En junio de 2018, el Centro para el Control de Enfermedades (CDC) manifestó que la tasa de suicidios en Estados Unidos aumentó en un 30% entre 1999 y 2016, y que los estadounidenses se suicidaban “más que nunca«. El CDC ha hecho sonar esta alarma desde hace varios años, y ha provocado titulares —siempre que presenta su informe anual— acerca de una «crisis de salud pública».
Estos son sólo algunos de los titulares que han aparecido:
- “La desatendida epidemia de suicidios”—The New Yorker
- “La epidemia invisible”—Baltimore Sun
- “De cómo el suicidio se transformó de forma silenciosa en una crisis de salud pública”—New York Times
- “La epidemia de suicidios de Estados Unidos es una crisis de seguridad nacional”—Foreign Policy
Aunque los reportajes de los medios de comunicación a veces suelen nombrar los factores sociales que pueden favorecer el suicidio, tales como el desempleo, el texto de los artículos con frecuencia hacen referencia a una crisis médica. «Los expertos en salud mental afirman que una evaluación de la salud mental podría ayudar a que las personas reciban un tratamiento antes de que la depresión sea grave», dijo Voice of America News, en un artículo acerca del informe del CDC. «Otras recomendaciones consisten en reducir el estigma social asociado a la enfermedad mental y conseguir que el tratamiento sea más accesible».
La American Foundation for Suicide Prevention —Fundación Americana para la Prevención del Suicidio—, que ha estado promoviendo programas de sensibilización acerca del suicidio desde finales de la década de 1980, se expresa de un modo similar, cuando dice que «el noventa por ciento de las personas que fallecen por suicidio tienen un trastorno mental en el momento de su muerte». El trastorno más común que se asocia al suicidio, según la Fundación, es «la depresión, una enfermedad que con demasiada frecuencia ni se diagnostica ni se trata». Aconseja a los periodistas que «trasmitan que los pensamientos y comportamientos suicidas pueden reducirse con la ayuda y el tratamiento de salud mental adecuado».
Desde luego este aumento de suicidios merece la atención social. Pero dado que se está dando en una época en la que un número cada vez mayor de personas reciben tratamiento de salud mental, resultan obvias algunas preguntas que necesitan investigarse, con la idea en mente de que es posible que nuestro enfoque social sobre la «prevención del suicidio» necesite variarse.
En concreto:
- ¿Está en realidad el suicidio en los Estados Unidos a un nivel «epidémico»? ¿O puede haber algo similar a la «propagación de enfermedades» en esas afirmaciones?
- ¿Qué sabemos de los factores de riesgo social que podrían explicar los cambios en la tasa de suicidios de los últimos cuarenta años?
- ¿Hay intereses gremiales y comerciales en las campañas de «prevención del suicidio»?
- ¿Hay pruebas de que las campañas de prevención del suicidio funcionan? ¿Un mayor acceso al tratamiento de salud mental significa reducir el suicidio?
- ¿Reducen los antidepresivos el riesgo de suicidio?
En definitiva, se necesita una inspección científica en torno al suicidio en la era del Prozac®. Se espera que la hacerlo se pueda ayudar mejor a nuestra sociedad a dar una respuesta «basada en la evidencia» a esta crisis de suicidios.
Los datos epidemiológicos
El Centro para el Control de las Enfermedades, fundado en 1946, ha estado dando las tasas de suicidios «ajustadas por edad» al menos desde 1950.(1) Una tasa «ajustada por edad» —a diferencia de una tasa bruta— tiene en cuenta el hecho de que el riesgo de suicidio aumenta a medida que las personas envejecen y, por lo tanto, a medida que la población envejece se espera que la tasa de suicidios aumente ligeramente.
La primera sorpresa en los datos del CDC es que la tasa ajustada por edad entre 1950 y 1985 permaneció relativamente estable. En 1950, era del 13,2 por cada 100.000 habitantes, y después, en los 35 años siguientes, la tasa varió mínimamente desde el 11,4 por cada 100.000 habitantes en 1957 hasta un máximo del 13,7 por cada 100.000 habitantes en 1977. La tasa osciló en gran parte entre el 12 y 13 por cada 100.000 habitantes en ese período de 35 años, cambiando ligeramente de un año a otro, puede que en parte asociada a la respuesta ante la salud de la economía.
La tasa de suicidio era el 12,8 por 100,000 en 1987, que fue el año en el que la FDA dio su aprobación al Prozac®. En los siguientes 13 años, la tasa bajó hasta el 10,4 por cada 100.000, siendo la más baja en los cincuenta años en los que el CDC dio las tasas ajustadas por edad.
Este descenso hizo que los psiquiatras estadounidenses principales afirmaran que el Prozac® y los otros ISRSs eran la causa probable de este descenso. Sin embargo, desde el año 2000, la tasa ha aumentado de forma constante, incluso a medida de que el uso de antidepresivos aumentaba. La tasa de suicidios alcanzó el 13,5 por cada 100.000 en 2016, algo superior a la de comienzos de la era del Prozac®, lo que hizo surgir las alarmas recientes acerca de esta «epidemia» oculta en nuestro entorno.
Aunque este examen histórico —al menos a primera vista— presenta un cuadro confuso sobre el posible impacto de los antidepresivos en las tasas de suicidios, se opone a la afirmación de que nuestra sociedad sufre una «epidemia» de suicidios.
Lo que vemos en los datos epidemiológicos es que actualmente la tasa de suicidios es sólo ligeramente superior a la de 1950 (en aquella época de calma), y no mucho más alta que en 1987, al comienzo de la era Prozac®. Por lo tanto, lo que realmente se necesita indagar son los factores de riesgo presentes en nuestra sociedad que puedan dar cuenta de los cambios en las tasas de suicidios.
¿Por qué descendió la tasa de suicidios de 1987 a 2000? ¿Existe un «factor de riesgo» identificable y que tenga un impacto así? ¿Y por qué se ha invertido el curso desde entonces? ¿Hay algún factor de riesgo que pueda estar impulsando la tasa al alza?
Si se pudieran hallar las respuestas a estas preguntas, entonces habría la posibilidad de que nuestra sociedad pudiera elaborar políticas sociales que redujeran los factores de riesgo de suicidio existentes. También nos ayudaría a evaluar si nuestro enfoque actual —que conceptualiza el pensamiento suicida como un síntoma de un trastorno mental que necesita tratarse, por lo general con un antidepresivo— resulta útil o, al contrario, puede impulsar tasas de suicidios más altas.
Factores de riesgo para el suicidio
Por supuesto hay muchos factores que contribuyen al suicidio, y la mayoría se puede describir a grandes rasgos como estrés y problemas personales: rupturas en las relaciones, divorcio, mala salud física, dificultades legales, problemas financieros, desempleo, pérdida de vivienda, abuso de sustancias, etc. Se trata de problemas que siempre están presentes en una sociedad, y afectan a un porcentaje de la población cada año, y que, naturalmente, pueden relacionarse con depresión y otras dificultades emocionales. Sin duda, esta es una de las razones por las que hay una “línea basal” constante en la tasa de suicidios de los últimos 70 años. La vida puede golpear de maneras diversas.
El desempleo es un indicador de las dificultades económicas, y hay algunas pruebas de que la tasa de suicidio aumenta y disminuye, en cierta medida, de acuerdo a los cambios en la tasa de paro. La tasa más alta de suicidios en Estados Unidos ocurrió en 1932, cuando la Gran Depresión estaba en su apogeo. A medida que la Depresión disminuyó, también lo hizo la tasa de suicidios.
Los años cincuenta y sesenta fueron, en su mayor parte, décadas de pleno empleo, con una tasa de paro que osciló entre el 4% y el 5%, por lo que cualquier cambio anual en la tasa de suicidio no se podía vincular a una dificultad económica significativa. Sin embargo, la tasa de desempleo subió a sus niveles más altos entre 1971 y 1985, variando del 4,9% al 9,7% en esos años, y la tasa anual de suicidio también fue mayor en ese período, alcanzando un máximo del 13,7 por 100.000 en 1977. (2)
El segundo factor de riesgo conocido para el suicidio es la tenencia de armas en el hogar, ya que la investigación ha encontrado que este factor tiene un impacto dramático en las tasas de suicidios. En una revisión de 14 estudios que analizó este factor de riesgo, unos investigadores de la Universidad de California, en San Francisco, concluyeron que las personas que viven en hogares con armas de fuego tienen una probabilidad tres veces mayor de morir mediante suicidio.
Sin embargo, este incremento del riesgo no se debe a que las personas que tienen acceso a las armas de fuego sean más suicidas de lo habitual, sino más bien a que el acceso a un arma aumenta la probabilidad de que un intento de suicidio sea letal. Esta es la razón por la que los hombres son tres veces más propensos a morir por suicidio que las mujeres, aunque las mujeres son más propensas a realizar intentos de suicidio. Los hombres tienden a usar un arma de fuego mucho más.
El efecto dramático que la posesión de armas de fuego tiene sobre la tasa de suicidios se puede observar de forma clara en la variación de los índices de suicidio en los estados. La tasa de suicidios en los cinco estados con las tasas más altas de tenencia de armas en el hogar es de dos a cinco veces más alta que en los cinco estados (incluyendo al Distrito de Columbia) con las tasas más bajas de tenencia de armas de fuego en el hogar.
Por lo tanto, el primer ámbito para inducir un cambio en un factor de riesgo que puede impactar sobre el cambio de las tasas de suicidios de 1987 a 2016 es la tenencia de armas en el hogar. El segundo sería los cambios en los niveles de desempleo, ya que puede ser un indicador de dificultades financieras.
Un período de disminución: 1987-2000
En 1987, cuando la tasa nacional de suicidio era el 12,8 por 100,000, el 46% de los hogares tenían un arma. Hubo un descenso drástico en la tenencia de armas de fuego en los siguientes 13 años, de tal forma que en el año 2000, solo el 32% de los hogares tenían un arma de fuego. Esto se tradujo en que el 14% de la población cambió de estar incluido en una categoría de alto riesgo de suicidio a estar en bajo riesgo de suicidio.
Aunque realizar un cálculo es algo problemático, pero en base al hecho de que las personas que viven en hogares con armas de fuego tienen un riesgo tres veces mayor de suicidio, el paso del 14% de la población a una situación de bajo riesgo podría reducir la tasa de suicidio en 11 puntos cada 100,000 personas en el año 2000, si todo lo demás siguiera igual. (Ver cálculo) (3).
Además, es muy probable que el descenso del paro tenga algún impacto en la tasa de suicidio. Disminuyó del 6,2% en 1987 al 4% en 2000, y, según un estudio de 2015 publicado en Lancet, se podría estimar que la tasa de suicidio se redujera un 0,5 más por cada 100,000 habitantes.
Basándose en los cambios de estos dos factores de riesgo, la tasa del año 2000 —si todo lo demás siguiera igual— era esperable una tasa en torno al 10,5 por cada 100.000 personas. En otras palabras, estos dos factores por sí solos podrían dar cuenta del descenso de la tasa de suicidio entre 1987 a 2000, mientras que el aumento del uso de antidepresivos, en vez de ser un agente causal del descenso, podría ser solo un factor acompañante.
2000 a 2016
Entre el 2000 a 2016, la tasa de suicidios aumentó del 10,4 por 100,000 al 13,5 por 100,000, con un incremento constante cada año. Sin embargo, este aumento no se puede explicar por los cambios en los factores de riesgo antes citados.
Entre el 2000 y 2016, el porcentaje de hogares con armas de fuego se mantuvo estable, en torno al 32%. No hubo cambios en este factor de riesgo.
En cuanto a los niveles de desempleo, se mantuvieron bastante bajos entre 2000 y 2008, se elevaron en 2009 y 2010 cuando se produjo la crisis económica, y luego descendieron de forma constante entre 2010 y 2016, y llegaron a bajar hasta el 4,9% en 2016. De hecho, como se observa en el cuadro siguiente, la tasa de suicidios aumentó independientemente de los cambios en la tasa de paro.
Por lo tanto, en 2016, el porcentaje de hogares con un arma de fuego era el mismo que en 2000. La tasa de desempleo era básicamente la misma también. Sin embargo, a pesar de que los factores de riesgo económicos y de tenencia de armas fueron similares en 2000 y 2016, la tasa de suicidios fue un 30% más alta en 2016 que en 2000.
Además, el aumento de los suicidios en estos 16 años tuvo lugar en todas las “edades, géneros, razas y etnias, como si un «factor de riesgo» de suicido invisible se hiciera presente de forma repentina.
Es en este periodo cuando los programas de prevención del suicidio han llegado a formar parte constante del panorama social. Estas campañas instan a las personas a recibir tratamiento, y esto contribuyó a un aumento continuo de la prescripción de antidepresivos. Se supone que estos programas harían descender las tasas de suicidio, pero debido a que los suicidios han aumentado, de forma paralela a la llegada de estas iniciativas, una pregunta obvia se centra en saber si las campañas de prevención del suicidio, que consideran el suicidio como un problema médico, podrían contribuir al aumento del 30% de los suicidios a partir del año 2000.
El crecimiento de los programas de prevención del suicidio
Aunque el primer «centro de prevención del suicidio» del país se creó en 1958, en Los Angeles, con fondos del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos, el énfasis del gobierno sobre el suicidio siguió siendo moderado durante los años setenta y ochenta. Entonces, en 1987, llegó el Prozac® al mercado, y fue en ese momento cuando la psiquiatría estadounidense se a promocionar este nuevo ISRS como un medicamento revolucionario para la depresión, y las familias que habían perdido a alguno de los suyos por suicidio formaron la American Foundation for Suicide Prevention (Fundación Americana para la Prevención del Suicidio). Tal como dice esta organización sin ánimo de lucro fue la «primera organización nacional dedicada a comprender y prevenir el suicidio mediante la investigación, la educación y la sensibilización». Es justo afirmar que esta organización es, más que ninguna otra, la que ha formado nuestro pensamiento social sobre el suicidio en las últimas dos décadas.
En sus primeros años, la Fundación tuvo éxito reclutando una junta asesora científica compuesta por psiquiatras académicos especializados en trastornos del estado de ánimo y, si bien este fue un logro organizativo que, desde una perspectiva comunitaria, tenía mucho sentido, abrió la puerta para que una mezcla de psiquiatras académicos y ejecutivos de empresas farmacéuticas asumieran el liderazgo intelectual y financiero de la organización. Esta era la misma «coalición» que demostró tener mucho éxito en vender antidepresivos ISRS, y las iniciativas de la Fundación para prevenir el suicidio pronto fueron una clase de complemento.
La llegada de los psiquiatras académicos a los puestos de liderazgo de la Fundación comenzó en 1989, cuando David Shaffer, catedrático de psiquiatría infantil en la Universidad de Columbia, recibió el premio de la Fundación a la investigación sobre el suicidio. Pronto lanzó su iniciativa Teen Screen, que buscaba evaluar a los adolescentes de todo el país en busca de indicios de depresión y pensamientos suicidas, y en el año 2000, justo cuando se iniciaba la implementación nacional de esa actividad, fue nombrado presidente de la Fundación Estadounidense para la Prevención del Suicidio.
Shaffer —al igual que casi todos los psiquiatras académicos de Estados Unidos en la década de 1990 y principios del 2000— tenía vínculos financieros con compañías farmacéuticas. Trabajó como consultor de GlaxoSmithKline y Wyeth, y como testigo experto para Hoffman La Roche. En 2003, a petición de Pfizer, envió una carta a la industria farmacéutica británica afirmando que no había pruebas suficientes para restringir el uso de los ISRS en adolescentes, a pesar de que la FDA, tras revisar los ensayos clínicos de los ISRS en menores de 18 años, colocó una advertencia de «caja negra» en los medicamentos, diciendo que duplicaban el riesgo de pensamiento suicida en este grupo de edad.
Otros psiquiatras académicos que más adelante ejercieron en la Fundación también tenían vínculos financieros con la industria. Después de que Shaffer terminara su mandato, J. John Mann, un colega de Shaffer en la Universidad de Columbia, fue nombrado presidente, y tenía vinculos financieros con GlaxoSmithKline y Pfizer, y actuaba como consultor y como testigo experto. El siguiente fue Charles Nemeroff, que mientras era el presidente de la Fundación, irrumpió en la opinión pública como el ejemplo más claro de corrupción de la industria en la psiquiatría académica.
Nemeroff fue nombrado presidente de la Fundación en 2008. En ese momento, era catedrático de Psiquiatría en la Universidad de Emory, y tenía una larga relación con la Fundación, había sido miembro de su consejo científico durante más de 10 años, y miembro de su junta directiva desde 1999. Era uno de los psiquiatras más conocidos del país, valorado por numerosas compañías farmacéuticas como «líder de opinión» que podría ayudar a vender sus productos, y en el otoño de 2008, el senador Charles Grassley explicó que varias compañías farmacéuticas le habían pagado más de un millón de dólares, un dinero del que no informó adecuadamente a Emory. Sólo GlaxoSmithKline le pagó más de 800,000 dólares entre 2000 y 2006 por un número estimado de 250 conferencias para promocionar el Paxil® (Seroxat®) entre sus colegas y la comunidad médica en general.
En cuanto a la influencia directa de Pharma en la Fundación, ésta se desplegó en 1996 cuando Solvay Pharmaceuticals, fabricante del antidepresivo Luvox® (Dumirox®), aseguró un millón de dólares para la fundación. En aquel momento, fue la donación más grande de la historia de la Fundación, y el director ejecutivo de Solvay, David Dodd, fue inmediatamente nombrado miembro del Consejo de Administración de la Fundación (y posteriormente se convertiría en presidente de la Fundación). El ofrecimiento de Solvay abrió la puerta a la industria, ya que, como se dijo en un comunicado de prensa de la Fundación en 1997, tras la donación de Solvay, «muchas otras compañías han unido sus fuerzas para apoyar la iniciativa». (4)
De este modo, una década después de su fundación, los psiquiatras vinculados a la industria farmacéutica proporcionaban el liderazgo científico a la Fundación Estadounidense para la Prevención del Suicidio, y ésta era financiada en gran parte por la industria. En la cena de gala Lifesavers (salvavidas) de 1999, los patrocinadores de las empresas incluían a Eli Lilly, Janssen Pharmaceutica, Solvay, Abbott Laboratories, Bristol Myers Squibb, Pfizer, SmithKline Beecham y Wyeth Ayerst Laboratories. Los ejecutivos de diversas compañías farmacéuticas, que fabricaban antidepresivos, empezaron a estar dentro de la junta directiva de la fundación y presidiendo la cena anual de recaudación de fondos de la organización.
De hecho, en esta época, la Fundación comenzó a colaborar regularmente con las empresas farmacéuticas en la elaboración de materiales «educativos» para el público y los profesionales sanitarios. En 1997, por ejemplo, la Fundación y Wyeth-Ayerst, el fabricante del antidepresivo Effexor, produjeron conjuntamente un vídeo educativo titulado «El Paciente Suicida: Evaluación y cuidados». El video se diseñó para ayudar a los «médicos de atención primaria, profesionales de salud mental, consejeros orientadores, profesionales de asistencia a los empleados y clérigos» a reconocer las señales de alerta del suicidio y a ayudar a que la persona suicida consiguiera el «tratamiento» apropiado. Shaffer fue uno de los expertos que participaron en el vídeo.
En los siguientes años, las compañías farmacéuticas suministraron fondos para que la Fundación llevara a cabo encuestas, proyectos de cribado y apoyo a la investigación. Por ejemplo, en 2009, la Fundación informó que un nuevo proyecto de cribado se hizo hecho posible gracias a la «financiación de Eli Lilly and Company, Janssen, Solvay y Wyeth». Aunque la mayor parte de los ingresos de la Fundación proceden hoy en día de sus “Out of the Darkness Community Awareness Walks” —Caminatas Salir de la Oscuridad para Concienciar a la Comunidad— el liderazgo de la Fundacion sigue contando con una mezcla de psiquiatras académicos y ejecutivos de las farmacéuticas.
El presidente de la directiva es Jerrold Rosenbaum, catedrático del departamento de psiquiatría del Hospital General de Massachusetts. A principios de la década de 1990, mientras cobraba como asesor de Eli Lilly, Rosenbaum defendió el Prozac® contra las acusaciones de que podría inducir impulsos suicidas en algunos pacientes. Otros miembros de la directiva son Mann, Nemeroff, y ejecutivos de Pfizer, Allergan y Otsuka Pharmaceuticals. El ejecutivo de Allergan, Jonathan Kellerman, presidió la recaudación de fondos Lifesavers de la Fundacion de 2018, y en el comité organizador estaban representantes de Lundbeck, Otsuka, Janssen, Pfizer y Sunovion Pharmaceuticals.
Con este liderazgo, las iniciativas «educativas» de la Fundación, que intentaban formar la opinión pública y profesional sobre el suicidio, fueron de la misma índole que la visión que la Asociación Psiquiátrica Americana y las compañías farmacéuticas, con la ayuda del NIMH, crearon cuando el Prozac® salió al mercado.
En una encuesta de 1986, el NIMH encontró que sólo el 12% de los adultos estadounidenses tomarían una pastilla para la depresión. El setenta y ocho por ciento dijo que simplemente «viviría con ello hasta que se pasara», confiando que con tiempo podría gestionarlo por sí mismo. Sin embargo, poco después de que el Prozac® saliera al mercado, el NIMH, con financiación de las compañías farmacéuticas, lanzó una campaña de Sensibilización, Reconocimiento y Tratamiento de la Depresión (DART, por sus siglas en inglés), que se diseñó para cambiar la percepción del público. Se informó al público estadounidense de que la depresión era un «trastorno» que se infradiagnosticaba de forma habitual y que era escasamente tratado, y que podía «ser una enfermedad mortal» cuando quedaba sin tratarse. Se dijo que los antidepresivos producían unas tasas de recuperación del «70% a 80% en comparación al placebo del 20% al 40%».(5)
Ese era el sonido del mensaje que la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) propagó al público. Dijo que los antidepresivos reparaban un desequilibrio químico en el cerebro que causaba la depresión, y a principios de la década de 1990, la APA comenzó a patrocinar el «Día Nacional para la Detección de la Depresión» para que más personas consiguieran tratamiento.
La Fundación Americana para la Prevención del Suicidio, a medida que se fue convirtiendo en una influencia política en la década de 1990, emitió un mensaje casi idéntico en sus campañas. Calificó el suicidio como un problema de salud pública que habitualmente era «subestimado» e instaba a las personas que tenían sentimientos suicidas a «buscar un profesional de salud mental», y recomendaba el tratamiento con antidepresivos. «Las investigaciones muestran que la depresión es causada, al menos en parte, por cambios en la química cerebral», afirmaba en su página web, al menos hasta 2015. «Los medicamentos antidepresivos funcionan para reequilibrar el cerebro, ayudándote a volver a sentirte como tú mismo.» (6)
La APA estaba deseosa de ofrecer sus ISRS como protección contra el suicidio, y cuando el índice de suicidios comenzó a disminuir en la década de 1990, los líderes de la psiquiatría estadounidense empezaron a decir que el aumento del uso de estos medicamentos era la causa de este descenso. Como se declaró en un artículo de 2005, en Psychiatric News, la investigación demostraba que «a medida que se prescriben los fármacos —especialmente los antidepresivos más nuevos— las tasas de suicidio disminuyen».
En una presentación de Powerpoint elaborada por Mann en calidad de presidente de la Fundación (2004 o algo después), realizó el alegato de que «los antidepresivos salvan vidas», y resumió su argumentación en varios puntos clave:
- La mayoría de los suicidios se dan entre personas deprimidas no tratadas.
- No tratar la depresión puede ser letal.
- La tasa nacional de suicidios aumentó en un 31% entre los años 1957 a 1986, anteriores a los ISRS.
- Entre 1985 y 1999, la tasa de suicidios de los Estados Unidos se redujo en un 13.5% y las tasas de prescripción de antidepresivos se cuadruplicaron.
- Por cada «10% de aumento en la tasa total de prescripción de antidepresivos, la tasa nacional de suicidio disminuyó en un 3%».
- Estos resultados indican que la depresión no tratada es la causa principal del suicidio y el tratamiento puede salvar muchas vidas.
Su presentación relataba la medicalización del suicidio, ya que el hecho de no recibir tratamiento era una de las principales razones por las que podía ser fatal. Como dijo Mann en una entrevista posterior, «La mayoría de los suicidios presentan un trastorno del estado de ánimo no tratado…». El uso de antidepresivos para tratar los episodios de depresión mayor es la medida de prevención del suicidio más efectiva en los países occidentales».
La Fundación también impulsó iniciativas para detectar el suicidio, y Shaffer, por su parte, desarrolló la «Columbia Suicide Severity Rating Scale» (escala Columbia de evaluación de la gravedad suicida), de la que se dijo que «cuantificaba la gravedad de la ideación y el comportamiento suicida». En la actualidad, la Fundación impulsa un “Programa de detección interactivo» on line para su uso en universidades, organismos que aplican las leyes y centros laborales. La detección, escribe la Fundación, «proporciona una forma segura y confidencial para que las personas realicen una breve evaluación que detecta estrés, depresión y otras afectaciones de salud mental, y reciban una respuesta personalizada de un asesor de asistencia en salud mental”.
Tal vez el vehículo más importante que la Fundación ha creado para promocionar su mensaje al público —y a los jóvenes—han sido sus caminatas «Salir de la Oscuridad», que ahora se realizan en tres modalidades: caminatas comunitarias, caminatas por el campus y caminatas nocturnas. El propósito declarado de estos paseos es hacer que la gente hable del suicidio (por ejemplo, sacar esos impulsos de la oscuridad y llevarlos a la luz), y recaudar fondos para la organización. Estas caminatas han tenido tanto éxito que con ellas, en 2017, recaudaron 22,7 millones de dólares para la organización sin ánimo de lucro, lo que representaba el 90% de sus ingresos en ese año.
La campaña «Salir de la Oscuridad», desarrollada estando los ejecutivos de las compañías farmacéuticas en el consejo de administración de la Fundación, revela un cierto tipo de genio Mad Men (serie televisiva sobre una agencia de publicidad). Ha liberado a las compañías farmacéuticas de una carga financiera (por ligera que fuera para ellas), y a la vez ha dotado a la Fundación de un aura de organización comunitaria. La cena anual de la Fundación, Lifesavers (salvavidas), que durante mucho tiempo contó con el apoyo de las compañías farmacéuticas, recaudó solo 515.000 dólares en 2017, una porción de los ingresos totales de la Fundación. Ahora la presencia farmacéutica dentro de la Fundación es opaca, excepto si uno se toma el tiempo para observar las biografías de los miembros de la junta y la lista de compañías farmacéuticas que ayudan a organizar y financiar la cena anual Lifesavers.
Lo importante de todo esto está en establecer una línea de concordancia temporal. A finales de la década de 1990 la Fundación pasó a ser dirigida por psiquiatras académicos y ejecutivos de las compañías farmacéuticas. La Fundación impulsó una narrativa que consideraba el suicidio dentro de un contexto médico, principalmente con un riesgo para las personas con trastorno mental. Se promocionó el tratamiento médico del trastorno —con antidepresivos como primer tratamiento de elección—, y también como una medida fundamental de prevención. Sin embargo, las tasas de suicidio han aumentado desde entonces, lo que da razones para preguntarse si este enfoque medicalizado ha sido contraproducente o no.
Una estrategia nacional para la prevención del suicidio: 2000-2017
Desde su creación, la Fundación Americana para la Prevención del Suicidio se encargó de presionar al gobierno federal para que creara una estrategia nacional de prevención del suicidio, y en 1997 pudo celebrar el éxito de ese objetivo. Las cámaras del Congreso aprobaron resoluciones que declaraban el suicidio como un «problema nacional» y que prevenir el suicidio era una «prioridad nacional». La resolución de la Cámara declaró que las iniciativas para prevenir el suicidio deberían incluir el «desarrollo de servicios de salud mental que permitieran que todas las personas en riesgo de suicidio accedieran a los servicios sin temor al estigma».
Estas resoluciones llevaron a la creación de una cooperación público-privada que patrocinó una conferencia de consenso nacional sobre este tema en Reno, Nevada, que hoy se considera, según un informe del gobierno, como el «acto fundacional del movimiento moderno para la prevención del suicidio». El Gobierno se puso en marcha y en 1999 el Director General de Salud Pública de Estados Unidos, David Satcher, hizo una «llamada a la acción para prevenir el suicidio», en el que describía al suicidio —a pesar de que las tasas de suicidio estaban en su punto más bajo en 50 años— como un «grave problema de salud pública». A continuación, Health and Human Services (Sanidad y Servicios Humanos) formó un grupo, compuesto por personas y organizaciones de los sectores públicos y privados, para desarrollar una «Estrategia Nacional de Prevención del Suicidio», y este grupo concluyó la elaboración de sus recomendaciones en 2001.
Desde entonces, las agencias gubernamentales a todos los niveles —federales, estatales y locales— pusieron en marcha actividades de prevención del suicidio. La Agencia Federal de Servicios para el Abuso de Sustancias y Salud Mental (Substance Abuse and Mental Health Services Agency – SAMHSA) creó una red nacional asistencial para atender llamadas de crisis, que ahora se llama National Suicide Prevention Lifeline (Línea de Vida, para la Prevención del Suicidio Nacional). Empezó a fluir el dinero federal, unas subvenciones que administraba SAMHSA, a los estados, escuelas, organizaciones sin ánimo de lucro y empresas, para desarrollar campañas de prevención del suicidio. Se financió investigación para evaluar estos proyectos, con la idea de que ello se conseguirían prácticas «basadas en evidencias».
Surgieron otras organizaciones sin ánimo de lucro para luchar contra el suicidio, y con el suicidio como tema recurrente de preocupación, a nivel local y nacional. En 2010 se organizó la Alianza Nacional de Acción para Prevenir el Suicidio. Dos años después, se actualizó la Estrategia Nacional para la Prevención del Suicidio, y todas estas actividades en la última década fueron descritas con orgullo en un documento titulado «Hitos Nacionales en la Prevención del Suicidio».
Así, que vemos en esta breve historia, una segunda correlación: la tasa de suicidio en los Estados Unidos ha crecido de forma continuada desde la creación de una estrategia nacional para prevenirlo.
La asistencia psiquiátrica como factor de riesgo
Los supuestos de las actividades de prevención del suicidio son dos. Uno, que los programas de detección y las campañas informativas ayudarán a que las personas que tienen sentimientos suicidas a conseguir ayuda. Dos, que el tratamiento de salud mental disminuye el riesgo de que las personas con este sufrimiento mueran por suicidio.
Hay tres vertientes de investigación que pueden ayudar en la evaluación sobre la eficacia de estas orientaciones de salud pública en este campo, que en última instancia lo consideran como un problema médico.
1. La eficacia de las políticas, los programas y la legislación nacionales de salud mental
A principios del década de 1990, la Organización Mundial de la Salud instó a todos los países del mundo a que elaboraran políticas nacionales y legislación de salud mental y a que mejoraran los servicios de salud mental, con la esperanza de que ello redundaría en mejores resultados en materia de salud mental. Se esperaba una mejora y un indicador era la disminución de las tasas de suicidios.
En 2004, investigadores australianos, dirigidos por Philip Burgess, idearon una forma sencilla para demostrar la eficacia de estos programas nacionales: había que analizar las tasas de suicidio en los países antes y después de implementar esas acciones. Su hipótesis, escribieron, era que la activación de esos programas «se asociarían a una tasa nacional de suicidios más baja».
Sin embargo, en su estudio, que incluía a 100 países, encontraron que, «de forma opuesta a la asociación hipotetizada», la «introducción de políticas de salud mental y legislación de salud mental se asociaba a un aumento de las tasas de suicidio en los varones y en el total de los suicidios». Incluso cuantificaron el impacto negativo de las iniciativas específicas:
- Adoptar una legislación de salud mental se asociaba a un aumento del 10,6% de los suicidios.
- Adoptar una política nacional de salud mental se asociaba a un aumento del 8,3% de los suicidios.
- Adoptar una política diseñada para mejorar el acceso a los fármacos psiquiátricos se asociaba a un aumento del 7% en los suicidios.
- Adoptar un programa nacional de salud mental se asociaba a un aumento del 4,9%.
La única actividad que conllevaba un efecto positivo, según lo hallado, fue el adoptar una política sobre el abuso de sustancias. «Es preocupante», concluyeron los investigadores, «que las iniciativas nacionales en salud mental se asocien a un aumento de las tasas de suicidio».
Más adelante, Ajit Shah y un equipo de investigadores del Reino Unido estudiaron las tasas de suicidio en ancianos en diferentes países, y una vez más, los resultados frustraron las expectativas. Encontraron «tasas más altas (de suicidios) en los países con mayor provisión de servicios de salud mental, incluyendo el número de camas psiquiátricas, psiquiatras y enfermeras psiquiátricas, y la disponibilidad de programas de formación en salud mental para los profesionales de la atención primaria».
En 2010, Shah y sus colaboradores presentaron un estudio amplio sobre las tasas de suicidio, esta vez en personas de todas las edades en 76 países. Comprobaron que las tasas de suicidio eran más altas en los países con legislación sobre salud mental, tal como encontró Burgess. Además señalaron que se daba una correlación entre las tasas de suicidio más altas y un mayor número de camas psiquiátricas, psiquiatras y enfermeras psiquiátricas; mayor capacitación en salud mental para los profesionales de atención primaria; y un gasto más grande en salud mental en relación al porcentaje del gasto total en salud en el país.
Finalmente, en 2013, A.P. Rajkumar y sus colaboradores de Dinamarca analizaron el nivel de servicios psiquiátricos en 191 países, con una suma de población de más de 6.000 millones de personas. Este fue un estudio global exhaustivo y, una vez más, se encontró que «los países con mejores servicios psiquiátricos presentaban las tasas de suicidio más altas». Escribieron que tanto el «número de camas de salud mental como el número de psiquiatras por cada 100,000 habitantes se asociaban de forma significativa a mayores índices nacionales de suicidio (tras realizar un ajuste de los factores económicos)».
Son cuatro estudios en torno a los programas de salud mental realizados en países de todo el mundo, y cada uno de ellos encontró, en mayor o menor medida, que el aumento de la legislación, la capacitación y los servicios de salud mental se asociaban a tasas nacionales de suicidios más altas. Su estudio, escribieron Rajkumar y sus colaboradores, confirmaba los estudios previos, y apuntaban a la medicalización del suicidio como un probable factor causal.
«El reducir la salud pública a una perspectiva biomédica es un error habitual de muchos países con ingresos bajos y medios. Los intentos de reducir sus tasas nacionales de suicidio se realizan suministrando antidepresivos a los centros de salud, mientras se quedan sin resolver las miserias cotidianas, como la pobreza, la falta de seguridad social, el saneamiento deficiente, el hambre y la escasez de agua». Esta «medicalización del suicidio», dijeron, «subestima la importancia de los factores socioeconómicos asociados. Mientras que fomenta soluciones médicas simplistas al problema del suicidio».
2. El riesgo de suicidio en los pacientes que reciben tratamiento psiquiátrico
Las personas que buscan ayuda psiquiátrica se ven expuestas a una cadena de posibles situaciones: diagnóstico, tratamiento con fármacos, contacto regular con un profesional de salud mental, tratamiento en unidades de urgencias psiquiátricas y hospitalización, siendo posible que la persona deba ingresar involuntariamente. En 2014, unos investigadores daneses, dirigidos por Carsten Hjorthoj, determinaron que el riesgo de suicidio aumenta drásticamente con cada peldaño del «nivel de tratamiento».
Encontraron que, comparados con los controles, de misma edad y sexo y que no tuvieron asistencia psiquiátrica el año anterior, el riesgo de suicidio era:
- 5,8 veces mayor en las personas que recibían fármacos psiquiátricos (sin otro tipo de asistencia)
- 8,2 veces mayor en las personas que tenían contacto ambulatorio con un profesional de salud mental
- 27,9 veces mayor en las personas que estuvieron en una unidad de urgencias psiquiátricas
- 44,3 veces mayor en las personas que ingresaban en un hospital psiquiátrico
Aunque podría esperarse que este aumento en cada peldaño o nivel de tratamiento se debiera a la gravedad de las dificultades de los pacientes, que posiblemente fuera mayor en cada peldaño de la escala de tratamiento, los investigadores destacaron que el mayor incremento del riesgo de suicidio era particularmente pronunciado en las personas casadas, en las que tenían más ingresos o niveles de educación, y en las que no tenían antecedentes de intento de suicidio.
Escribieron que «la relación dosis-respuesta entre el nivel de tratamiento psiquiátrico y el riesgo de muerte por suicidio es más grande en los subgrupos que tienen un riesgo relativamente menor de suicidio».
En el editorial que lo acompañaba, dos expertos australianos en suicidio, se preguntaron lo que los investigadores evitaron en su artículo: ¿podría ser que el tratamiento psiquiátrico, de alguna forma, fuera tóxico? Escribieron que los hallazgos «plantean la inquietante posibilidad de que la atención psiquiátrica pueda, al menos en parte, causar suicidio».
Destacaron que incluso los pacientes psiquiátricos hospitalizados que eran considerados con un riesgo de suicidio bajo tenían una tasa de suicidio 67 veces más alta que la tasa nacional de suicidios en Dinamarca.
«Sería sensato, por ejemplo, cuando todo lo demás se mantiene igual, pensar que una persona no deprimida que se somete a una revisión psiquiátrica en la unidad de urgencias tiene un riesgo mucho mayor que una persona con depresión, que sólo fue tratada en la comunidad».
La hospitalización, añadieron, podría resultar particularmente desmoralizante.
«Por lo tanto, es perfectamente posible que el estigma y el trauma inherentes al tratamiento psiquiátrico (particularmente el involuntario) puedan, en individuos ya vulnerables, contribuir a algunos suicidios. Estimamos que es probable que una proporción de personas que se suicidan durante o después de un ingreso hospitalario lo hagan debido a factores inherentes a esa hospitalización… Puede que algunos aspectos del mismo contacto psiquiátrico ambulatorio sean suicidogénicos. Estas intensas y escalonadas asociaciones nos interpelan a prestar más atención a esta posibilidad preocupante».
Aunque el estudio danés planteó esta «posibilidad preocupante», no tenía un grupo de comparación necesario para investigar más a fondo esta preocupación. ¿Cuáles eran los índices de suicidio en aquellos con problemas mentales similares y que no recibían tratamiento? ¿Eran mayores? ¿O podría ocurrir que la asistencia psiquiátrica aumentara el riesgo de suicidio o podría ser que lo disminuyera?
Un estudio de 2016 del Departamento de Veteranos (VA) de los EE.UU. de 2016 proporciona esta comparación. El VA lo presentó como el «análisis más completo sobre el suicidio en veteranos de la historia de nuestra nación», incluía el examen de «más de 55 millones de registros entre 1979 y 2014 de los 50 estados, Puerto Rico y Washington D.C.» El informe detalla las tasas de suicidio entre veteranos de 2001 a 2014, y hay dos comparativas que resultan relevantes para esa cuestión.
En primer lugar, el estudio reveló que las personas con un diagnóstico de salud mental o abuso de sustancias que recibían tratamiento de salud mental tenían al menos un 50% más de probabilidades de morir por suicidio que las que tenían un diagnóstico pero no recibían tratamiento de salud mental.
Segundo, el estudio mostró que entre quienes no tenían un diagnóstico, los que recibían un tratamiento de salud mental morían por suicidio a un nivel más alto que aquellos que no recibían tal tratamiento.
En otras palabras, en la comparación entre veteranos con una situación diagnóstica similar (ya fueran diagnosticados o no), los que recibieron tratamiento de salud mental tuvieron una tasa mucho más alta de suicidio.
3. El impacto de los antidepresivos
La controversia en torno al impacto de los antidepresivos sobre la tasa de suicidios estalló a principios de la década de 1990, y desde entonces se ha agudizado. Desafortunadamente, esta controversia a menudo se encuadra en un debate entre blanco o negro —los fármacos protegen contra el suicidio o aumentan el riesgo de suicidio—, que enturbia, en cierta medida, la cuestión relevante en materia de salud pública.
Hay pruebas claras de que los ISRS y otros antidepresivos pueden provocar impulsos y actos suicidas en algunos usuarios, y la razón es bien conocida. Los ISRS y otros antidepresivos pueden inducir una inquietud extrema, agitación, insomnio, ansiedad severa, manía y episodios psicóticos. La agitación y la ansiedad, que se describe clínicamente como acatisia, pueden alcanzar niveles «insoportables», y se sabe que la acatisia se asocia al suicidio e incluso al homicidio.
Al mismo tiempo, hay muchas personas que nos dicen que los ISRS o otro antidepresivo les salvaron la vida, debido a que sus impulsos suicidas disminuyeron tras tomar los fármacos.
Por lo tanto, estos fármacos pueden inducir un daño letal en algunos usuarios, y ser un salvavidas en otros. Siendo así, la pregunta desde una perspectiva de salud pública se centra en el impacto neto de estos fármacos sobre las tasas de suicidio. ¿El número de «vidas salvadas» es mayor que el número de «vidas perdidas»?
Hay tres tipos de pruebas que se necesitan revisar: los ensayos clínicos aleatorizados con antidepresivos, los estudios epidemiológicos y los estudios ecológicos.
Estudios controlados y aleatorizados
Los ensayos clínicos aleatorizados (ECAs) se consideran el «patrón oro» para evaluar los beneficios y los riesgos de un tratamiento médico, pero los ECA de los ISRS y otros nuevos antidepresivos, en lo que hace referencia a la evaluación de los riesgos sobre el suicidio, se han visto condicionados de múltiples maneras: la mayor parte fueron financiados por las compañías farmacéuticas; los ensayos excluyeron a las personas potencialmente suicidas; se usaron diseños mediante «lavado» de tal forma que los grupos asignados al placebo se definen de un modo más adecuado como grupos a los que se les retiraron los fármacos; y hubo actividad de corrupción al notificar los suicidios.
El tema de la corrupción se puso de manifiesto ya en los ensayos del primer ISRS aprobado para su comercialización, el Prozac®. Como se mostró en los procesos en los tribunales civiles, Eli Lilly reclasificó los actos suicidas del grupo tratado con Prozac como «labilidad emocional», y de este modo ocultó las pruebas sobre el riesgo suicida al presentar sus datos a la FDA. Cuando otros ISRSs salieron al mercado y se evaluó su uso en adolescentes, surgieron otros informes que documentaron los suicidios que ocultaban las compañías. Además de las artimañas de re-etiquetado que Eli Lilly empleó, varias compañías farmacéuticas atribuyeron los suicidios que se dieron durante el período de lavado, antes de la aleatorización, al grupo del placebo, inflando así el riesgo reportado de suicidio en esa rama del estudio.
Así es como Peter Gøtzsche, director del Centro Cochrane Nórdico, describe esta fuente de evidencia: «En los ensayos controlados con placebo se ha dado una masiva infradeclaración e incluso fraude al notificar los suicidios, los intentos de suicidio y los pensamientos suicidas. La Food and Drug Administration (FDA) —la Agencia de alimentos y fármacos— de los Estados Unidos contribuyó al oscurantismo al minimizar los problemas, optar por confiar en las compañías farmacéuticas, suprimir información importante y mediante otros medios».
Sin embargo, fue tras la revisión de esta fuente de evidencia por la FDA que esta informó a la sociedad sobre el riesgo de suicidio asociado a los ISRS, y es desde aquí donde se debe comenzar cualquier revisión del impacto de los antidepresivos sobre el suicidio. La FDA concluyó, en base a los ensayos financiados por la industria, que los antidepresivos aumentaban el riesgo de pensamientos suicidas en menores de 25 años; que tenían un efecto neutro entre 25 a 64 años; y protegían contra el pensamiento suicida en mayores de 64 años.
Sin embargo, hay otras revisiones de los ECAs con ISRSs que han llegado a una conclusión distinta. En 2003, el psiquiatra británico David Healy y su colaborador Chris Whitaker volvieron a analizar los resultados publicados de cinco ISRS. Identificaron los suicidios que se dieron en el período de lavado y que se atribuyeron indebidamente al grupo placebo, y después de retirar esos suicidios, concluyeron que los grupos con ISRS tenían más del doble de probabilidades de suicidarse (o intentar suicidarse).
Seguidamente, Healy y un equipo de científicos canadienses realizaron un metanálisis de todos los ECA de ISRS, incluyendo los resultados de una serie de estudios que no fueron financiados por las compañías farmacéuticas. Identificaron 702 estudios que suministraban datos útiles y determinaron que los intentos de suicidio fueron 2,28 veces más altos para quienes fueron tratados con un SSRI en comparación al placebo. Además, en un metanálisis año-a-año de estudios publicados, la tasa de intentos de suicidio en el grupo de ISRS fue más alta que en el grupo de placebo cada año entre 1988 y 2003.
Más recientemente, Peter Gøtzsche y sus colaboradores del Centro Nórdico de Cochrane realizaron un análisis sobre 64,381 páginas de informes de estudios clínicos que provenían de 70 ensayos con antidepresivos, que solicitaron a la Agencia Europea de Medicamentos (European Medicines Agency). Detectaron que, en los adultos, los antidepresivos duplicaban el riesgo de sufrir acatisia, un factor de riesgo de suicidio. En un estudio posterior, Gøtzsche y sus colegas hallaron, en voluntarios adultos sanos, que los antidepresivos igualmente «duplican la aparición de sucesos que la FDA definió como posibles precursores de suicidio y violencia».
Por lo tanto, se puede decir que la conclusión que se puede extraer de los ECAs es de dos tipos. Si los datos presentados por las compañías farmacéuticas se toman al pie de la letra, los ISRS y otros antidepresivos nuevos que han llegado al mercado desde 1987 pueden aumentar el riesgo de suicidio en los menores de 25 años, pero por lo demás son neutrales o protectores en los grupos de mayor edad. Sin embargo, si se hace un esfuerzo para tener en cuenta la corrupción hallada en las publicaciones de los ECAs, parece que los ISRSs pueden duplicar el riesgo de los intentos de suicidio y de muerte por suicidio.
Estudios epidemiológicos
Los ECA financiados por la industria evalúan principalmente el riesgo de suicidio sobre un grupo seleccionado de pacientes: aquellos con depresión moderada a grave que no son suicidas al inicio del ensayo. Pero la mayor parte de la prescripción de antidepresivos se realiza de forma ambulatoria, y a menudo en atención primaria. Los estudios epidemiológicos de «caso-control» pueden proporcionar información sobre si los antidepresivos aumentan el riesgo de suicidio en este grupo de pacientes.
En 1998, Gregory Simon y sus colaboradores recogieron los suicidios entre 35.546 personas de Puget Sound, en la zona de Washington, que fueron tratadas por depresión, y hallaron que el riesgo de suicidio era de 43 por cada 100,000 personas por año en los que recibían tratamiento con antidepresivos en atención primaria, en comparación a cero por cada 100,000 personas por año en los que fueron tratados en atención primaria sin antidepresivos.
Posteriormente, en 2003, Healy y Chris Whitaker analizaron los datos de suicidio registrados en los pacientes de atención primaria con un trastorno afectivo en el Reino Unido y, después de revisar varias fuentes de datos, llegaron a la conclusión de que la tasa entre quienes tomaron un ISRS era 3,4 veces mayor a la de los que recibían un tratamiento con «antidepresivos que no eran ISRS o que no eran tratados».
Un estudio grande en Colombia Británica, aunque no suministró información alguna sobre el grupo de pacientes no medicados, también encontró un alto índice de suicidio entre los usuarios de antidepresivos en la población general. Estudiaron a 247.583 adultos que comenzaron a tomar antidepresivos entre 1997 y 2005 e informaron de una tasa de suicidios del 74 por cada 100.000 personas por año en ese período. Esto es similar a la tasa de suicidios en el estudio de VA entre quienes tenían un diagnóstico y recibieron tratamiento de salud mental.
Finalmente, investigadores del Reino Unido estudiaron una cohorte de 238.963 pacientes de 24 a 64 años de edad que tuvieron un primer episodio de depresión entre 2000 y 2011, y encontraron que estos pacientes tenían un riesgo particularmente alto de suicidio en las primeras cuatro semanas después de empezar con un antidepresivo y luego de nuevo en las cuatro semanas tras suspender el fármaco. También señalaron que los intentos de suicidio y los suicidios completos fueron el 50% menores en los períodos en los que los pacientes no tomaban un antidepresivo comparado a los períodos que los tomaban.
Estos estudios epidemiológicos, diseñados para conocer lo que les sucede a los pacientes tratados en el ámbito de la atención primaria, apuntan a la conclusión de que el tratamiento farmacológico eleva el riesgo de suicidio, y esto es particularmente cierto al principio, cuando comienzan a tomar este tipo de medicamentos, y cuando dejan de hacerlo.
No obstante, hay un gran estudio epidemiológico sobre pacientes gravemente deprimidos que encontró índices de suicidio que resultan un reflejo de la advertencia de “caja negra” de la FDA para estos medicamentos. En un estudio de pacientes de Medicaid, en todos los 50 estados, que recibieron tratamiento hospitalario para la depresión, David Shaffer y sus colaboradores hallaron que no había una asociación significativa entre el uso de antidepresivos —positiva o negativa— y las tasas de suicidio entre quienes tenían entre 19 y 64 años, pero que hubo un aumento significativo en los intentos de suicidio y en los suicidios completados entre niños y adolescentes (entre los 6 y los 18 años de edad) que usaron fármacos.
Estudios Ecológicos
Los estudios ecológicos evalúan las tendencias del suicidio en los países en función de los cambios en el uso de antidepresivos, y esta es la evidencia correlacional citada por Mann y otros, de la psiquiatría estadounidense, como prueba, cuando las tasas de suicidio en los Estados Unidos descendieron de 1987 a 2000, de que los nuevos ISRS protegían contra el suicidio. Se publicaron estudios similares acerca de la reducción de las tasas de suicidios en los países europeos a medida que aumentaba el uso de antidepresivos, y aún hoy, esos estudios ecológicos siguen siendo la «base de evidencia» principal para afirmar que los antidepresivos protegen contra el suicidio.
Sin embargo, aunque hay estudios que muestran esta correlación, también hay estudios que no lo hacen. En 2007 una revisión de 19 estudios ecológicos, Ross Baldessarini y sus colaboradores concluyeron que ocho mostraban una correlación positiva entre el aumento del uso de antidepresivos y la disminución de la tasa de suicidios; tres encontraron una correlación, pero la disminución del suicidio precedía al aumento del uso de antidepresivos; cinco estudios no eran concluyentes respecto a si había o no una correlación; y dos fueron negativos, encontraron una correlación entre el aumento del uso de los fármacos y el aumento del suicidio. Además, durante el decenio de 1990, si bien las tasas de suicidio disminuyeron en 42 de los 79 países, aumentaron o no hubo cambios en los 37 restantes.
«La evidencia de efectos antisuicidas propios del tratamiento antidepresivo a partir de análisis ecológicos sigue siendo difícil de obtener», concluyeron los investigadores.
Mientras tanto, en los Estados Unidos, los índices de suicidios han aumentado constantemente desde el año 2000, en una época de uso creciente de antidepresivos. La correlación ha ido en el sentido opuesto en este país durante 16 años.
Resumiendo las pruebas
La cuestión central de este aparatado es ver si hay razones para creer que medicar el suicidio, con antidepresivos, que se recomiendan como el tratamiento de primera línea para la depresión, es contraproducente y actúa como un «factor de riesgo» que, en el caso de que todo lo demás sea igual, podría dar lugar a un aumento de la tasa de suicidios en el ámbito nacional. Y esto es lo que las tres líneas de evidencia revisadas aquí revelan:
- La adopción de programas de salud mental, en países de todo el mundo, se asocia a un aumento de las tasas nacionales de suicidio.
- La investigación ha demostrado que el riesgo de suicidio se incrementa cada vez que aumenta el nivel de tratamiento.
- El extenso estudio entre los VA encontró tasas de suicidio más altas en los pacientes que accedieron al tratamiento de salud mental que en aquellos que no lo hicieron (tanto entre quienes tenían diagnósticos como en los que no los tenían).
- Cuando los datos de los ECAs se ajustan, ante la indebida asignación de los suicidios al grupo de placebo, o los análisis bajo el modelo de casos, se obtiene que la terapia farmacológica con antidepresivos aumenta el riesgo de suicidio y de intentos de suicidio.
- Los estudios epidemiológicos sobre pacientes de atención primaria muestran las tasas de suicidio más altas en quienes han sido tratados con antidepresivos, con un riesgo agudo de suicidio concreto en los momentos de inicio y de retirada de la medicación.
- Un extenso estudio epidemiológico entre niños y adultos gravemente deprimidos encontró que el riesgo de morir por suicidio era significativamente mayor en los niños y adolescentes que tomaban antidepresivos, pero que no se elevaba el riesgo en los mayores de 19 años.
Los que evalúan una «base probatoria», sobre cualquier aspecto, pueden llegar a conclusiones distintas acerca de lo que significa todo esto. Entre los que están comprometidos con la visión convencional indudablemente encontrarán razones para descartar la investigación que aquí se analiza considerándola defectuosa, poco convincente, etc. Pero, en la línea de suministrar los hallazgos de la investigación que puedan orientar un debate social más amplio, es posible ver de forma diáfana que hay un argumento posible: existe un cuerpo de pruebas conjuntas de que la asistencia en salud mental, cuando se centra en tratar con antidepresivos, incrementa el riesgo de suicidios a nivel de la población general.
El aumento en el uso de antidepresivos, 2000-2014
En la misma medida en que era posible calcular los efectos que la influencia de la tenencia de armas de fuego en el hogar y el desempleo pueden tener en las tasas de suicidios, es posible calcular, en base al informe de VA citado antes, el impacto teórico que se podría esperar de un mayor acceso al tratamiento de salud mental, mediante el uso de antidepresivos, que puede servir como un marcador de un mayor acceso al tratamiento.
Según el último informe de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, el uso de antidepresivos en la población de 12 años o más aumentó del 7,7% desde el período 1999-2003 hasta el 12,7% en 2011-2014. Este aumento en el uso de antidepresivos expone a un 5% más de la población a el tratamiento de salud mental, y en base a los datos del estudio de los VA sobre la variación de las tasas de suicidios en los veteranos con un diagnóstico de salud mental, dependiendo de si reciben tratamiento de «salud mental», se podría traducir en un incremento de los suicidios de 1,6 por cada 100,000 habitantes. (Ver cálculo7)
Durante este período (2000 a 2014), la tasa de suicidio aumentó de 10,5 por cada 100.000 a 12,6 por cada 100.000 personas. El aumento de la exposición a los antidepresivos podría representar el 75% de este ascenso, permaneciendo todo lo demás igual.
Otra manera de visualizar esta correlación entre el uso de antidepresivos y el aumento de las tasas de suicidio es mediante gráfica del incremento porcentual del uso de antidepresivos y de las tasas de suicidio en este periodo.
Como se señala con frecuencia, «correlación no es causalidad». Pero estos datos correlativos son de otro tipo: los hallazgos de la investigación acerca de la asistencia en salud mental y los antidepresivos llevan a esperar que el aumento en el uso de antidepresivos tendrá un impacto negativo en la tasa nacional de suicidios. Como tal, esta es una correlación que se ve apoyada por los hallazgos de la investigación «causal».
Pueden ser muchas las razones del impacto negativo del tratamiento de salud mental en las tasas de suicidio: el estigma asociado con el diagnóstico; la internalización de la idea de que el cerebro está «dañado»; el trauma de la hospitalización (y en particular de la hospitalización forzosa); y, en algunos casos, la acatisia inducida por los antidepresivos. Los estudios citados en este artículo abordan todas estas posibilidades.
Repensar la prevención del suicidio
La era del Prozac®, que una vez fue proclamada como la de un gran avance científico, se ha convertido en un fracaso en muchos sentidos. Los trastornos del estado de ánimo hoy en día suponen una carga mucho mayor para nuestra sociedad que en 1987, y el aumento de las cifras de discapacidad por los trastornos del estado de ánimo es un ejemplo de esa carga. El aumento del número de suicidios es una prueba más, aunque trágica, del fracaso de esa alabada «revolución» de los fármacos psiquiátricos.
Una alianza, entre las empresas farmacéuticas, la Asociación Americana de Psiquiatría y los psiquiatras académicos, promocionó las maravillas de los ISRS y los otros antidepresivos nuevos, y una alianza similar dio forma a nuestra forma de pensar sobre el suicidio. La Fundación Estadounidense para la Prevención del Suicidio (American Foundation for Suicide Prevention), en cuanto estuvo bajo la influencia de los psiquiatras académicos y las compañías farmacéuticas, afirmó que los trastornos del estado de ánimo no tratados eran una de las causas principales del suicidio y que las personas que tenían pensamientos suicidas debían apresurarse a recibir tratamiento.
Este mensaje capitalizó la preocupación social por el suicidio y se convirtió en un reclamo para incrementar aún más el mercado para esos fármacos. Durante un tiempo, hasta el año 2000, la Fundación y la psiquiatría estadounidense pudieron decir que la disminución de la tasa de suicidios era una prueba de las ventajas de los ISRS como protectores contra el suicidio y, sin embargo, cuando la tasa de suicidios comenzó a aumentar, esta alianza no perdió el compás y entonces transformó los hallazgos en una alarma acerca de una «epidemia» oculta en nuestro entorno. ¿Y a qué se debía esta epidemia? A que había muchas personas que no conseguían un tratamiento útil con antidepresivos para sus trastornos mentales.
Sin embargo, desde el principio, no hubo pruebas de que un mayor acceso a la atención psiquiátrica redujera el suicidio, o que el tratamiento con un antidepresivo redujera el riesgo de suicidio. En cambio, existían pruebas crecientes de que este enfoque medicalizado del suicidio podría empeorar las cosas.
De hecho, hay muchas personas que han escrito blogs en Mad in America que nos dicen cómo se volvieron suicidas por primera vez tras recibir el tratamiento.
Esa es la tragedia de la salud pública: nuestra sociedad organizó su forma de pensar en torno a cómo prevenir el suicidio a través de un relato que servía a intereses comerciales y gremiales, y no a los hallazgos científicos, que una y otra vez transmitían señales de advertencia hacía este enfoque medicalizado.
Hay pasos prácticos obvios que nuestra sociedad podría tomar para disminuir nuestra tasa de suicidios. Promover un almacenamiento seguro de las armas de fuego es uno de ellos; reducir el acceso a otros medios de suicidio es otro. Dinamarca, que tenía una tasa de suicidio extraordinariamente alta en la década de 1970, adoptó este enfoque, limitando el acceso a los barbitúricos y reduciendo el monóxido de carbono en los gases domésticos, y ahora tiene una de las tasas de suicidio más bajas de Europa.
Más allá de esos esfuerzos, lo que hoy se necesita es una nueva conceptualización del suicidio y cómo responder a él. Tal vez lo que se necesita es una conceptualización que considere que el suicidio surge principalmente dentro de un contexto social, por lo que lo que se necesita es una respuesta que provea comunidad y un mayor respeto por la autonomía de la persona con sentimientos suicidas. Esa persona sigue siendo el dueño de su propia vida, y la hospitalización forzada, en particular, puede arrebatarle a la persona ese preciado sentido de sí misma.
Hay grupos dirigidos por pares que se esfuerzan en reconceptualizar el suicidio de esta manera. El Western Massachusetts Recovery Learning Center —Centro de Aprendizaje de Recuperación de Massachusetts Oeste— desarrolla un programa que denomina «Alternativas al Suicidio«, y tiene un enfoque muy distinto, no médico, para prestar ayuda a quien lucha contra la desesperanza y el dolor.
Esto son «luces», y parece que podrían llevar a nuestra sociedad a «Salir de la Oscuridad», y ayudar a situar nuestra tasa nacional de suicidios en una trayectoria distinta a la que ha tenido en los últimos 17 años.
Fuentes:
- Centers for Disease Control, National Vital Statistics, Mortality. Age-adjusted death rates for approximately 64 selective causes, by race and sex: United States. Reports for the years 1950-59; 1960-67; 1968-78; 1979-1998. For years 1999-2017, see NCHS Data Brief, ibid.
- Bureau of Labor statistics, 1947 to 2017. (See BLS.gov).
- Cálculos: Si la tasa de suicidio es tres veces más alta en los hogares con armas de fuego, esto lleva —teniendo el índice general de 12,8 por 100.000 habitantes en 1987— a estimar una tasa de 20 por 100.000 en los hogares con armas de fuego, y una tasa de 6,7 por 100,000 en las que no tienen un arma de fuego. Así, el cálculo para 1987: 46% x 20 por 100.000 = 9,2 muertes; 54% x 6,7 por 100,000 = 3,6 muertes; un total de 12,8 por 100.000. En 2000, el nuevo cálculo sería: 32% x 20 por 100.000 = 6,4 muertes; 68% x 6.7 por 100.000 = 4,6 muertes; un total de 11,0 por 100,000.
- PR Newswire, “The American Foundation for Suicide Prevention announced today the appointment of two prominent Atlantans to its Board of Directors.” December 2, 1997.
- Robert Whitaker, Anatomia de una Epidemía (Madrid: Capitan Swing, 2016).
- American Foundation for Suicide Prevention website: Enel 6 de Octubre de 2015. Esta afirmación sobre el desequilibrio químico parece haber sido retirada del sitio web en 2018.
- The suicide rate in the VA study for those with a diagnosis who didn’t access mental health treatment, averaged, over the 14-year period, 40.9 per 100,000. The average rate for those with a diagnosis who accessed mental health treatment was 72.7 per 100,000 (31.8 per 100,000 higher). With 5% of the population moving from this lower risk to the higher risk group, this would produce an increase in suicides of 31.8 x .05, or 1.6 per 100,000. La tasa de suicidios promedio en el estudio VA entre los que tuvieron un diagnóstico y no tuvieron tratamiento de salud mental, en el período de 14 años, fue 40,9 por cada 100,000. La tasa promedio para los que tenían un diagnóstico y accedieron a tratamiento de salud mental fue del 72,7 por cada 100,000 (31.8 por cada 100,000 más). Con el 5% de la población que pasa del grupo de menor riesgo al de mayor riesgo, se traduciría en un aumento de suicidios del 31,8 x 0,05, es decir, 1,6 por cada 100.000 personas.
Este texto es una traducción del original publicado en Mad in America en agosto 2018.