A vuelta con los ingresos psiquiátricos involuntarios (I)

Hace unos días se publicó en el blog postpsiquiatría un texto acerca de los ingresos psiquiátricos involuntarios que ha suscitado algunas reflexiones de compañeras. Nos ha parecido una oportunidad interesante para abrir un espacio que consideramos fundamental para poder pensar sobre este tema y las hemos invitado a compartir estas reflexiones en lo que esperamos sea una serie de textos que agruparemos bajo el epígrafe «a vuelta con los ingresos psiquiátricos involuntarios».  

Antes de nada quería agradecer que hayáis abierto una entrada para generar debate en torno a los ingresos involuntarios. Leer el texto me ha removido, me ha desconcertado, me ha enfadado, pero me ha obligado a pensar. Así que una vez reposada la lectura no puedo hacer otra cosa que agradecer profundamente que os hayáis animado a crear un espacio de reflexión en torno a este tema y a otros muchos de los que se pueden leer entre líneas en el artículo.

En esta respuesta me voy a centrar particularmente en la primera parte. Pues me he sentido interpelado directamente cuando se hablaba de jóvenes que han olvidado “a quienes trabajaron (por el cambio) antes que nosotros y en gran medida continúan haciéndolo”.  Me he sentido interpelado porque hablo como hijo. Como hijo orgulloso de uno de los referentes a los que se cita, como hijo intelectual de otros de los nombres que ahí aparecen y, si se quiere, como hijo de la reforma psiquiátrica. Hablo desde ahí, decía.

Siempre me ha gustado prestar atención al metarrelato de la transición. A pensar en quiénes fueron los autores del discurso, qué intereses tenían, quiénes lo difundieron, el efecto que tuvo y que tiene, su utilidad, su sentido, sus grietas, con la intención con la que se formula, etc. Vengo de una familia que se sintió perdedora con ese relato. Que sintió que todo ese proceso dejó fuera de la historia oficial experiencias, voces y proyectos políticos que tenían mucho valor histórico. Desde ese lugar el “gran consenso” no existió. Porque no se puede hablar de consenso cuando muchas voces que no legitiman el proceso se están dejando fuera y no están representadas (entre otras cosas porque muchas de ellas habían sido asesinadas por partidos cuya voz sí aparece en el discurso que ha sido accesible para todas).

Como decía, he tenido la suerte de vivir en una familia que denunció desde el principio la versión oficial de la historia. Que me habló de los proyectos y experiencias silenciadas. Que me acercó relatos para que yo pudiera hacerme mi propia composición de lugar y construir un relato histórico propio, a partir de la contrastación y la reflexión personal y colectiva. Gracias a eso conocí la experiencia de casas viejas, de los consejos de Aragón, las luchas de la CNT en Catalunya, a Joaquín Maurín, al POUM, y tantos otros proyectos que, al conocerlos, ampliaron mi margen de posibilidad. Mis mundos posibles.

Gracias a que me presentaran estas experiencias, y las de las personas que habían estado militando durante los años 70 en agrupaciones políticas clandestinas y que no quisieron (o no les dejaron) participar de la transición,  para mi el PSOE nunca fue un partido de izquierdas. Obviamente nunca supuso una alternativa al capitalismo. Tampoco me propuso un mundo apetecible en el que vivir. Pero algunos de mis compañeros, especialmente los que no habían tenido acceso a la historia silenciada, no conocían muchas alternativas más. La izquierda era la Unión Soviética o el PSOE. La transición y su relato supuso para ellos una reducción del margen de posibilidad, de esos mundos posibles.

Creo que quien conoce algunas experiencias tiene la responsabilidad de hacer algo con ellas. Y en muchos momentos he sentido que la mía pasa por compartir los relatos que me habían acercado desde pequeño. Son muchas las conversaciones de bar que me vienen a la cabeza. Muchas las discusiones en las que esos proyectos y experiencias han sido ninguneados por no aparecer representados en la “historia oficial”.

Y me gustaría hacer algo breve con el relato de la reforma psiquiátrica, puesto que encuentro muchas similitudes con el de la transición.  A ver si consigo explicarme. A mí los relatos históricos y políticos me parecen útiles cuando me ayudan a orientar mejor mi vida personal y política. Cuando amplían mi margen de maniobra o me dan claves para imaginar y construir el mundo que quiero. Me gustan los textos que me ayudan a mejorar, y me parecen problemáticos los que me constriñen y desmovilizan.

Creo que el relato de la reforma psiquiátrica es actualmente problemático. No los logros de entonces, sino el relato de ahora. No tengo dudas de que fue un proceso necesario, pero también incompleto. Exactamente como la transición. Pues también supuso una mejora sensible en el modelo de país. Pero hay varias opciones, y las consecuencias de ensalzarla o revisar lo que se quedó fuera no son las mismas. Por mucho que se desmantelaran buena parte de los manicomios y se abordara el “gran encierro”, se aceptaron muchas renuncias (creo que a todas se nos ocurren unas cuantas, muchas con cierto consenso alrededor, como las Unidades de media y larga estancia, el TAI, la sobremedicalización, la construcción de una red subsidiaria del modelo biomédico, y otras con menor consenso, como continuar con la privación de libertad y los ingresos involuntarios, y otras prácticas coercitivas cotidianas). Lo que a mí me gustaría, desde un interés político, es un ejercicio de compartir públicamente las derrotas, lo que no se consiguió, lo que se hubiera hecho, lo que no se permitió que se hiciera, lo que se hizo durante un tiempo hasta que lo frenaron, lo que queda por hacer. Lo que pido, apelando a la experiencia de quienes participaron, es que los logros (que llevan ensalzándose casi 40 años en la literatura “crítica” de este país) no tapen las derrotas ni sobre todo, lo que se pudo hacer durante un tiempo hasta que se murió o lo mataron. Porque son las derrotas y la memoria del sí las que me ayudan a seguir avanzando. Igual que me encantaría escuchar a la vieja guardia del PSOE o del PCE hablando de la derrota, del backstage y de la necesidad de reformular los acuerdos de entonces. Pues es ahí donde se abren las grietas de lo posible.

Con las derrotas hablo de proyectos que existieron y de los que no se habla. De las voces disidentes, silenciadas. Hablo de compartir la experiencia del Hospital Psiquiátrico Nacional de Leganés cuando era autogestionado por el comité de trabajadores, y el análisis de por qué fracasó. De escuchar las renuncias que se hicieron, los obstáculos, lo que les ayudó a atreverse. De escuchar lo que sí se pudo hacer, aunque no durara mucho. Hablo también de experiencias como la de Bétera, en la que se repartieron los sueldos y se rompieron las fronteras entre lo personal y lo profesional, lo loco y lo cuerdo. De las críticas y los obstáculos que se les pusieron. Hablo de escuchar el relato doloroso de la renuncia y el relato de lo que fue posible pero no se instituyó. Con la idea de profundizar en él y avanzar.

Algunos de los referentes citados en el texto de postpsiquiatría han podido reconocer sus imperfecciones (algunos hasta han pedido perdón por algunas de las cosas que hicieron). A mí eso me ayuda, me hace sentir que tengo una compañera de lucha, una compañera que piensa que tiene que cambiar sus prácticas, y que no tiene que cambiar solo las prácticas de los profesionales de al lado, de los “biomédicos”. Como si no nos habitara a todas una voz biomédica que condiciona nuestra práctica, o no se ejerciera poder y violencia desde la posición de la psicoterapia. Me ayuda la voz de las profesionales que se pronuncian a favor de una autotransformación y de una transformación de sus propios servicios. Hablar de lo que se ha conseguido, de lo que tenemos, de lo mucho que hemos avanzado, a mí me frena. Y muchas veces el relato de la reforma ha generado en mí esa sensación. Lo siento, es así.

Ya decía más atrás que a mí me gusta conocer la historia porque me ayuda a imaginar nuevos mundos posibles. Y gracias a los enfrentamientos y desobediencias pasadas (y arriesgadas) de muchos de los autores de los que se habla en el texto, he podido y puedo desobedecer. Y siento un agradecimiento profundo por ello. Pero desde mi punto de vista, el legado más honroso pasa precisamente por continuar con esa actitud. Pasa por volver a creerte que puedes aspirar a todo y moverte para ello.  Puedo levantar la voz gracias a ellos (en mi caso concreto, como hijo de la reforma en todos los sentidos, especialmente). Pero creo que lo que mejor habla del papel que jugaron es que no haya discursos intocables. Al menos no por la autoridad de quién los formula.

Pues a quienes participaron en la reforma seguro que también les dijeron que la idea era inconsciente, producto de su juventud y su desconocimiento. Seguro que también les acusaron de irrespetuosos. Y se debieron de enunciar un montón de fantasías de lo que pasaría si se abrieran las puertas de los manicomios. Me imagino que hasta hubo gente que se dedicó a escribir aspectos filosóficos y políticos para justificar la existencia de los psiquiátricos y, desde luego, también tuvieron que influir en cambios legislativos (la ley no suele ser un argumento que apoye el cambio social, por muy terrible que sea lo que haya que cambiar).  Entiendo que les hablarían de que no se podía proceder a ello hasta que no se dispusiera de más recursos. Hasta que no se hubieran empezado a desarrollar otras alternativas. En fin, me inclino a pensar que los argumentos que esgrimieron para frenar la reforma tenían muchas similitudes con los que se han aportado en este artículo respecto a los ingresos involuntarios. Es más, creo que profundizar en el discurso de la reforma, de acabar con el gran encierro, supone inevitablemente poner en cuestión la privación de libertad más breve de los ingresos hospitalarios y las medidas de involuntariedad que se dan cotidianamente en las plantas de hospitalización breve (y en los dispositivos ambulatorios). Y a mí lo que me gustaría es conocer esa parte de la historia. Pues es la que me moviliza. La historia que quiero escuchar.

Y que se asuma que para avanzar no queda otra que cargarse cosas que se pensaron y se hicieron con cariño. Pues el interés común es el de seguir caminando, no el de crear héroes y villanos.    

Mientras leía los autores de los que se hablaba en el texto me preguntaba ¿Quiénes fueron los autores de la reforma y de sus epílogos? Y al hacer el recuento me daba cuenta de que todos los autores mencionados son psiquiatras . Efectivamente la historia de la reforma es un relato construido principalmente por ellos. Y creo que esa es una de las razones por las que hay más dificultades para encontrar en el relato de la reforma algunas críticas especialmente relevantes (como, por ejemplo, la posición de poder que tienen en los equipos, y los mecanismos de poder exacerbados que pueden activar con su “criterio clínico”). Ojo, creo que la dificultad para revisar la posición propia, y reconocer los privilegios no es en absoluto exclusiva de los psiquiatras. Es común a todo aquel que ostenta una posición de poder. Pero en este caso, por estar especialmente presentes en el proceso de la reforma y en la construcción de ese discurso, creo que también ostentan una posición de poder desde la que es más difícil revisarse algunas cosas. Me sucede lo mismo a la hora de reconocer las microviolencias que cometo como hombre (y también como psicólogo), que muchas veces necesito escuchar la voz de quien tiene menos poder y se siente agredida para darme cuenta del lugar que ocupo y de lo que estoy haciendo.

Parte del relato oficial de la reforma deja fuera de juego y silencia la voz de muchas otras de las que participaron en ese proceso. Incluida, particularmente, la voz de quienes han pasado por los servicios desde los años 80 hasta ahora. Ni siquiera hay que poner mucho la oreja para escuchar quejas del movimiento en primera persona sobre las bondades y los éxitos de este proceso. Y creo que es importante que, como profesionales, no sigamos repitiendo el error de poner su voz por debajo de la nuestra. Porque el poder no está equilibrado. El altavoz no es el mismo. Casi todos los nombrados escriben, publican y han ocupado puestos de responsabilidad. Otras pueden ser silenciadas en contra de su voluntad. Volviendo a la analogía con la transición, los partidos cuya voz estuvo representada en la construcción del relato oficial, acabaron teniendo posiciones de poder desde las que era más difícil deslegitimar algunos de sus logros. No hablo de voluntad, ni de intencionalidad, sino de perspectiva. De la perspectiva de hablar desde un lugar de privilegio.

Personalmente creo que esa herencia también tiene implicaciones en mí, en cómo me he comunicado en los equipos, en las asociaciones o en otros espacios en los que el discurso psiquiátrico me ha silenciado. En los que he hablado menos por estar entre psiquiatras. En los que mi influencia en la esfera pública se ha visto afectada por sentir que mi voz vale menos. Y eso que yo soy hijo de un psiquiatra famoso. Esto es especialmente visible si lo comparamos con la frecuencia y el alcance de la voz de las profesionales de la red sociosanitaria.  A las que nos cuesta mucho más cuestionar el poder de quienes han tenido el micrófono y el altavoz. Y si rastreamos las bases de datos, publicamos menos. Si miramos los vídeos de los encuentros de “profesionales críticos”, cogemos menos la palabra, y si revisáramos la lista de inscritos también se vería que nos apuntamos menos (no se puede olvidar la diferencia salarial entre unos profesionales y otros). Es decir, la historia de los psiquiatras sirve para distribuir los micrófonos y los altavoces. Lo peor es escuchar un montón de veces a los profesionales con poder hablando de que los profesionales sin él apenas se forman. Como si el desequilibrio de poder no fuera cosa suya. Y sí, lo es. Y en mi caso poder cuestionar parte del relato oficial me ayuda para poder hablar.

Que la reforma sea un relato de psiquiatras también ha supuesto consolidar una jerarquía de saberes. En las que unos se consideran más útiles para comprender y dar respuesta el sufrimiento. Aunque esto muchas veces no se sustente en ninguna evidencia y nos impida aprender de otras experiencias. ¿Cuántas enfermeras se han leído textos de psiquiatras y psicólogas y cuántas psiquiatras y psicólogas han leído textos de enfermeras, educadoras sociales o terapeutas ocupacionales? ¿Cómo podemos hablar de lo multidisciplinar con una jerarquía tan evidente y con unos saberes tan desvalorizados dentro de los equipos? ¿Qué análisis hacemos para entender que tantos saberes se quedan fuera? ¿Es esto independiente del relato oficial de la reforma?

En mi familia extensa siempre ha habido una variedad (en este caso muy amplia) de autores imprescindibles. Había autoridades y referentes intelectuales. Si no te los habías leído era difícil seguir algunas conversaciones y  discutir y polemizar en ellas. Recuerdo haberme leído con mucho esfuerzo (y algo de disfrute también) el primer tomo de El Capital. Creo que más allá de tener nuevas claves para entender el funcionamiento del capitalismo, pensaba que me facilitaría la comunicación e incluso daría más amplitud a mi voz. Exagerando un poco diría que lo viví casi como una condición necesaria para sentirme legitimado a opinar en algunas conversaciones. Era algo mío, interno, pero no sólo, también era dependiente del contexto. Por una parte me siento muy afortunado y agradecido por haberme acercado a tantas maravillas, por otra parte no tanto. La admiración puede ser un arma de doble filo; puede ser de gran ayuda para crecer, pero a veces también silencia y tapona el crecimiento. A veces siento que pasa algo parecido con el relato de la reforma. 

Por eso me interesa reflexionar sobre el proceso por el que se eligieron y se eligen qué referentes son validos y cuáles no. Quiénes decidieron qué productos culturales (libros, música, vídeos…) eran valiosos, y cuáles no merecían la pena. Porque los referentes, como casi todo, son inseparables del contexto y de los intereses desde los que se enuncian, y no todas las personas tenemos la autoridad y el poder de decir (y que eso influya en) qué sí y qué no hay que leerse, ver o experimentar. Creo que el relato oficial de la reforma generó esto de una manera bienintencionada. Es lo que tienen los relatos que reorganizan el poder, que también tienen un componente prescriptor. Con la idea de compartir textos que habían sido útiles para pensar se instauraron referentes culturales que, en mi opinión, han influido en que dentro de los denominados espacios de “psiquiatría crítica” haya unas generaciones que se han atrevido a coger el micrófono y debatir, mientras otras han permanecido mucho más calladas, pensando que los símbolos y productos culturales de su generación eran algo de lo que avergonzarse. O, al menos, era algo que no contribuía a avanzar, que no merecía la pena ser escuchado. Más torpe, más naif. 

Para mí el 15-M rompió con el discurso oficial de la transición también en el sentido de los referentes. Y creo que fue muy útil para deshacer jerarquías generacionales y trabajar juntas para seguir avanzando, que es lo que quiero.  Por eso creo que el discurso oficial de la reforma tiene que abrir también espacios en cuanto a este apartado, para que suceda lo mismo. Para no silenciar. Pues hay tantas personas que siento que me encantaría escuchar y cuya voz creo que desaparece en los congresos y en los espacios de reflexión por esto mismo. Remover los referentes consolidados por el relato de la victoria es más difícil para quienes no ocupan el lugar más privilegiado. Y para eso a veces hay que hacer aspavientos y hay que revolverse. Y cuando se hace se sienten las cadenas. Pasan cosas. Creo que las personas que tienen más peso a la hora de dar valor a los productos culturales tienen que poder revisar y enunciar la insuficiencia de aquellos que marcaron su pensamiento. Desempoderarse para dar más peso a los discursos nuevos. Pues hay que tener conciencia de que no todas las voces ejercen la misma influencia. Y desde una posición de poder hay mayor responsabilidad a la hora de escuchar con atención, sin matizar, sin nombrar autores que ya lo dijeron (porque además no lo dijeron), reconociendo que también puedes aprender del otro, pues eso sirve para redistribuir de una manera más igualitaria y facilita la introducción de nuevos relatos.

A mí me ha ayudado cuando se ha reconocido la insuficiencia de algunos de los referentes que pudieron resultar útiles para pensar entonces, pero que ahora suponen un obstáculo para que se cuelen otros nuevos (algunos parten de la lectura de los anteriores, por lo que a veces no pierdes tanto como parece), que pueden suponer abrir nuevas líneas discursivas y ampliar los repertorios de acción colectiva. Incluso me interesaría la inclusión de nuevos códigos culturales a la hora de generar y difundir aprendizajes. Creo que es importante que todas nos sintamos igual de legitimadas para hablar y asumir responsabilidades. Creo que tenemos que ser conscientes de cuándo apelar a unos textos o unos autores está callando y silenciando nuevas voces. Y cuando, para que se empodere el de al lado, toca desempoderarse.

Entiendo que al presentarme como hijo de la reforma es tentador cerrar el debate y deslegitimar los argumentos interpretando mi postura como un síntoma de la necesidad de matar al padre, de mi rabia infantil primaria, de estar en contradependencia y etc., pero hacer esto sería otra vez negar los posicionamientos políticos, subordinar las voces, mirar para otro lado y contribuir a mantener las cosas como están.

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