Nosotras somos las personas invisibles, las especiales que requieren de atención individualizada y grupos de ayuda mutua. Vivimos esta realidad en verde a la que en pocas ocasiones alguien se asoma. Ni la administración pública, que debería responder a los intereses de toda la ciudadanía, nos mira de frente; la inversión (que no gasto) ha ido disminuyendo en el área que nos ocupa (y nos preocupa). Las personas invisibles estamos silenciadas por nuestro diagnóstico en salud mental.

En este territorio al que decimos pertenecer, la Unión Europea- supuesto lugar de progreso y modernidad-, la media de profesionales de la salud mental es de 18 por cada 100.000 habitantes. Mirando para España, la cifra es de 4 por 100.000. La Confederación de la Salud Mental en nuestro país es bien contundente y clara; la salud mental es la hermana pobre del sistema sanitario español.

Nos encontramos pues con un proceso de invisibilización, una discriminación de carácter estructural que empieza con el retraso de las visitas a psicólogos y/o psiquiatras públicos (en ocasiones de hasta tres y cuatro meses de espera) y sigue con el solapamiento contradictorio del cuadro clínico de la persona, lo cual le puede llevar no solo a la perplejidad, sino también a la culpa y el malestar de no conocer los orígenes de su estado. El profesional, sentado en su majestuoso sillón, muchas veces dictamina, juzga e incluso pone en duda a quien tiene enfrente y pasa por un malestar psicológico/psíquico importante.

Recuerdo una ocasión donde se me dijo que el mercado laboral iba a curar una esquizofrenia diagnosticada desde los 21 años. La esperanza del profesional puesta en un sistema basado en lo productivo se me antojó preocupante y un obstáculo para nosotras, las personas invisibles que habitamos este mundo verde, fácilmente señalado pero pocas veces comprendido.

Los recortes en sanidad vienen dándose en los últimos tiempos, haciéndose más significativos desde el año 2009. Tal es así que Amnistía Internacional considera que ello provoca un deterioro en el bienestar de las personas con rentas bajas, personas con enfermedades crónicas, personas mayores, personas con discapacidad y personas en tratamiento de salud mental.

Una vez más tienen que venir de fuera para subrayar las enormes fallas de nuestro sistema tectónico sanitario, lo que nos debería llevar a una reflexión colectiva y a un conjunto de acciones que movilicen a los burócratas, profesionales, medios de comunicación (incluidas las redes sociales, con gran alcance en la actualidad), familiares, amistades y todo el entorno de las personas con sufrimiento psicológico/psíquico.

Quienes teóricamente nos representan bien podrían llamarse “Nada”, como el libro de la gran Carmen Laforet. Saben que habitamos los márgenes y pretenden que sigamos ahí, con nuestras familias y amistades sufriendo, padeciendo en medio de un atronador y acusatorio silencio.

Aun así, y aunque no lo pueda parecer por mis palabras, hay esperanza en medio de tanto desierto. El asociacionismo, la militancia activa, la presencia en medios (los tradicionales y los tecnológicos), las manifestaciones, reivindicaciones y celebraciones de fechas (como el 10 de octubre, día mundial en defensa de la salud mental) nos permiten luchar contra el estigma, y, por qué no reconocerlo, contra el auto-estigma. También suponen espacios a favor de nuestra visibilización, contribuyendo a la sociedad, abriendo caminos de ida y vuelta, de doble dirección, que mejoren nuestro presente y nuestro futuro. Considero que necesitamos hacer un ejercicio para reafirmarnos, invitando al resto de mundos a nuestro mundo verde, un mundo del que solo se ha difundido una imagen distorsionada de los momentos en los que nos rompemos dejando fuera del relato, la realidad de todo lo que somos.

En mi caso la institucionalización del diagnóstico trajo consigo la discontinuidad en el tratamiento, la negación familiar a la realidad, la medicalización sistemática de todo el trayecto vital con control sanitario, sin recibir la suficiente pedagogía en el ámbito doméstico parental, la explosión de dos brotes y el internamiento.

Un extraño creció dentro de mí hasta que pude llegar a conocerlo, tratar con él, hablar con él, dormir con él. Pasé de sentir a mi familia como un chivo expiatorio de todas las situaciones conspiranoicas que me ocurrían (reales y/o supuestas) a poder expresarme gracias a buenos profesionales y buenas amistades. Abracé la esperanza. Había gente que me quería pero que no disponían de herramientas para lidiar con una situación totalmente desconocida. El tiempo, la información, el encontrar mi propia voz, no solo me ayudó a mí, sino a esa gente que deseaba acompañarme y no sabía cómo.

Siempre queda una grieta en medio del vergel por la que crecer. Albert Espinosa bautiza su experiencia con el cáncer como “Mundo amarillo”  en un libro donde, a pesar de todo, transmite vitalismo. Yo bautizo mi realidad como “Mundo verde” para narrar mi experiencia con la esquizofrenia y más ampliamente con las enfermedades mentales. Mi grieta, el  verde, color de la esperanza y de la madre tierra, envía un mensaje de empoderamiento y sentido crítico a todas las personas que han pasado, pasan o pasarán por algún tipo de sufrimiento psicológico/psíquico.

Como Albert Espinosa guardamos anhelos, sinsabores, frustraciones, que nos urgen abrazar, identificar y analizar, para coexistir con las demás personas y existir con nosotras mismas. Somos esas que están fuera de los esquemas normativos de una sociedad plagada de modelos sobre cómo ser. Ante este panorama, es importante posicionarnos y entregar nuestras fuerzas por este mundo de mundos, con colores diferentes, que no son ninguna amenaza sino muchas posibilidades. El sistema público tiene que girarse y mirarnos dejando de lado todas esas excusas de burócratas y profesionales expertos de la “nada”.

No vamos a engañarnos, es complicado, tenemos delante mucho trabajo, pero sigo creyendo en esa grieta, en mí como persona que desea visibilizarse mostrando este mundo verde que hay que escuchar, sin prisas, sin palabras enrevesadas basadas en juicios moralistas.

 

Nota del autor: El color verde viene usándose como símbolo de la salud mental.

José Miguel Blanco Pérez
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