Texto originariamente publicado en Mad In America (19 de junio de 2016)

 

La tortura normalmente tiene un objetivo muy directo – quebrar la voluntad de la víctima e intimidar a otros que temen que esa misma tortura les sea infligida a ellos. Cualquiera que haya trabajado con o haya sido un paciente en una planta de psiquiatría ha presenciado intentos diarios de quebrar la voluntad de los pacientes, bien limitando su libertad y actividades o bien tratándolos como niños, amenazándolos, usando restricciones físicas o aislamiento y, por último, administrando drogas y electroshocks que dejan indefensas a estas personas. El impacto más profundo de las drogas neurolépticas (anti-psicóticos) es dejar a la persona en un estado de indiferencia, apatía y docilidad; pero, con frecuencia, las drogas infligen un tormento físico y mental.

 

En mis décadas de experiencia clínica, muchas (sino la mayoría) de las víctimas del tratamiento involuntario lo viven como una tortura. Saben que la finalidad es quebrar su voluntad y se resisten física y mentalmente, suponiendo esto consecuencias más extremas. El tratamiento involuntario humilla y desmoraliza a las personas, reforzando sus sentimientos de inutilidad, falta de poder e indefensión. Lleva a la indignación, que entonces es destruida por los psicofármacos. Los medicamentos neurolépticos causan una combinación confusa de adormecimiento emocional y apatía junto a sentimientos agudos de falta de confort físico, una agonizante acatisia y agitación; pero inevitablemente producen docilidad con una alteración química lobotomizante del cerebro.

 

Me he opuesto al tratamiento involuntario durante toda mi carrera y comencé a criticarlo en artículos científicos desde 1964. Como Thomas Szasz mostraba originalmente, el tratamiento psiquiátrico involuntario es anticonstitucional y un asalto a los derechos humanos básicos. Estoy también en contra de cómo se trata el tema en ámbitos científicos porque, después de siglos, esta violación de derechos humanos no ha generado ningún estudio científico que demuestre los beneficios para sus víctimas.

 

El excelente blog de Peter C. Gøtzsche en MadinAmerica.com me animó y me inspiró a incluir en mi web una nueva sección llamada Coerción Psiquiátrica y Tratamiento involuntario y, de esta forma, a producir nuevas observaciones personales.

 

Desde que terminé mi formación, nunca traté o recluí a nadie en contra de su voluntad. Durante este periodo en el sector privado desde 1968, ningún paciente en tratamiento intentó suicidarse o perpetró ningún acto grave de violencia. Cualquier buen psiquiatra o terapeuta puede haber tratado a un paciente que se suicida o comete actos de violencia; pero la coerción, el tratamiento con drogas y la hospitalización incrementa la posibilidad de que esto suceda. Creo que mi rechazo a obligar a mis pacientes, mis esfuerzos por prevenir la hospitalización y mi práctica de no comenzar por tratamientos psicofarmacológicos con los pacientes ha contribuido a la suerte de que mis pacientes no se hayan suicidado o cometido actos de extrema violencia. Las personas que sufren una profunda angustia no necesitan ser recluidos o posteriores tratamientos con psicofármacos; necesitan la ayuda respetuosa de sus amigos, familiares y profesionales.

 

Alguien en un episodio de manía muy alterado o alguien que amenaza con hacer daño en un episodio psicótico representa un problema para los defensores de los derechos civiles y para los que queremos ayudar a la gente con problemas de angustia mientras protegemos también a otros. No hay soluciones fáciles, especialmente cuando algunas de esas personas rechazan todas las ofertas de ayuda. De todas maneras, hay muchas razones para no usar esos ejemplos para justificar leyes que permiten el tratamiento involuntario o encerrar a la gente sólo porque lo dicen los jueces y profesionales de la sanidad. Además de las razones de derechos humanos y las constitucionales, aquí vienen algunas razones más para desechar el tratamiento involuntario:

 

En primer lugar, muy poca gente etiquetada como “enferma mental” se vuelve violenta. Las tasas de violencia criminal en este grupo no son mayores que las de la población en general. Aquellos que se vuelven violentos, por lo general, están reaccionando contra las condiciones opresivas y hostiles de las plantas hospitalarias. Como describía en mi libro “Medication Madness”, cuando los pacientes cometen actos de extrema violencia, suele ser resultado de una disfunción cerebral inducida por las drogas psiquiátricas o por la retirada de las mismas. Las drogas psiquiátricas causan frecuentemente irritabilidad, hostilidad, agresión, desinhibición y manía, lo cual conduce a la violencia, especialmente cuando se empieza a administrar o se cambian las dosis.

 

En segundo lugar, no hay evidencia de que los psiquiatras, jueces u otra gente con poder para certificar a las personas tengan un conocimiento o habilidades fiables para determinar quién es extremadamente peligroso y quien no, y cuando se han recuperado.

 

En tercer lugar, no hay evidencias científicas de que la reclusión psiquiátrica de la gente reduzca sus tendencias violentas o proteja a otras personas de ellas. Por mi experiencia clínica y estudio de los agresores, la reclusión involuntaria incrementa la posibilidad de futuros actos violentos al añadir la humillación y el abuso del tratamiento forzado a la lista de razones que estas personas tienen para sentirse humilladas, indignadas y con ganas de venganza. Además, están expuestos al consumo de drogas psiquiátricas, algunas de las cuales pueden causar o empeorar la violencia. [Moore et al., 2010]

 

Cuarto, el miedo al tratamiento involuntario ronda en la cabeza de cualquiera que haya sido etiquetado como “enfermo mental”. Ir al psiquiatra o a otros profesionales de la salud expone a una persona ya angustiada al riesgo de reclusión y tratamiento forzado con un proceso poco o nada reglamentado. Cuando uno se siente indefenso y superado, buscar tratamiento psiquiátrico se puede convertir en el error más peligroso en su vida. A menudo, la gente evita buscar ayuda por miedo a ser encerrado o forzado a tomar medicación, cuando las intervenciones psicoterapéuticas podrían salvar vidas.

 

Quinto, la capacidad de la psiquiatría para forzar el tratamiento en los pacientes más complicados significa que los psiquiatras no tienen mucha motivación desarrollar tratamientos realmente útiles. Los psiquiatras pueden y deben desechar los mismos y viejos enfoques compulsivos y repetitivos (hospitalización, medicación que nubla la mente y terapia electroconvulsiva) que no presentan ninguna evidencia de su efectividad. ¿Por qué explorar enfoques mejores, cuando simplemente pueden encerrar a la gente, mientras les hacen creer que están haciendo lo mejor que pueden hacer? Los tratamientos involuntarios se convierten en la vía más fácil, sin necesidad de intervenciones psicoterapéuticas que requieren atención, empatía, trabajo exigente y dedicación.

 

Sabemos que hay excelentes tratamientos, incluso para las personas con mayores niveles de angustia, cuadros agudos de alteración y crisis nerviosas diagnosticadas como esquizofrenia. Robert Whitaker, Loren Mosher, así como yo mismo y muchos otros los han descrito. Sin embargo, estos enfoques permanecen fuera de los cánones psiquiátricos porque es muy fácil encerrar a personas que “no responden al tratamiento.”

 

Sexto, incluso si el tratamiento involuntario puede prevenir algunos casos de violencia, el coste es muy caro. El uso de la coerción psiquiátrica durante siglos ha llevado a reclusiones penosas y al horrible abuso a millones de personas en todo el mundo. Los tratamientos más agresivos, como la medicación neuroléptica, el electroshock y la lobotomía, nacieron de la falta de ética y escrúpulos de la experimentación masiva con pacientes recluidos que no eran conscientes de esta experimentación. Muchos de los peores abusos que continúo presenciado como experto en medicina se han perpetrado en indefensos pacientes recluidos.

 

Hoy, en América, cuando las reclusiones psiquiátricas a largo plazo han descendido, el compromiso de la sociedad se intensifica ¿Te imaginas que alguien te forzara a inyectarte medicamentos neurolépticos de larga duración como Risperdal y Zyprexa mientras estás en casa? ¿Te imaginas que rechazaras ir a la clínica a que te suministren inyecciones y la policía u otros agentes del estado vinieran y llamaran a tu puerta?

 

El sometimiento forzado a medicamentos psiquiátricos inyectables es peor que la reclusión libre de medicamentos cuando, al menos, tu mente y espíritu son libres. Las drogas neurolépticas quiebran la mente y el espíritu hasta el extremo de producir una existencia parecida a la de un zombi. Tu voluntad puede estar tan quebrada por la medicación que no puedas encontrar fuerzas o motivación para resistirte o huir y esconderte de las autoridades.

 

Hay una razón para la compleja y torpe protección del sistema de justicia criminal. Personas en posiciones de autoridad como jueces, fiscales, psiquiatras y agentes de policía necesitan restringir las protecciones constitucionales, especialmente la Carta de Derechos. El desvío de los compromisos civiles con estas protecciones, producen resultados devastadores para las personas y la sociedad. Por torpe que pueda ser el sistema de justicia, las sociedades mejoran si pueden confiar en él para protegernos de la violencia antes de recurrir a la psiquiatría coercitiva. Si un individuo no puede ser detenido según la legalidad vigente, entonces tendremos que respetar su libertad, no solo proteger la nuestra. Si están encarcelados, deben mantener su derecho a rechazar un tratamiento psiquiátrico que les encadena el cerebro, la mente y el espíritu.

 

La reivindicación de abolir el tratamiento involuntario se ha vuelto más controvertida y amenazante desde los tiroteos en masa perpetrados por individuos que parecían emocionalmente trastornados además de algunos que estaban motivados por su ideología o su religión. Como comento en mi libro “Medication Madness: The Role of Psychiatric Drugs in Cases of Violence, Suicide, and Crime” (“Medicando la locura: el papel de las drogas psiquiátricas en casos de violencia, suicidio y crimen”), la psiquiatría oficial y el tratamiento involuntario no ha protegido a la sociedad de estos. Casi todos los no jihadistas pasaron por el sistema de salud mental que ha fracasado en la respuesta a sus amenazas de violencia. A muchos se les dio fármacos psiquiátricos que empeoraron o incluso causaron su violencia. Por otra parte, el sistema psiquiátrico nunca detectará a la mayoría de los jihadistas, y si lo hace, no nos protegerá ya que continuará pisoteando los derechos individuales.

 

La experiencia práctica demuestra que el tratamiento involuntario no protege a la sociedad cuando abusa de mucha gente inocente. Muchos de los asesinos múltiples, especialmente los jihadistas, podrían haber sido disuadidos por el sistema de justicia criminal si hubiesen sido investigados y procesados con mayor rigor.

 

Abolir el tratamiento no voluntario es fácilmente justificable apoyándose en la Carta de Derechos que incluye secciones que aluden a la finalización de los procesos, la protección ante castigos excepcionales y crueles y la protección de la libertad de expresión. El tratamiento involuntario no cabe en una sociedad que valora los derechos de las personas. No es “humano” o “amable” encerrar y drogar a personas contra su voluntad. Si esas personas pensasen que el tratamiento psiquiátrico fuera humano y amable, lo habrían escogido. Al imponerse a su voluntad, los profesionales devotos de las teorías y prácticas psiquiátricas han hecho más daño que bien y, esto no es humano ni bueno; es sencillamente opresivo.

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