Texto originalmente publicado en Mad in America el 7 de abril de 2019. Traducción realizada por Mikel Valverde

En mis dos últimos blogs revisé los fundamentos científicos que sustentan la psiquiatría moderna dominante y también revisé la ciencia detrás del «diagnóstico» TDAH. En ambos blogs mostré cómo era patente una deficiente comprensión de los fundamentos del proceso científico y qué parte de la práctica actual procede de lo que denomino «cientificismo» y no de la ciencia. Soy consciente de que algunos pensarán que mi utilización del término «cientificismo» como diferenciado de lo que podemos decir «pseudociencia» o «ciencia corrupta» es errónea. Pienso que cientificismo es un término más útil, ya que puede cubrir muchos aspectos: puede referirse a un énfasis excesivo en la utilización del conocimiento y las técnicas científicas, pero también se puede referir a la ciencia corrupta.

El uso de mediciones positivistas para probar las hipótesis dirigidas y enfocadas a conseguir un conocimiento objetivo, exento de valores, del mundo que «hay ahí fuera» (al margen de nuestra imaginación) funciona bien para los sistemas y fenómenos gobernados por las «leyes naturales», pero no es el método más apropiado para entender la vida consciente subjetiva que genera sentido. Los riñones no tienen sueños, intenciones o se preocupan por el significado de su existencia, por lo tanto podemos usar la metodología positivista y empírica para estudiarlos. La corrupción de la ciencia puede darse mediante métodos tales como el uso repetitivo de un lenguaje que suene a «ciencia» para dotarlo de un halo de autoridad, mientras que se ignora la recolección de datos no publicados y/o se minimizan los hechos o las investigaciones que contradicen la opinión expresada. Así que para mí el término «cientificismo» cubre lo que creo que ha sucedido en psiquiatría, donde la imagen de ser científico y de hacer ciencia se sobrepone a lo que la ciencia actual muestra, marginando los enfoques no empíricos para entender la vida mental.

Muchos se sienten seducidos por la idea de que finalmente la ciencia responderá a la pregunta del «por qué» y entonces hará posible que podamos hacer diagnósticos en salud mental (es decir, a una clasificación basada en explicaciones causales) como se hace en el resto de la medicina. Por un sinfín de razones, tales como económicas, conflictos de intereses, gremiales y lealtades ideológicas, y debido a que estos «científicos» no pueden establecer nada definitivo, se recurre al cientificismo. Con el paso del tiempo, el lenguaje y los conceptos asociados a esta ideología (por ejemplo, la creencia de que tenemos diagnósticos psiquiátricos y tratamientos específicos para estos diagnósticos) se convierten en parte de las instituciones, los libros, la formación y, por supuesto, de nuestro «sentido común» cultural más amplio, y por lo tanto pensamos en ellos como si ya fueran hechos científicos establecidos, mientras que los hechos y las incertidumbres reales se deslizan hacia espacios culturales más pequeños (como esta web). Para mí, este es un ejemplo clásico de la clase de dinámica que se asocia al cientificismo.

Sospecho que mis dos blogs anteriores sobre el cientificismo en psiquiatría y el TDAH eran más fáciles de aceptar para los lectores que éste. Soy consciente de las divergencias en los puntos de vista críticos sobre el autismo, y sé que mi opinión de que el autismo como concepto es similar al de otros diagnósticos conductuales/psiquiátricos y que no tiene base científica es más posible que provoque malestar en algunos. Sin embargo, al igual que el TDAH, veo el autismo y los trastornos del espectro autista (TEA) como un hecho cultural y no como un hecho de la naturaleza.

A menudo me siento en conflicto cuando escribo sobre el autismo, ya que soy consciente de que hay muchos críticos sobre la medicalización del autismo, que ven el autismo a través de un relato en torno a la «neurodiversidad» y han hecho muchas cosas positivas para ayudar a empoderar a algunas personas a las que se les ha asignado la etiqueta de autismo, permitiéndoles aceptar y valorar quiénes son. Reconozco y aprecio el valor y la perspicacia que tienen estos activistas y la aportación que han hecho en este ámbito. Pero me enfrento a la parte «neurológica» de la «neurodiversidad» –simplemente no hay pruebas en ese terreno. Pienso que ello conduce directamente al biorreduccionismo en vez de liberar a las personas del mismo. Tuve un interesante debate al respecto con Damian Milton, un sociólogo y activista autista que pertenece a esta perspectiva crítica desde la neurodiversidad del autismo, que se puede encontrar aquí.

Creo que ha sido más difícil criticar el autismo que otras etiquetas, como el TDAH, ya que para el autismo no hay ningún tratamiento farmacológico específico asociado a la etiqueta y, por lo tanto, la cuestión del conflicto de intereses no resulta tan evidente. Además el autismo tiene sus orígenes en una rara condición diagnosticada en niños con dificultades significativas de aprendizaje y altas tasas de enfermedades neurológicas coexistentes como la epilepsia. Esta cohorte original por lo tanto tenía una fuerte evidencia de anormalidades neurológicas, pero desde la ampliación al TEA tenemos una verdadera bolsa con una mezcla de presentaciones, problemas y niveles de funcionalidad. Cuando veo tal expansión del «diagnóstico», sospecho que no se trata de un diagnóstico, sino más bien de una marca comercial que tiene un atractivo en el mercado y que, por lo tanto, es susceptible a lo que yo llamo el «efecto de la goma elástica», cuando los límites se pueden expandir casi al infinito, ya que las descripciones tienen «límites difusos» que permanecen abiertos a la interpretación subjetiva, dado que no hay marcadores físicos que ayuden a medir y categorizar de forma precisa a un individuo.

Una historia muy breve

El psiquiatra Eugene Bleuler usó en 1911 por primera vez la palabra «autismo» en psiquiatría. Utilizó el término «autista» para referirse al estado de ánimo de los individuos psicóticos que mostraban un alejamiento extremo del tejido de la vida social. Posiblemente es el uso más preciso del término, ya que Bleuler usó la palabra para describir un estado de ánimo en vez de un diagnóstico. Más tarde, en un artículo publicado en 1943, el psiquiatra infantil Leo Kanner propuso por primera vez el «autismo» como diagnóstico y usó el término para etiquetar a un grupo de 11 niños, de padres de clase media, que tenían déficits emocionales e intelectuales y que mostraban un «aislamiento extremo» desde sus primeros años de vida. Se ha sugerido que Kanner acuñó este nuevo diagnóstico para contar con una palabra distinta a usar tras la presión de algunos padres que no querían que su hijo fuera etiquetado con la etiqueta más estigmatizante de «retraso mental» que se utilizaba en aquel momento. El autismo siguió siendo un diagnóstico poco frecuente que se daba a los jóvenes que tenían déficits considerables en el funcionamiento cotidiano y a menudo tenían dificultades de aprendizaje, entre moderadas y graves, con una tasa de prevalencia estimada de 4 cada 10.000 (0,04%).

Un año después de que Kanner propusiera por primera vez el «autismo» como diagnóstico, el psiquiatra vienés Hans Asperger publicó un artículo, en gran parte ignorado en aquel momento, donde describía a cuatro niños que no tenían una discapacidad intelectual fácilmente reconocible, pero que tenían problemas en la comunicación social. A finales de la década de 1970, la psiquiatra Lorna Wing apreció una similitud entre algunas de las personas que veía y las descritas por Asperger. Las ideas de la Dra. Wing se entrecruzaron con las de otro psiquiatra, Michael Rutter, y crearon la base para la ampliación del concepto de autismo a los Trastornos del Espectro Autista (TEA). El revisar los textos fundamentales de Wing y Rutter revela hasta qué punto esta ampliación del concepto de autismo no fue el resultado de ningún hallazgo científico nuevo, sino más bien de nuevas ideologías. Por ejemplo, en su artículo de 1981, en el que propuso el diagnóstico de «Síndrome de Asperger», Wing describe seis historias de casos que parecen tener poco en común con los cuatro casos que Asperger describió en su artículo, además de compartir una falta de reciprocidad social y algunas otras vagas similitudes. Cuatro de los casos de Wing eran adultos, mientras que todos los de Asperger eran niños; dos tenían algún grado de discapacidad de aprendizaje, mientras que ninguno de los de Asperger la tenía; la mayoría de los casos de Wing se retrasaron en el habla, mientras que la mayoría de los de Asperger tuvieron un habla temprana; la mayoría de los casos de Wing fueron descritos con poca capacidad de pensamiento analítico, mientras que los casos de Asperger fueron descritos como altamente analíticos; y ninguno de los casos de Wing fue descrito como manipulador, mentiroso, descarado, desafiante o vengativo (términos que Asperger usó en sus casos), etc.

Durante las dos décadas siguientes, el concepto de autismo comenzó a recoger más interés profesional y público, impulsado por la cobertura mediática de sucesos como la película Rain Man y las controversias sobre las vacunas. Más gente hablaba de esta «cosa» llamada autismo. Pronto hubo cursos, herramientas de evaluación, investigación, servicios, documentales, expertos e instituciones, todos ellos dedicados a profundizar en nuestro conocimiento y comprensión del autismo y cómo tratarlo o prevenirlo. El autismo fue entonces un hecho cultural. Las tasas de diagnóstico siguieron creciendo, lo que dio lugar a un aumento de servicios, investigación y conversación sobre el tema (y así sucesivamente). Así surgió un grupo de adultos que se identificaron con la idea del autismo pero rechazaron la idea de que se tratara de un trastorno. Estos activistas comenzaron a hablar del autismo como una diferencia –una manera diferente pero igualmente válida de ver e interactuar con el mundo como resultado de un diferente «cableado» neurológico. A veces han surgido tensiones entre este último grupo, que hablaba de sí mismo como parte del espectro de la «neurodiversidad», y aquellos (a menudo los padres) que luchaban por hacer frente a los comportamientos de los niños diagnosticados, que a menudo estaban desesperados por encontrar «tratamientos» y sentían los efectos del lado del «trastorno». El autismo llegó a convertirse en un discurso visible y concurrido, pero que ahora simplemente asumía que representaba «algo» real, tangible e identificable que podía diferenciarse de otros problemas posibles (si te identificabas con la perspectiva del «trastorno») o significaba que eras fundamentalmente diferente de los sujetos «neurotípicos» (si te identificabas con la perspectiva de la diferencia). Nadie, me parecía, que estuviera haciéndose la pregunta obvia: ¿Sobre qué pruebas  puede usted concluir que el autismo representa una categoría natural que puede ser diferenciada de otras categorías naturales?

Al formarme como psiquiatra infantil a principios y mediados de la década de 1990, en mis cuatro años de prácticas me encontré con dos niños a los que se les había diagnosticado autismo. Ambos tenían marcados déficits funcionales y tenían que acudir a escuelas especializadas. Según algunos datos locales recientes que he visto, el 1,6% de los niños en edad escolar en mi sector tienen en la actualidad un diagnóstico de autismo. Esto significa que en el espacio de dos o tres décadas la prevalencia ha pasado de 0,04 a 1,6%, un aumento descomunal de 4000%.

Tengo la impresión que hoy en día cualquier niño que atendemos en nuestros Servicios de Salud Mental para Niños y Adolescentes podría terminar recibiendo un «diagnóstico» de TEA. En especial cuando el joven no responde a lo que se considera el tratamiento «correcto», a menudo oigo que el autismo se sugiere como una posible razón de los problemas o la falta de respuesta al tratamiento. Así que llegamos a lo que yo llamo «juegos semánticos», una especie de «cómo llamaremos a esto» en vez de entender lo que podría contribuir a su presencia o de aquello que podría representar una ayuda para ellos. Denominar es comprensiblemente algo bien recibido para muchos, como por ejemplo profesionales, maestros, padres y algunos adolescentes. Pero desde mi experiencia se puede convertir en una trampa, ya que la gente confunde (comprensiblemente) lo que se les ha vendido como un «diagnóstico» con lo que en realidad es un diagnóstico. En otras palabras, se imaginan que debido a que «tienen autismo» esto les ayuda a entender las razones de sus problemas y, por lo tanto, los profesionales sabrán mejor cómo ayudarles. En mis consultas hay muchas personas que han seguido esta ruta, pero las cosas han empeorado de nuevo y ahora piensan que debe haber otro diagnóstico y, por lo tanto, otro tratamiento, por lo que se adentran aún más en el camino de convertirse en pacientes/padres de familia desamparados e indefensos, a merced de que se les prescriban más tratamientos (ya sean farmacológicos o psicológicos), que los desempoderan aún más. Para todos (profesionales, niños y familias) se trata de un bucle del que es muy difícil salir.

Entonces, ¿qué ciencia apoya un aumento tan meteórico en la prevalencia?

La prueba para defender la afirmación de que el autismo es un «trastorno del neurodesarrollo», en otras palabras, que tiene que ver con el desarrollo del cerebro, proviene principalmente de estudios genéticos y de neuroimagen (para más detalles y referencias adicionales para el debate que sigue, vea el capítulo 2 de Re-Thinking Autism: Diagnosis, Identity and Equality –Repensar el autismo: Diagnóstico, Identidad e Igualdad).

El cientificismo en la genética del autismo

El argumento de que el autismo es una condición fuertemente genética se basa principalmente en estudios de gemelos. En mi último blog sobre el cientifismo en el TDAH expliqué por qué estimar la heredabilidad genética usando el método de los gemelos no proporciona resultados fiables. La única manera fiable de establecer el componente genético es a través de estudios de genética molecular, partiendo de ellos existe una base de datos cada vez mayor que incluye exploraciones del genoma completo de miles de niños con la etiqueta de autismo.

No se han descubierto genes específicos, característicos, raros, frecuentes, o poligénicos para el autismo, pero no por falta de búsqueda. Por lo tanto, varios genes candidatos, estudios de vinculación, exploraciones del genoma y estudios cromosómicos han fracasado en conseguir y replicar de manera fiable cualquier gen concreto para el autismo. Cuantos más fracasos se acumulan, más «compleja» debe ser la genética del autismo, según piensan los defensores, mientras que la explicación más probable para este hallazgo –que no haya algo así como los genes que causan el autismo—  permanece como algo inconfesable. La incapacidad continua para identificar detalles específicos parece haber dado lugar a que la mayoría de los cromosomas humanos sean identificados como potenciales portadores de los genes del autismo, con revisiones relevantes que suelen concluir: «Muchos equipos de investigación han buscado los genes que podrían estar involucrados. Aún no se ha encontrado ningún candidato principal, sólo docenas, tal vez cientos de factores secundarios posibles» (Hughes, 2012) y «con la llegada de la próxima generación de técnicas de secuenciación, el número de genes que se encuentran asociados con el TEA está aumentando a más de 800 genes; por consiguiente, se está volviendo aún más difícil encontrar explicaciones unificadas y asociaciones funcionales entre los genes implicados» (Al-jawahiri and Milne, 2017). En lugar de afrontar la posibilidad de que los genes no se manifiesten debido a que no estén ahí, estamos entrando en una era en la que múltiples equipos de investigación se unen para crear bancos de «grandes datos» con la esperanza de que estos puedan mostrar pequeñas asociaciones. Es duro confrontar la posibilidad de que esta masa de dinero gastado en la investigación haya supuesto un esfuerzo inútil.

La alta proporción de varones sobre mujeres en los diagnósticos de TEA también supone un problema para las teorías genéticas. Los mecanismos genéticos deben tener esto en cuenta (como que el autismo se transmitiría a través del cromosoma X) y hasta ahora ningún estudio de genética molecular ha encontrado una vinculación con los cromosomas X o Y.

El cientificismo en la neuroimagen del autismo

Una consideración importante a tener en cuenta en cualquier análisis de perfiles de neuroimagen es la de la «neuroplasticidad». Esto hace referencia a la capacidad notable del sistema nervioso (particularmente en los niños) para crecer y cambiar en respuesta a los estímulos ambientales. La notable plasticidad del cerebro humano dificulta la determinación precisa de la causa y el efecto cuando los individuos con experiencias vitales distintas muestran posteriormente lo que parecen ser diferencias en la estructura o funcionamiento neurológico. Este inconveniente dificulta que los investigadores «incluyan» las anomalías conductuales en categorías neurológicamente válidas y clínicamente significativas. Así, las diferencias neuroanatómicas y funcionales podrían ser el resultado de factores ambientales que afectan el desarrollo cerebral (como el trauma psicológico), las tasas de maduración diferencial y las variaciones resultantes de la heterogeneidad en la muestra (por ejemplo, los efectos de factores de confusión como la capacidad intelectual).

Sin embargo, el mayor problema para los estudios de autismo, como con el TDAH, procede de la falta de hallazgos repetidos de forma consistente. Esta constante inconsistencia plaga la investigación en esta área. Por ejemplo, hay estudios centrados en el cerebelo que han documentado un aumento en el volumen cerebeloso entre los niños diagnosticados con un TEA, mientras que otros han encontrado volúmenes cerebelosos más pequeños que el promedio, y, sin embargo, otros no han mostrado diferencias significativas. De forma similar, los estudios sobre la amígdala han encontrado amplias inconsistencias, incluyendo algunos estudios que encontraron diferencias significativas en el volumen y otros que no encontraron diferencias. Se han hallado inconsistencias similares en el grosor cortical, con diferencias que a menudo se vuelven insignificantes una vez que se ha controlado el nivel de capacidad intelectual, etc.

La realidad confusa y contradictoria de la investigación del autismo del cerebro fue ilustrada claramente para mí cuando participé en un debate sobre el autismo con un colega en un acto académico en marzo del año pasado (2017). Cada uno de nosotros tuvo que presentar documentos que apoyaban nuestra opinión. El colega con el que estaba debatiendo piensa que el autismo es un «reconocido» trastorno del sistema nervioso y que con suficiente investigación descubriremos su base neurológica. Estos son los tres documentos que presentó:

  1. «The emerging picture of autism spectrum disorder: genetics and pathology» (La imagen emergente del trastorno del espectro autista: genética y patología), un documento de Chen y sus colegas de 2015. Este trabajo sugiere que la investigación apunta a un papel primario del sistema límbico y el cerebelo, en los TEA.
  2. «Neuroimaging in autism spectrum disorder: brain structure and function across the lifespan» (Neuroimagen en el trastorno del espectro autista: estructura y función cerebral a lo largo de la vida), un trabajo de Ecker et al., de 2015. Este trabajo se centra sobre los lóbulos frontales y temporales y la corteza cerebral como las principales localizaciones de interés.
  3. «Autistic spectrum disorders: A review of clinical features, theories and diagnosis» (Trastornos del espectro autista: una revisión de las características clínicas, teorías y diagnóstico), un documento de Fakhoury de 2015. Este artículo se centra como tema principal del TEA en el equilibrio de las sinapsis excitatorias e inhibidoras.

Es un completo caos. No surge ningún aspecto común en estas tres revisiones de investigación en el «estado de la cuestión». Las teorías van y vienen y nadie tiene la clave de qué, cómo o dónde se encuentra esta aparente anomalía del neurodesarrollo. En ninguno de los tres artículos hubo indicios de un intento razonable de controlar, o incluso mencionar, la discapacidad intelectual como un posible factor que contribuya a las diferencias encontradas en los estudios. Recientemente al final algunos investigadores renunciaron a la idea de que encontrarán algo. Un artículo de 2016 titulado «ASD validity» (validez del TEA), que incluye entre sus autores al renombrado investigador en autismo Christopher Gillberg, concluye: «Los hallazgos revisados indican que el diagnóstico del TEA carece de validez biológica y de constructor», y recomiendan la disolución de los diagnósticos del TEA como base para la investigación. Lamentablemente, en su lugar, sugieren un constructo de desarrollo neurológico más amplio. Ninguna de estas pruebas (o más bien la falta de ellas) parece tener el más mínimo impacto en el continuo incremento de quienes reciben la etiqueta de TEA o sobre la suposición de que existe una cosa natural llamada autismo.

El cientificismo define lo que es el autismo

En la actualidad, el mismo síndrome definido conductualmente (TEA) se adjudica a los residentes en instituciones con poca esperanza de vivir independientemente y a una larga lista de los más grandes y genios, como Mozart, Van Gogh, Edison, Darwin, todos los cuales, junto con muchos otros, han sido diagnosticados retrospectivamente con TEA (simplemente escriba «personas famosas con autismo» en Google). Desde la perspectiva del «déficit», éste incluye a todo el espectro humano, lo que sugiere que el TEA, tal como se define actualmente, es demasiado amplio para tener características significativas, más allá de tal vez algún grado de incomodidad social.

Este problema de incluir un vasto repertorio de conductas y niveles de funcionamiento que pueden conducir a un diagnóstico se conoce como el problema de la «heterogeneidad». No sólo los aspectos «centrales», como las dificultades en la comunicación social, tienen un gran solapamiento con personas que no se considerarían a sí mismas con un «trastorno», sino que el autismo como estado mental (referido al uso original de Bleuler del término autismo para denotar un estado de retraimiento social) y los elementos de los síntomas del autismo como rasgos son frecuentes en una variedad de diagnósticos de salud mental, desde el TDAH hasta la depresión y desde la ansiedad hasta la psicosis. La heterogeneidad es ampliamente aceptada como un tema en las «principales» publicaciones sobre el autismo. Sin embargo, lejos de ver esto como un problema importante respecto a la validez del concepto, a menudo se explica como el reflejo de la «complejidad» del autismo. Esto lleva a la ridícula situación en la que un consultor en una conferencia hablaba con orgullo de los primeros 100 pacientes a los que habían diagnosticado de TEA en su nueva clínica nacional y de cómo «si colocabas a esas 100 personas juntas en una habitación y les hablabas, habría dificultades para ver lo que tenían en común». Esto se propuso para explicar lo variado que es el TEA en la gente real, pero la inutilidad y la perplejidad (simplemente desde el punto de vista del sentido común, por no decir del científico) de dar a las personas que tenían poco en común la misma etiqueta parecía perderse para este consultor (y tristemente para la mayoría de los profesionales de la industria del autismo).

Dondequiera que se mire, lo que resulta evidente es una heterogeneidad y una falta de claridad conceptual sobre lo que es el autismo. Esta confusión es patente cuando se examinan los «criterios diagnósticos» para otros «diagnósticos» frecuentes. Por ejemplo, en los «trastornos de conducta» se puede encontrar «la incapacidad de establecer vínculos con los compañeros y el egocentrismo, que se manifiesta en la disposición a manipular a otros para obtener ventajas sin ningún esfuerzo por corresponder, junto a una falta general de sentimientos hacia los demás». Esta descripción tiene (podría decirse) un parecido más próximo a las descripciones de los casos sobre los que Hans Asperger escribió que a los casos de Lorna Wing (discutidos antes). Se asume que una de las características centrales del espectro autista es la falta de empatía, un déficit que se cree que causa dificultades duraderas en las interacciones sociales. ¿Cómo se puede diferenciar este tipo de «falta de empatía» de la falta de empatía que se encuentra en el trastorno de conducta o, de hecho, en el «trastorno de personalidad»? Otros «trastornos» como el «trastorno del apego» también describen a niños que carecen de empatía y tienen patrones disfuncionales de interacción social. Sin embargo, en ausencia de pruebas sólidas sobre la etiología del autismo, la distinción entre disfunción social en el contexto del trastorno de la conducta, el trastorno del apego o el TEA se convierte en poco más que una cuestión semántica asociada a la opinión subjetiva de quien realiza el diagnóstico. Esta confusión del cruce de síntomas no se limita a los trastornos de conducta y del apego, sino que abarca potencialmente a todo el espectro de los diagnósticos psiquiátricos.

Tomemos por ejemplo el «síntoma» de las «conductas restrictivas y repetitivas». Hay versiones de ello en los criterios que describen el Trastorno Obsesivo Compulsivo, el Trastorno de la Personalidad Obsesiva, el Trastorno Esquizoide de la Personalidad, el TDAH (como en los juegos de ordenador), la depresión (preocupación mórbida por aspectos negativos), los trastornos alimenticios (fijación con la comida y/o el peso), etc. Más allá de los manuales y los síntomas medicalizados, también se puede encontrar lo siguiente: la mayoría de los hombres (por ejemplo, con el fútbol), los deportistas (con sus regímenes deportivos y de entrenamiento) y la humanidad en general tienen un interés obsesivo en una esfera restringida, es algo característico no sólo de un estado de ánimo deprimido sino también de la aplicación necesaria para el descubrimiento y la exploración. Por lo tanto, las personas de más éxito tienen la capacidad de «fijarse» en su área de interés/habilidad.

¿Qué ocurre con el síntoma de «falta de empatía»? Se puede encontrar en muchos diagnósticos formales, tales como depresión, trastorno de conducta, psicosis, TDAH, trastornos de personalidad, trastorno del apego, etc. También puede surgir como el resultado de una falta de confianza en sí mismo en las situaciones sociales. De hecho, cualquier experiencia asociada a la preocupación sobre los propios problemas tiende a reducir el interés por la vida y los intereses de otras personas. El alcance de que uno puede fingir interés en todos los temas o empatizar con todos los problemas es limitado. A medida que aumentan las expectativas de empatía social (por ejemplo, en la escuela y en el lugar de trabajo), puede parecer que hay más personas que carecen de esta capacidad. Los malos resultados percibidos o el sentimiento de inferioridad en una cultura competitiva pueden llevar a la gente a distanciarse de una serie de intereses comunes, etc.

Por lo tanto, aquello que se considera como síntomas primarios de TEA, como la «falta de empatía» y los «comportamientos restrictivos y repetitivos», no se pueden considerar como una patología o diferencia individual aislada, sin una comprensión del contexto en el que surgen. Cuando se empieza a cavar alrededor del sotobosque que construye nuestra idea del autismo, se hace evidente que hay poca profundidad; que nada puede arraigar allí de forma realista. No resulta sorprendente que todo lo que tenemos es cientificismo, que sustenta el autismo como un concepto. Si no podemos encontrar ningún límite para mantener la cohesión del concepto, aunque sea vago, ¿cómo podemos esperar hallar correlaciones o marcadores biológicos? La razón por la que no podemos encontrarlos es muy obvia. Entonces, según la ciencia verdadera, el autismo debe ser considerado como un hecho cultural, no como un hecho natural.

El autismo tiene su fecha de caducidad pasada

Creo que el concepto de autismo y el TEA, al igual que el TDAH, no es sólo un ejemplo del cientificismo desenfrenado que ha colonizado el campo de la psiquiatría y la psicología, sino que además, debemos dejar de utilizarlos. Al menos tenemos que dejar de denominarlos y pensar en ellos como «diagnósticos» (algo con un poder explicativo).

Me complace que haya crecido un movimiento para recuperar algo del sentido de la autoestima que se perdió con el paradigma del «trastorno» autista. Sin embargo, no creo que el movimiento de la neurodiversidad pueda conducir al tipo de cambio en el que pienso. Mientras que algunos podrían afirmar que la creación de las categorías alternativas de «neurotípico» y «neurodiverso» es una liberación ingeniosa de los medicina patologizante, todavía perpetúa las dinámicas de «nosotros» y «ellos» y cristaliza más aún la individualización que alimenta la política neoliberal. Reemplaza la mercantilización abierta del autismo como trastorno por la mercantilización desde el ámbito de la neuroidentidad. Como ya he comentado antes, no hay un aspecto «neuro» caracterizado y medible en este terreno. A aquellos que creen que este se ha encontrado se les ha vendido una mentira. Sencillamente, todos somos (la humanidad) neurodiversos.

El autismo es parte del paradigma de medicalizar, patologizar e individualizar que sirve tan bien a la política y la economía neoliberal. Los contextos opresivos e inseguros que las personas, las familias y las comunidades deben soportar en la tentativa de alcanzar las capacidades empresariales, competitivas, eficientes, emocionalmente inteligentes (para venderse a sí mismos o a los servicios, o para manipular ingeniosamente a otros) para ser consideradas «normales», significa que cuando los individuos no pueden seguir el ritmo, nuestros constructos sociales pueden culpar a su ser interior de este fracaso percibido. El autismo es uno de esos déficits que se pueden nombrar, se le puede dar una insignia «científica» (cientificista) y se puede comercializar. La atención se centra entonces en la persona «fracasada», que puede ser «apoyada/tratada», y el contexto social más amplio se libera de un examen más profundo. Además, los políticos, los burócratas, las organizaciones benéficas y los políticos pueden parecer que realmente se preocupan cuando hablan con simpatía de las personas afectadas por esta discapacidad y de cómo están ayudando y apoyando a estas personas.

Pero, ¿a qué costo seguimos ensanchando y ensanchando el margen del TEA? ¿Quién ha examinado los datos de lo que les sucede a las personas atrapadas en esta red? ¿Dónde está la evidencia de que un diagnóstico mejora los resultados en el mundo real para los diagnosticados? ¿Por qué no estamos investigando esta cuestión básica? ¿Cuántos son alertados sobre los posibles resultados negativos asociados a un diagnóstico? Sé, por ejemplo, que ciertas profesiones no aceptarán a nadie que tenga un diagnóstico de TEA, pero no sé cuánto se ha podido extender este tema. En un informe reciente sobre los trastornos del «neurodesarrollo» y los servicios en el área donde trabajo, leí que «el 15% de los adultos con un trastorno del espectro autista tienen un empleo a tiempo completo». No sé qué significa esto, pero me parece una estadística preocupante. Las etiquetas llevan asociaciones y estereotipos que pocos de nosotros podemos alcanzar a vislumbrar. ¿Cuántos de nosotros dejamos de ver y tratar de conocer a «Jane» (o a quien sea) cuando nos dicen que «tiene autismo»?

Entiendo que muchos han encontrado útil el acto de «designar». Los padres pueden ser capaces de tener una nueva simpatía por sus hijos y los adultos pueden sentir que algo en su vida tiene sentido ahora. ¿Pero a qué precio? ¿Cuánto tiempo duran estas sensaciones iniciales de alivio? ¿Qué es lo que falta en la narrativa de esa persona cuando se utiliza una etiqueta que no puede explicar? Me preocupan estas preguntas y también el que nunca se hagan en la literatura habitual sobre el tema. Me preocupa el potencial de un tipo de violencia sutil que se puede infligir a alguien designado así, que puede limitarle a sí mismo y sus creencias, las de su familia y las de toda una serie de personas, sobre lo que pueden y no pueden hacer, de aquello que necesitan ser protegidos y de lo que no. Me preocupa cómo el tener la etiqueta de autismo proporciona un tipo de esperanza cruel. Los padres pueden sentir que ahora se entiende algo, y que los «expertos» sabrán qué hacer para ayudar. A medida que los días, meses y años pasan y se acumulan los asuntos que no mejoran, ¿qué hacen los padres con los sentimientos sobre su «hijo con trastorno» y su «autismo»? Estos son los tipos de dilemas que veo de forma habitual en mi consulta.

En mi práctica a menudo me encuentro con familias que han tenido un hijo diagnosticado de autismo, donde las cosas no han mejorado, donde los padres se sienten desempoderados porque creen que no pueden tener la «experticia» para saber qué hacer y no pueden encontrar a los «expertos» que la tienen. Me encuentro regularmente con jóvenes cuyos propios dilemas no se han escuchado plenamente, sobre los que se supone que sienten de una manera similar a ellos, «ya que son autistas». Para algunas personas, el TEA es un ticket de reconocimiento, que les da acceso a tener apoyos para el aprendizaje (por ejemplo), que podría ser útil para otros niños a los que se les niega este apoyo porque no tienen «autismo». Pero también veo ejemplos frecuentes en los que una etiqueta de autismo excluye a los niños que podrían encontrar útiles ciertos estímulos porque, por ejemplo, su ansiedad social se debe a que tienen autismo y, por lo tanto, no hay nada que podamos hacer al respecto.

Por lo tanto, mi consejo a todos los profesionales es el de tratar de no dar al diagnóstico ninguna posición privilegiada en el tratamiento. Tenga en cuenta en lo que aquellos con los que está trabajando quieren ver cambios y trabaje hacia ello de forma colaborativa, como lo haría con cualquier otra persona o familia. El autismo, como cualquier otro «diagnóstico» psiquiátrico, no es un diagnóstico. No tiene poder explicativo y, por lo tanto, no puede indicar lo que resultará útil o no para un individuo, una familia o una comunidad en particular.

Sami Timimi, MD

No More Psychiatric Labels – No más etiquetas psiquiátricas: Psiquiatra de infantil y juvenil, Sami Timimi escribe sobre el movimiento Critical Psychiatry –Psiquiatría Crítica–, una red internacional de médicos (principalmente psiquiatras) que critican la práctica habitual en salud mental y esperan reformarla.


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