido con hastío que el estado calla ante el desahucio colectivo pero brinda inyectables a quien le estallan los nervios.

Saliendo de la psicoeducación pensé en tantos programas «antiestigma». La denuncia contra la discriminación es fundamental pero, curiosamente, apunta siempre a la sociedad y olvida lo biocomercial del relato. El estigma nace con el Alien impuesto sin preguntar de qué sufres. Las iatrogenias, como señalan Alberto Ortiz Lobo y Vicente Ibañez Rojo, son diversas. El diagnóstico, en todo caso, tiene su huevo en consulta. El autoestigma la fusión del Alien en ti, en el Manicomio químico donde  correas moleculares amarran crónicamente el barco de muchas vidas. «Es por tu bien, recaerías» o «tus fármacos son como la insulina del diabético» son falsedades repetidas a compañeras en propaganda, basta leer un poco, diseminada en varios continentes. Una diabetes es orgánica y medible, las enfermedades mentales son constructos que varían en el tiempo y que no han probado existencia orgánica pese a las promesas biomédicas. Dudas: ¿hipótesis dopaminérgica de la esquizofrenia?, ¿serotoninérgica? ¿enfermedad autoinmune?

Somos personas desnudas ante una asertividad de bata blanca que da palos de ciego desde la industria más rentable del mundo. Se usa la palabra ‘ciencia’ en modo vertical sin nombrar la crisis de reproductibilidad o los sesgos en biomedicina. Ni la oleada de críticas desatada por el DSM5. Abusan de nuestros cuerpos en su nombre. Helen Spandler, editora de Asylum, habló en el congreso AEN’17 de «supervivientes». La supervivencia tiene muchas aristas, hoy quería presentar al Alien del prado psicoeducativo. ¿Es la vieja higiene mental, en el marco dominante, un lavado de cerebro? Por Tutatis, no. Aunque, al tiempo que nombro a Ridley Scott, me viene en mente la reeducación de Kubrick.

En 2009 ilustramos la falta de escucha así 

@j_relano

 

 

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