Si el concepto de salud es algo que trasciende a la ausencia de enfermedad y tiene que ver con cómo nos percibimos, cómo nos relacionamos, y cómo vivimos en común, podemos reflexionar que no todo lo que lo atraviese será sanitario. Esta conceptualización conecta tanto con el cuerpo como con nuestra subjetividad y nuestros contextos.
Paula tiene 39 años, está separada, tiene dos hijas de 15 y siete años. No trabaja y hace tiempo que se le acabó la prestación por desempleo. Cobra la renta mínima de inserción, que son algo más de 500 euros con los que se mantienen las tres. Lleva unos seis meses sin pagar el alquiler, y le ha llegado una carta de aviso de desahucio. Siente angustia, palpitaciones, ganas de sentarse en un rincón y llorar. Pasa las noches despierta mirando a la puerta mientras sus hijas duermen por si vienen a por ellas. Cualquier ruido la sobresalta y dice que grita sin motivo. No ve salida a su situación.
Según el DSM-V (la clasificación de diagnósticos psiquiátricos que se usa en la actualidad) después de dos semanas con estos síntomas Paula podrá recibir un diagnóstico de trastorno ansioso-depresivo. Este marco teórico se centra en describir enfermedades basándose en la confluencia de determinados síntomas en una persona, durante un período de tiempo que cada vez es más corto. Y mirando la realidad de Paula por esta mirilla, es el sistema quien nombra su sufrimiento como algo interno e individual, y por tanto le ofrece formas de controlarlo sanitariamente; es decir, psicoterapia, o fármacos antidepresivos y ansiolíticos, o ambas cosas.
Sin embargo, no hay evidencia científica con la que trazar una línea entre la angustia provocada por una situación vital difícil y la enfermedad tal y como la entendemos en medicina. Ni pruebas de que exista una base biológica para los trastornos mentales. Las clasificaciones que usamos se basan en consensos de expertos con una larga lista de conflictos de interés que deciden qué es psicológicamente normal y qué es patológico. Mientras, en la zona gris se encuentran los sufrimientos por el duelo, la soledad, la hiperactividad de los niños, la ansiedad por la incertidumbre vital. Pero dado que es improbable que Paula sufriese como lo hace si tuviera seguridad económica, un trabajo digno o una vivienda con la que contar, podríamos decir que el origen de su mal es más social que individual, y este enfoque del problema nos llevaría a buscar soluciones por derroteros muy distintos.
Decía el epidemiólogo Geoffrey Rose que, si los principales factores que determinan la salud son sociales, también deben serlo los remedios. Pero si Paula pide ayuda a un sistema sanitario debilitado por las mismas políticas neoliberales que la oprimen a ella, probablemente recibirá un marco de interpretación de su sufrimiento basado en modificar sus neurotransmisores cerebrales y en ayudarla a relajarse y gestionar sus emociones negativas. Cuanto más profundice en el sistema sanitario más le transmitimos que su problema es médico, que hay algo en ella que funciona mal y precisa de ayuda profesional para arreglarlo.
Pero estas intervenciones individuales y centradas en lo biológico no sólo tienen un coste en efectos secundarios y dependencia de fármacos y psicólogos. También corren el riesgo de generar sujetos bien adaptados a una sociedad enferma y cada vez más desigual, en lugar de utilizar su rabia como motor de cambio social y su miedo para buscar espacios en común.
Se plantea, y con razón, que la gente cada vez toma más psicofármacos: lo piden muchas personas que han perdido la tribu y la paciencia y desean estar bien ya, lo pide el mercado laboral que necesita trabajadores que mantengan la máquina en marcha, lo pide nuestra sociedad capitalista que enfoca la salud como un bien de consumo, lo piden titulares de periódicos y publicidades (poco) encubiertas, lo pide el ritmo implacable de nuestras vidas que no permite parar ni cuidar(se). Y profesionales con poco tiempo y una cola de sufrientes en la puerta extendemos la receta como mal menor, parche liberador de anestésicos que en el mejor de los casos genera un estado de ánimo que posibilita trabajar el cambio, y en el peor no sirve para nada, o incluso revictimiza a las personas.
También la atención psicológica que a menudo se nos presenta como alternativa a la pastilla corre el riesgo de caer en la sanitarización y puede no mejorar e incluso empeorar al paciente; por tanto, como cualquier intervención sanitaria es necesario valorar cuándo y cómo se lleva a cabo y hacerlo con prudencia y respetando el principio de primero, no hacer daño.
A Paula le duele su vida y eso afecta a su salud, pero las causas (y las causas de las causas) no son sanitarias. Quizás mientras trabajamos para caminar hacia una sociedad más justa donde se preste atención a los determinantes sociales de la salud haya que acompañar a personas como Paula también desde el sistema sanitario (porque en la sociedad en que vivimos la validación médica del sufrimiento tiene ventajas sociales y legales). Pero el nombre que acordamos ponerle a su experiencia tiene el enorme poder de configurar tanto los recursos disponibles como su sentido biográfico y el lugar social que este sufrimiento ocupa.
Especialmente en un contexto de recursos limitados, tenemos la obligación ética de preguntarnos dónde es más eficiente y equitativo ponerlos. Y para ello es necesaria una reflexión más allá del síntoma, donde se vean las raíces y el cuadro entero.
Este artículo fue publicado originalmente en la revista El Salto el 13 de diciembre de 2017.