De chica me costó comprender el mundo de los grandes, era más lo que me impresionaban, en casi todo orden, que lo que me hacían sentir protegida y acompañada. Dicen que a los niños les hace falta ese marco de contención que los adultos procuran, no sé si es verdad o mentira, a veces se repiten tantas cosas sin pensar que, no sería raro que esta sea una más para cuestionar.

 

Yo pequeña, invisible, miraba desde el suelo a los adultos del momento con sus cuerpos enormes, sus voces, sus rostros arrugados, la mirada rara, llena de sombras, de vacíos, ojos como huecos insondables, con a veces un extraño torbellino que hoy puedo identificar como locura, pero que, de chica eran como un reflejo de los muertos.

Yo sabía de los muertos porque mi madre me llevaba con ella al cementerio, ella todos los domingos llevaba flores al panteón de sus ancestros, lloraba a su madre y limpiaba, cambiaba el agua de los floreros, acomodaba flores frescas, como si ahí estuvieran necesitando un poco más de vida, de alegría. Así era ella, dramática y optimista.

Después mi madre me llevaba de recorrida por otras tumbas de sus amistades ya desaparecidas y ella, se persignaba, acomodaba algunas flores y rezaba. Algo raro en ella que creía más en sí misma que en nada. Imagino que la muerte a mi madre la volvía pequeña, pequeña e indefensa y, al mismo tiempo, grande, adulta, seria, resentida por todo lo que le había arrebatado la vida llevándose a sus seres más queridos.

 

Supe que mi madre lloró mucho a la suya cuando le faltó, la extrañaba. Mi abuela desapareció para la vida desconectándose el cerebro por un derrame según dijeron los médicos, yo pienso que mi abuela había sufrido tanto dejando su tierra natal en otro país, había perdido tantos seres queridos en la guerra, sufrió tanto el viaje en barco para América y las barracas donde los alojaron que, prefirió olvidar todo de golpe y se fabricó un charco de sangre en su cabeza, para poder ahogarse.

Mi madre no entendió la estrategia del charco de mi abuela y, prefirió pensar que su madre la había abandonado porque ella la abandonó primero al casarse y alejarse en un viaje romántico con su flamante marido, fueron a la cordillera cerca de la montaña, con mi padre. Quizá ya intuían los dos que necesitarían de la fuerza de la montaña y de la bendición de la tierra para poder sostenerse.

Creo que así como los niños no entienden las acciones de los adultos y, las guardan como imágenes, las personas no terminamos nunca de comprender bien las acciones de otras personas, no tenemos conceptos claros acerca de lo actuado, más bien las interpretamos según las culpas que tengamos, las formateamos para cumplir con algún mandato, decreto o conveniencia interna.

 

Hoy pienso que las deudas del amor son las más caras de pagar, ningún billete ni capital las compensa, siempre son deudas hasta que, alguna vida se entrega para saldar la asimetría generada por cualquier desamor. Creo que mi madre se llenó de culpa por su casamiento, su acto de amor fue condenado por la pérdida inmediata de su amada madre apenas ella casada.

Creo que mi madre, débil por aniñada y fuerte por obligación, sacó fuerza de alguna esperanza y, accedió a cumplir con la vida.

Un mes más tarde de su casamiento con mi padre y de la simultánea muerte de su madre, se decidió por la vida y, el milagro que suele asombrar dando tristeza o alegría según la circunstancia por la que se transita, se materializó en embarazo ¿quién venía al mundo en un ambiente de pérdida y dolor? Mi hermano, mi amado hermano, pequeño y grande, incomprensible, inadaptable a tanta desdicha que, desde entonces, usó la violencia para revelarse, para que dejen de herirlo con las deudas ajenas.

Yo no había nacido aún y él ya estaba cumpliendo su condena que se le volvería casi eterna, la de ser la alegría de su vieja, la de ser más fuerte que su padre que ya era fuerte como un jabalí, la de ser el nieto de un sobreviviente de la primer guerra mundial, la gran guerra, esa sí que dio que hablar y que callar, como todas las guerras, aunque ninguna sea igual.

Ese padre que mi hermano tuvo, también fue mi padre cuatro años más tarde y crecimos así con mi hermano mayor, con la culpa de haber nacido, con la alegría de haber sido engendrados para dar alguna alegría, con la sombra de los muertos que acechaban nuestra dicha por todos lados. Mi padre el que era fuerte como un jabalí, no era la primera vez que se casaba, mi madre era el segundo intento de una felicidad que pareciera que siempre se le escurría. Sí, para algunos adultos la felicidad se torna esquiva. Eso siempre es así.

El que era fuerte como un jabalí, tenía un hijo previo a mi madre, a mi hermano y, a mí. Un primogénito nacido de un amor intenso y deseado, pero que por razones confusas, el chico creció un poco olvidado por sus padres, mi hermanastro estaba y existía pero no se lo nombraba. Vivía en otra provincia, tenía otra madre y, lo que teníamos en común con él, era mi padre.

 

A mi hermanastro nos lo presentaron cuando ya fuimos más grandes para comprender, no sé qué es lo que se necesita comprender para acoger a otro hermano pero, el mundo de los grandes es raro, ya lo dije al comienzo y lo sostengo aún hoy, que ya he crecido y tengo forma de adulta, pero no, yo sé que no lo soy.

Mi hermano se debatió desde temprano entre varios roles: el de hijo primogénito de un matrimonio, aunque no era de verdad primogénito, ya una sombra lo acosaba desde pequeño. Antes que él de mi padre otra semilla había brotado, vaya desengaño enterarse años más tarde del evento. La dicha de la madre que le dio el nieto varón al abuelo extranjero, al sobreviviente. A mi hermano le pusieron el nombre del abuelo, del padre de mi madre, ¡que honor y que condena! si Dios existiera pienso que tendría corregir esto.

 

Aunque no parezca claro, es claro que cuando murió mi padre el que era fuerte como un jabalí, porque los fuertes también se mueren y, que cuando al año murió el héroe sobreviviente de la guerra, mi querido abuelo, mi hermano que portaba con honores su nombre creyó que tenía que cuidar de la tierra de mi abuelo, de su hija que era su madre, y acompañarla como si fuera el esposo de ella, aunque no lo fuera.

Mientras mi amado hermano cumplía todos sus roles con mucho esfuerzo y sobrellevando miserias emocionales, físicas y materiales de esa época, yo crecía a un costado, mirando, recibiendo algunos golpes, sirviendo, tratando de ser buena aunque a veces no pudiera.

 

Tuve una hermana añadida que no era hermana real, era de esas personas que llegan a la familia y la familia las adopta, con ella nos entendíamos, quizá porque compartíamos la misma orfandad. Ella me enseñó a callar y a cabalgar, a entender sin preguntar, la fuerza indígena la recorría y, yo desde mi necesidad de entender esa otra vida tan distinta a la mía, me mantenía cerca, aprendiendo sin esfuerzo el cómo vivir sirviendo y, sin morir en el intento.

Tuve varios hermanos que no fueron de sangre, uno fue Víctor que ayudaba a mi madre cuando yo era muy pequeña, y después Victoria que llegó más tarde, cuando yo ya iba al colegio. Murieron los dos, cada uno por su lado, uno a puñal por la espalda, y la otra desbarrancada en un acantilado.

Mi hermanastro también se fue después de un cumpleaños, eso no fue hace tanto, entre invierno y primavera abandonó la carrera, mientras, yo ahí, representando con mi energía femenina al que era fuerte como un jabalí.

Ahora todos aquellos que fueron origen, drama, enfermedad y remedio, ya partieron, mi madre también se fue, hace muy poco tiempo.

 

Quedamos mi hermano y yo, para seguir otro rato, aunque ya estemos cansados y se nos note a los dos. Mi amado hermano que tanto trabajo interno me dio, el que con su conducta extraña para mi me empujó a conocer el mundo y otras maneras de vida, el que con su conducta ejemplar en cuanto a lo familiar, procuró mantener a su madre con vida dejándose él cuidar.

Mi hermano cuidó la casa, la tierra, la idea de familia, cuidó como pudo y cuánto pudo a todo lo que se le cruzó y así quedó, un poco enajenado de la vida, cansado, con el abatimiento del que necesita amar pero no tiene a quién y, que no tiene en quién confiar. El se hizo amigo de Dios, se lo presentaron o lo encontró, no sé bien como ocurrió pero, prefiero no saber, no es mi interés hurgar en ninguna intimidad y, creo que ese tema de Dios es un asunto privado y de callar.

Sabio el amor, sabia la vida y, acá estoy yo, sin mucha sabiduría pero, de tanto observar y observar, he aprendido a mirar, y muy de a poco, voy a aprendiendo a hablar. Solo me queda apostar a lo que me quede de vida.

De tanto callar la historia casi se me olvida aclarar que, de mi hermano el ejemplar, aprendí a amar la vida y, a respetar el origen, aprendí muchas otras cosas más y, una fundamental, cómo cuidar lo que hay.

Espero que el Dios de él, le de muchos años de vida, porque él tiene el don natural de dar a la gente alegría. Aunque yo no crea en Dios de todas formas le pido que nos bendiga la vida.

 

[Este texto nos llegó al correo [email protected] para ser publicado como aportación desde la experiencia en primera persona de la autora.]

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