Siento una tristeza que no puedo llorar, porque no es mía, pero tampoco puedo no sentirla, NO QUIERO no sentirla porque entonces mi corazón se convertiría en un témpano de hielo, tan duro como quebradizo; es la tristeza de la persona que más quiero, pero no se la puedo quitar. Cuando empiezo a notar que se apodera de mí, el cerebro envía una señal fulminante para que ninguna lágrima se atreva a mostrarse, ni hacia afuera ni hacia adentro, el neocórtex no tiene ni voz ni voto en este mensaje, es directo. Sin embargo, no siempre ha sido así: es fruto de un aprendizaje consciente, meditado y muy duro de llevar a cabo, un mecanismo de defensa aprendido e intencional que en realidad ha pasado muchísimas veces por el neocórtex y que, finalmente, se ha instalado en el cerebelo, o casi. Así evito que la energía que tanto necesito se desvanezca en un punzante e implacable dolor que rompe el alma en mil pedazos y que no tengo ningún derecho a arrebatar a la persona que lo sufre. Ojalá mi dolor pudiera restarse del suyo, pero no es así. Nadie puede afrontar el sufrimiento de otra persona, y nadie tiene derecho a borrarlo, a esconderlo o a silenciarlo, ni a hacerle creer que no puede afrontarlo, porqué así sólo se le arrebata su propia capacidad de encararlo, la única que puede hacerlo; pretender lo contrario no es más que una manipulación prepotente y paternalista que infravalora e incapacita a la persona para ocuparse de sí misma.

 

Estamos solas ante nosotras mismas. Nadie excepto una misma puede manejar las propias emociones, retar a sus propios miedos y sobrellevar su dolor, del mismo modo que nadie puede ser feliz por otra persona.  Sólo una misma puede vivir y sentir la propia vida, y sólo una misma puede dirigirla, a veces con miedo, incluso con pánico, a veces con precaución y otras con temeridad, a veces con ilusión, otras con rabia e incluso con violencia, otras con amor y gratitud, a veces de modo comprensivo y otras de modo intolerante… y a menudo, muy a menudo, con mezclas contradictorias de todas nuestras emociones. Y sólo una misma puede ser consciente de sí misma, de sus sentimientos, de sus emociones y de sus actos en cada instante de la vida, y es precisamente este autoconocimiento el que modula y dirige nuestras decisiones (por uso o desuso del mismo) y el que nos permite responsabilizarnos de ellas. Esta es nuestra gran capacidad como Homo sapiens: decidir y responsabilizarnos de nuestra propia vida, porqué no sólo pasamos por ella, también la sentimos, la sufrimos, la disfrutamos, la tememos, la experimentamos y la decidimos y, además, somos conscientes de todo ello (o al menos tenemos esta capacidad, lo que no implica que la usemos); esta autoconciencia es la que nos permite acumular experiencias, recordarlas y aprender de ellas, y ser así agentes activas, y no meramente pasivas, de nuestras vidas.

 

Pero ¿qué ocurre si a una persona la lobotomizan? Pues que le extirpan precisamente esta capacidad, la que la hace humana. Su vida deja de ser suya, se la desresponsabiliza de sí misma, de lo que siente, de sus actos y de sus consecuencias, se le aniquila la capacidad de decisión y la iniciativa, e incluso la capacidad de ocuparse de sus necesidades básicas, se le extirpa la capacidad de cognición y se enmascaran sus emociones hasta romperlas, se la convierte en zombi, el nuevo Homo dsm, un ser humano al que le han robado su historia vital reduciendo toda su vida a una especie de pseudo-cuadro clínico en el que no caben ni su dolor ni su sufrimiento ni las causas que realmente lo han provocado, una persona absolutamente desempoderada, desamparada, vulnerable y fácilmente manipulable.

 

Esto es lo que le han hecho al amor de mi vida, a quien llamaré Estrella, durante muchos, demasiados años y en diferentes centros de salud. Pero en octubre de 2014 hubo un punto de inflexión brutal cuando entró a formar parte de un programa para el tratamiento del Trastorno Límite de la Personalidad (TLP) en un Hospital de Día de Barcelona, al que llamaré X. En pocas de semanas ocurrió algo que la despedazó por dentro con tanta fuerza que quebró su mente y aniquiló su humanidad.

 

Durante el año 2013 le diagnosticaron Trastorno Límite de la Personalidad en un Centro de Salud de otra comunidad autónoma y le recetaron diariamente un Tranxilium 10, un Lormetacepam 1mg y un Deprax 100mg (¡tres potentes drogas que deben administrarse de modo esporádico (si es que realmente deben administrarse) recetadas directamente por un año!) En abril de 2014 volvió a Barcelona y vino a vivir conmigo, e hizo los trámites para que la derivaran al CAP correspondiente, que la derivó al CSMA correspondiente, que la derivó al Hospital de Día X donde, el 15 de octubre de ese mismo año, entró en el mencionado programa para TLP, momento en el que empezó un declive vertiginoso y devastador, tanto a nivel físico como emocional, y un deterioro cognitivo fulminante. Se convirtió en zombi en pocas semanas. Yo no sabía en ese momento lo que le estaba ocurriendo. Estrella es una persona adulta y tiene todo el derecho a no compartir ni el diagnóstico, ni el tratamiento ni nada relacionado con su salud con quien ella no quiera hacerlo. Y conmigo no quería. Esas primeras semanas fueron, para ambas, una auténtica “locura” (una “locura” que pasó a ser habitual durante los años siguientes). Yo pensaba que se drogaba, y realmente no me equivocaba, pero se drogaba por prescripción, y eso no lo sabía, simplemente veía y vivía el cambio devastador que estaba experimentando: perdió la mirada y cambió su expresión facial, su sonrisa se desdibujó; empezó a balbucear cuando hablaba, haciendo largas pausas en las que se quedaba con la mirada perdida y la boca entreabierta, ladeando la cabeza a menudo, poco a poco, como si se estuviera durmiendo, no podía prestar atención ni mantener una conversación; durante el día se quedaba aplanada en la cama, incapaz de realizar ninguna actividad cotidiana porque siempre se sentía cansada, estaba totalmente apática, dejó de ocuparse de sus cosas y de sí misma; también cambió su modo de moverse, estaba a la vez rígida y temblorosa y empezó a caminar arrastrando los pies e inclinando la columna hacia delante con cierta rigidez. Por otro lado, sus reacciones emocionales se partieron en dos: reacciones completamente planas y reacciones desproporcionadas, llevadas al extremo; empezó a comportarse como una niña pequeña; cualquier cosa, comentario, petición, suceso, que rompía o interrumpía o interfería en su estado catatónico provocaba una cascada de reacciones agresivas o victimistas desmesuradas. Pero ni en estado catatónico ni en pleno secuestro emocional podía darse cuenta, ser consciente, de su estado. La habían roto por dentro, y ninguna de las dos lo sabía.

 

Al cabo de unas semanas, que a mí me parecieron una eternidad, me explicó que formaba parte de dicho programa, que le habían dicho que tenía una enfermedad en el cerebro que era para toda la vida y que por eso le habían recetado más medicación. También le dijeron que mientras formara parte del programa no podría estudiar ni trabajar. Ésta era toda su información; y no es que sea simple para que las profanas podamos entenderla, es simplista, y nada más, sin contenido, sin información real y, en muchas ocasiones, falsa.

 

Entonces supe también que estaba tomando nueve drogas diferentes diarias (¡que posteriormente llegarían a ser once!): un cóctel demoledor que incluía neurolépticos, benzodiacepinas, distintos moduladores (o, mejor dicho, desreguladores) de la serotonina, antiepilépticos, etc. La lobotomizaron en pocos días con una bomba química, y no de precisión ni selectiva en absoluto, sino de DISPERSIÓN, pasando el cerebro (y los intestinos, no nos olvidemos de ellos) por una batidora química y dañándolo sin piedad. Y esto sin explicarle nada sobre la medicación excepto que era necesaria (pastillas para dormir, pastillas para la ansiedad, pastillas para la tristeza y un largo etcétera de mentiras), sin explicarle nada sobre la supuesta enfermedad mental excepto que es para toda la vida (aunque no tenga base científica ni puedan facilitarle ningún análisis bioquímico del supuesto disbalance bioquímico), todo para tapar un sufrimiento insoportable que no se quiere aceptar, porque deja al descubierto las carencias humanas de la sociedad del bienestar (¡qué eufemismo llamarla así!).

 

Todos los comportamientos que no encajan son enfermedades, y lo que provoca sufrimiento no encaja, y el comportamiento de las personas que sufren tampoco encaja (da igual si el sufrimiento lo provocan problemas sociales o económicos, circunstancias traumáticas o accidentes, da igual si hemos sufrido abusos o maltratos o si hemos provocado dolor abusando de otras, da igual si nuestros recursos son insuficientes para una supervivencia digna o si tenemos tantos que no sabemos qué hacer con nuestra vida, da igual si somos demasiado tímidas o miedosas o temerarias, o demasiado activas o demasiado poco, o demasiado tristes o demasiado alegres, o si tenemos percepciones que otras no tienen, todo cabe en el concepto de enfermedad mental, terrible arma de doble filo que  mata dos pájaros de un tiro: en primer lugar mata a la persona que sufre y busca ayuda para que no moleste (da igual si es víctima o agresora, todas somos ambas cosas en algún momento de la vida), en segundo lugar mata la capacidad de criterio a nivel social, invadiendo la conciencia colectiva con unos conceptos totalmente distorsionados de salud y enfermedad, asumiendo que las personas que no encajan son enfermas y necesitan tratamiento, básicamente farmacológico, para que su comportamiento sea aceptable (“sano”). Y así se borran de un plumazo las experiencias vitales que nos modelan, se borran de un plumazo las desigualdades sociales, económicas o de género, desaparecen los maltratos y los abusos, se extirpan como si de tumores malignos se tratara las diferencias que nos hacen únicas, las percepciones que nos hacen únicas, las emociones que nos hacen únicas. El concepto de enfermedad se ha convertido en un cajón de sastre en el que cabe todo aquello que no cabe en la sociedad ni en sus marcos impuestos, marcos que no sólo limitan el sano flujo de las ideas para que nada rompa la armonía, sino que además controlan toda posibilidad de elección. 

 

¿Por qué, cuando Estrella acudió al Hospital de Día X en busca de ayuda, en vez de empezar una de-prescripción la bombardearon de un modo tan fulminante? Hacía más de un año que estaba tomando tres drogas diarias, entre ellas dos benzodiacepinas, de las cuales sabemos perfectamente que no sólo no curan nada y que colocan por igual a cualquier persona, sana o enferma, sino que, además, tomadas más allá de unas pocas semanas crean dependencia, y Estrella hacía más de un año que las estaba tomando, además de la trazodona. Sin embargo, se omite la información sobre los terribles efectos de tomar este tipo de drogas de modo crónico, y se nos confunde e incluso se nos engaña, obviando completamente el hecho de que reducir o dejar este tipo de medicación puede provocar síndrome de abstinencia y tergiversando los hechos hasta el punto de hacerlos encajar en el concepto de recaída o brote psicótico. Finalmente se concluye que la medicación no se puede dejar, y digo “se concluye”, porqué jamás se argumenta. Pero a Estrella no sólo la convencieron de eso, ¡le prescribieron seis drogas más!  Y así fue cómo pasó de tomar tres a tomar nueve drogas diferentes diarias. 

 

¿Por qué el 17 de diciembre de ese mismo año, aproximadamente 540 psicofármacos después de iniciar el (supuesto) tratamiento, hizo una solicitud para que le reconocieran un grado de discapacidad? ¿De quién fue la idea? ¿De ella, o de las lobotomizadoras? Estrella jamás había tenido ninguna discapacidad. Pero en dos meses la discapacitaron, y continuaron haciéndolo los años siguientes bombardeándola con más de 3000 dosis de drogas al año. En la resolución de dicha solicitud le reconocieron un grado de discapacidad del 66%, discapacidad de la que absolutamente nadie, ni la familia, ni las amistades ni las profesionales que la habían atendido hasta entonces se había dado cuenta, pero se hizo evidente, y de un modo fulminante, a las pocas semanas de iniciar el (supuesto) tratamiento. En la revisión realizada en julio de 2017 le reconocieron un grado de discapacidad del 71% de carácter permanente. 

 

¿Qué tipo de seguimiento se hizo para controlar los efectos nocivos para la salud (conocidos y constatados) de tanta y tan variada medicación psiquiátrica? ¿De qué parámetros y en relación a qué escala? ¿Qué tipo de seguimiento NO VE un deterioro tan flagrante de la salud? ¿Qué tipo de seguimiento NO VE un deterioro tan fulminante de la capacidad cognitiva? ¿Qué tipo de seguimiento NO VE una involución emocional tajante y manifiesta? Incluso de haber habido algún beneficio, que no lo hubo, el precio sería demasiado alto, porque el precio es su vida. ¿Por qué nadie ha querido ni quiere relacionar la fragilidad de su salud y de sus emociones ni el deterioro cognitivo con los efectos de la medicación? ¿Quizás porque sería demasiado laborioso o complicado? ¿Quizás porque delataría los aberrantes tratamientos de la psiquiatría? ¿Por ambas cosas? ¡Hay tantos porqués sin respuesta!



El 7 de mayo de 2015 Estrella dejó el programa en el Hospital de Día X, con mi apoyo absoluto, pero la continuaron medicando en el CSMA al que acudía. Sin embargo, el daño profundo ya estaba hecho y afianzado, la creencia de que tanto sus actos como sus sentimientos y emociones son consecuencia de una enfermedad cerebral no sólo abrió las puertas a todo tipo de comportamientos adictivos y a todo tipo de reacciones emocionales descontroladas, sino que además se convirtió en su justificación, desvinculándola radicalmente de cualquier tipo de responsabilidad de sí misma. Su humor era como una montaña rusa, paralelo a los habituales cambios de medicación, su salud en general se iba debilitando y acabó atrapada en un círculo vicioso de drogas psiquiátricas, urgencias y especialistas en el que nadie veía (porque nadie miraba) a la persona que buscaba ayuda desesperadamente, y nadie creía (y nadie cree a día de hoy) en ella ni en su propia capacidad de recuperarse. ¿Cómo puede así creer en sí misma? Creer en una misma contra viento y marea en una situación de vulnerabilidad tan acusada como la de Estrella es muy difícil, especialmente si todo el mundo refuerza precisamente su sentimiento de indefensión.



A mí me parece que durante estos años no ha sido más que un conejillo de indias al que han mandado de una puerta a otra, puertas en las que ella había confiado inicialmente, pero en las que jamás ha encontrado una visión global de su salud, y menos aún, comprensión humana, porque en ninguna han visto ni ven a una persona sino sólo un conjunto de comportamientos, actitudes y reacciones que no son tolerables, por la violencia con que se expresan, pero que tienen una razón de ser, una sensación de desamparo mantenida y reforzada a lo largo de muchos años, invisibilizada una y otra vez mediante múltiples diagnósticos (tantos como comportamientos no aceptables) y múltiples medicamentos para controlarlos, pero en ningún caso para curar, porque ni el dolor emocional ni nuestro comportamiento para afrontarlo son enfermedades sino mecanismos de defensa que usamos como mejor podemos, y cuanto más se pretende evitar la salida de este dolor más se acumula dentro, creciendo a un ritmo exponencial como magma que quema las entrañas en la más profunda soledad, porque los medicamentos han borrado su expresión visible para las demás aniquilándole la capacidad de gestionar sus propias emociones. Y le han abierto tantos frentes diferentes, incluyendo los terribles efectos yatrogénicos (Y NO RECONOCIDOS) de la medicación, que no pueden manejarse uno a uno, la han partido y han repartido sus pedazos entre los especialistas, pero no la han vuelto a recomponer, porque los pedazos se han perdido en una maraña kafkiana de puertas y laberintos inconexos entre sí, donde cada puerta la fragmenta un poco más y cada fragmento la aleja más de sí misma y del origen de su sufrimiento; así se evita sistemáticamente atacar la raíz del problema y se van cortando ramas deformes, hojas enfermas, frutos podridos, etc., en un círculo vicioso que nunca acaba porque se limita a esconder, tapar o disimular las manifestaciones de un dolor no reconocido del cual la persona se defiende como puede, y cuando se corta por un lado nace por otro, porque la raíz sigue enterrada, intacta.  Estas defensas, estos comportamientos inaceptables, son reacciones humanas normales ante el dolor y el sufrimiento que se pretende ocultar, pero si se mantienen en el tiempo porque no se afronta el motivo real de ese dolor, porque se obvian los hechos que lo provocan o lo provocaron, el organismo acaba adaptando su fisiología a la nueva situación, aprendiendo a vivir constantemente en estado de alerta, lo cual es nefasto para la salud de la persona a nivel global y perversamente favorable para la psiquiatría (y para la medicina en general).

 

Durante estos años se han ido alternando épocas en qué el comportamiento de Estrella era impulsivo y muy agresivo con otras en qué se quedaba en estado casi  vegetativo la mayor parte del día, desarrollando asimismo todo tipo de adicciones, tanto en relación a sus actos como a sus emociones, además de a las drogas, prescritas o no; y todos estos cambios han tenido sus correlatos: cambios de medicación y/o nuevos diagnósticos o nuevos síntomas de lo que ya tenía diagnosticado, correlatos que no han hecho más que marear la perdiz porque todas sus adicciones, sean a sustancias, a comportamientos o emocionales, tienen un mismo origen (una situación o conflicto no afrontado) y un único propósito (evadirse del conflicto real porque no puede, o cree que no puede afrontarlo), sin embargo se han atacado sistemáticamente por separado sin enfocar jamás la atención en el conflicto que realmente las provoca, y así ha ido sustituyendo las adicciones que le han cortado por un lado, por otras; las que tienen nombre propio se han traducido en un nuevo diagnóstico, las que no, siempre caben en alguno de los diagnósticos que ya tiene, como síntomas que aún no se habían manifestado. Y esto es un círculo vicioso que va minando sus capacidades, porque la raíz del conflicto continúa intacta y sigue desarrollando adicciones, saturando así el sistema de recompensa del organismo hasta un punto en qué éste prioriza los estímulos relacionados con la evasión del conflicto sobre los de la estricta supervivencia, dejando así de ocuparse de sí misma.

 

Hacia finales del año 2016 el comportamiento de Estrella cambió de modo bastante brusco por enésima vez. Se dormía en cualquier momento del día, se quedaba en la cama, en cualquier posición, totalmente ida. Yo ya estaba relativamente “acostumbrada” a los cambios de su comportamiento, le estaban bombardeando el cerebro desde hacía dos años y nada me sorprendía, sólo me entristecía más y aumentaba mi sensación de impotencia. Pero un día vi unos potes de medicación a su nombre que no había visto nunca, y cuando le pregunté qué era me dijo que estaba tomando metadona para dejar la heroína. ¿Heroína? ¡Pues sí, sí que fue una auténtica sorpresa! Cuando lo supe sentí una puñalada en el corazón que tuve que cauterizar al instante para que no se rompiera del todo. Me explicó que había empezado a fumarla con su pareja pocas semanas atrás, sin embargo, ha tomado metadona durante más de un año. ¿Era necesaria esta desproporción? ¿Era necesario cambiar una adicción por otra que, como mínimo, es igual de peligrosa? ¿Era necesario drogar más a una persona a la que ya estaban drogando con todas las drogas psicoactivas habidas y por haber? Pues sí, así funciona el sistema. Y así dejan de funcionar las personas. Pero algunas, como Estrella, no se rinden nunca.

 

Estrella es la persona más fuerte que conozco, pero no estoy segura de si lo sabe. Es una mujer valiente, pero hace demasiados años que la están torturando sin piedad.  Más de 10.000 drogas en tres años, además de la metadona, no son inocuas, el resultado sí que es una persona enferma, desquiciada y sin rumbo. Le han pulverizado el cerebro, y cuando se ha dado cuenta del daño ocasionado por la medicación y ha querido dejarla, se ha quedado sola. A pesar de ello, a finales de 2017 empezó a reducir la medicación por su propia cuenta, creo que sin apoyo profesional y no sé con qué información. Yo noté cambios, en relación a su lucidez, que parecía empezar a recuperar, y en el brillo de sus ojos, que hacía años que había perdido completamente. También me pareció que empezaba a recuperar cierta expresión facial. Cuando se lo comenté me dijo que estaba dejando las pastillas y que sólo tomaba 2. No estaba dispuesta a darme más información puesto que mi preocupación es realmente una intromisión en su vida, y yo no insistí. Pero este camino está lleno de trampas, y recuperarse a una misma implica recuperar todo aquello que las drogas intentaron tapar, borrar o esconder, y buscar otro modo de afrontarlo (o simplemente, no afrontarlo). Y todo este esfuerzo tiene que hacerlo en una situación de debilidad y vulnerabilidad que se ha agravado de modo exponencial desde que decidió buscar ayuda por primera vez, y sin garantías de que nada salga bien. Aun así, en enero de este mismo año y en pleno barullo emocional resucitado al dejar la medicación, después de años viviendo en diversos estados alterados de conciencia constantes, superpuestos unos a otros y que pretendían silenciar todo su dolor, decidió dejar también la metadona. Pasó unas semanas muy difíciles, durísimas, con síndrome de abstinencia y sin poder dormir (porque desde que dejó las pastillas sólo conseguía dormirse con la metadona), semanas que se le complicaron con todo tipo de malestares, fiebre, náuseas, un catarro que la dejó agotada y con muchísima ansiedad.  Las visitas de urgencia al CAP eran casi diarias, pero allí, lo primero que le preguntaban al verla en ese estado era si se tomaba la medicación y ella no se atrevía a decir que la había dejado, y menos aún, que tampoco tomaba la metadona. Jamás ha tenido la oportunidad real de dejar la medicación, han intentado “reconducirla” mediante ajustes de la misma pero la posibilidad de dejarla nunca se ha contemplado realmente, insistiendo siempre en la gravedad de su enfermedad. Finalmente, Estrella optó por volver a tomarse una pastilla para poder dormir y descansar. ¿Y cuál era la pastilla para dormir, según su información? Pues nada menos que ¡un neuroléptico! Sobran los comentarios y salta a la vista no sólo la flagrante falta de información sino la información tergiversada e incluso falsa que se nos proporciona.

Prácticamente ha dejado toda la medicación, ha pasado los síndromes de abstinencia como ha podido y lo ha conseguido, pero también ha recuperado aquellas emociones y sentimientos del pasado que aún no ha afrontado, y que no son ni síntomas de enfermedad ni brotes psicóticos, sino sencillamente su modo de defenderse del sufrimiento, el que ha aprendido, el que cree que le ha dado mejor resultado; sin embargo sigue creyendo que está enferma y que no puede hacer nada para evitarlo. La creencia de que algo en su cerebro no funciona está muy arraigada, y eso sigue justificando su comportamiento, sea cual sea, sin que asuma la responsabilidad del mismo ni de sus consecuencias. El diagnóstico es la peor de las adicciones, la peor de las dependencias, porque es el que despoja a la persona de la responsabilidad de su vida y de sus emociones negando la existencia de un conflicto pendiente de afrontar. No se trata de una adicción reconocida ni de una nueva adicción de Estrella, es una adicción epidémica provocada y promovida institucionalmente. La enfermedad se ha convertido, a pesar de que a nadie le guste estar enferma, en la zona de confort social; por muy terrible que sea la enfermedad la preferimos a tener que enfrentarnos con una realidad que no aceptamos porque nos duele demasiado. Pero a veces alguien nos tiene que poner el dedo en la llaga para que nos demos cuenta de dónde nos duele, porqué el dolor se irradia por todo el organismo y a menudo no sabemos de dónde proviene. ¿Quién se atreve a poner el dedo en la llaga?

 

¿Cómo puede Estrella recuperarse a sí misma SIN SABER que realmente sí que puede? Es más, no sólo puede sino que sólo ella puede hacerlo.

Nuestras creencias dirigen nuestras decisiones, y esta creencia está muy bien afianzada no sólo en Estrella, sino en el imaginario colectivo de nuestra sociedad, está tan bien afianzada que a nadie se le ocurre pensar que es una creencia, se considera un hecho y, como tal, incuestionable.

Hace ya muchos años que se alzan voces críticas en relación a la psiquiatría actual, y muchas de ellas desde la propia psiquiatría, pero son muy dispersas y se enfocan en diferentes direcciones. Muchas de estas voces críticas han calado en el imaginario colectivo, como las críticas a los tratamientos farmacológicos por sus terribles efectos, las críticas a los tratamientos involuntarios y a las contenciones mecánicas, la demanda de información veraz y completa, la lucha contra el estigma social que provoca una etiqueta psiquiátrica, o la reclamación de derechos en general de las personas con enfermedad mental o psiquiatrizadas. Pero hay otras voces que, aunque sí se oyen a nivel teórico, no han calado en absoluto en dicho imaginario colectivo, porque cuestionan algo que damos por hecho: el diagnóstico de enfermedad, un diagnóstico basado en convenciones y en la percepción que tiene la profesional de la percepción que tiene la “paciente” de sí misma. Lo que está en juego en esta crítica más invisible es el concepto de enfermedad, a secas, concepto que sutilmente se ha ido ampliando y ampliando hasta abarcar cualquier disonancia que rompa la armonía de la sociedad del bienestar. Y un concepto no cambia de un día para otro sino poco a poco, de modo imperceptible pero muy agresivo, especialmente a través de la educación, y se refuerza mediante los medios de comunicación tan accesibles e inmediatos de que disponemos actualmente. Desde la aparición del DSM III la psiquiatría se ha ido inmiscuyendo en la salud y la vida de las personas bajo un falso estandarte de cientificidad. Las hipótesis biologicistas que sustentan esta pretendida cientificidad pueden ser ciertas o no, no lo sabemos, pero sí sabemos que no hay argumentos que las sustenten, cosa que no las invalida, pero sí las deja sin ningún tipo de justificación científica. Estas hipótesis, que establecieron como relaciones causales simplemente ciertas correlaciones observadas casualmente en los efectos inesperados de ciertos fármacos sobre la actividad del sistema nervioso, han invadido con sorprendente rapidez la conciencia colectiva, como una mala hierba con apariencia de flor medicinal. La psiquiatría biologicista se ha erigido ella misma como panacea de cualquier tipo de malestar humano y ha encajado a la perfección en una sociedad que por encima de todo quiere resultados inmediatos en cualquier ámbito de la vida, incluido el de la salud (si no estamos sanos no somos productivos), adquiriendo un estatus que la convierte por fin, a ojos de la sociedad, en incuestionable, independientemente de su validez, que sigue brillando por su ausencia, e independientemente de su eficacia en relación a la salud, que no sólo es nula sino perjudicial (aunque como método de control social es absolutamente eficaz). Y este estatus divino que ha adquirido la psiquiatría lo ha captado al vuelo la industria, que ya está bien presente en todos los ámbitos de la educación, encontrando un filón de oro en la producción de salud, y convirtiéndose en formadora de profesionales, mecenas de la investigación y agente de publicidad de las nuevas enfermedades y los nuevos medicamentos, reforzando la incuestionabilidad de la psiquiatría, inventando enfermedades donde no las hay y enfermando a las personas para que sean consumidoras de salud el resto de sus vidas.

¿Cómo es posible que una mentira tan escandalosa se convierta en verdad absoluta y se transmita como una plaga a nivel social? En mi opinión es una simple, pero muy, muy profunda, cuestión de educación, porque lejos de ser una sociedad crítica gracias a nuestra ciencia, hemos convertido la ciencia y la tecnología en los instrumentos de una nueva religión, universal, fanática y dogmática como la que más, que se nos inculca desde la infancia como ideario básico de nuestra sociedad, y se nos sigue inculcando hasta la muerte. Toda la educación se estructura alrededor de una visión polarizada de la realidad: la sagrada (la científica en este caso) y la profana, lo que facilita el adoctrinamiento en el credo implícito de nuestra sociedad, una especie de burbuja de bienestar (aunque particularmente la veo como una burbuja de supervivencia) en la que no sólo el bienestar sino también, y especialmente, las necesidades básicas son meros productos de consumo, en el caso de los segundos de consumo obligatorio para sobrevivir.  El punto clave de la educación es formar personas dependientes de dicha burbuja, adictas consumidoras de vida producida científicamente, exigentes, pero no agentes de la misma. Y para ello, se ha convertido ella misma en producto de consumo indispensable y en productora de conocimiento, alimentándose y reproduciéndose a sí misma. El conocimiento se ha convertido en un mero producto de consumo, a costa de sustituir nuestra capacidad de aprendizaje por una mera instrucción acumulativa, medible y valorable en virtud de dicha medición, y puesto que el propio sistema educativo define qué es la ciencia y cuál es su método, él mismo adjudica el valor al (presunto) conocimiento. Pero el dinamismo del conocimiento no se deja medir, no somos sapiens por acumulación sino más bien por indagación, por “meter las narices” en lo desconocido, y esto no cabe en el currículo educativo actual. De este modo, la educación reproduce al mismo tiempo que oculta la enorme fractura que hay entre el credo que difunde y la realidad, creando un punto ciego tanto a nivel social como individual, tanto a nivel experto como profano, un auténtico espejismo de la realidad, un acto de fe tan profundo que permite difundir la doctrina con una facilidad tóxica y aplastante, mediante simples etiquetas tipo Xanacol, las biblias de nuestro credo científico, eso sí, avaladas por asociaciones de expertas, estudios científicos y sellos de calidad. Pero todo el conocimiento humano es falible, incluido el científico. Somos unos seres muy limitados como para creernos dioses en ningún aspecto, pero somos suficientemente inteligentes como para decidir cuestionarnos cualquier acto de fe, especialmente en la ciencia institucionalizada.

 

Este punto ciego a nivel social, es el punto más luminoso que hay para la industria y es el punto fuerte de la psiquiatría (aunque no es exclusivo de ella), independientemente de si para ella es ciego o luminoso, porque la catapulta al estatus de incuestionable, y esto permite y favorece que gran parte de las voces críticas que empiezan a calar en la mente colectiva sean subrepticiamente dirigidas de modo que sea lo que sea que reclamen, critiquen o cuestionen, no alteren el acto de fe en la enfermedad, la creencia de que algo en nuestro cerebro no es como debería ser. Para ello la propia psiquiatría ha secuestrado el lenguaje y utiliza los conceptos de enfermedad,  trastorno, malestar, etc., con la coletilla de mental, distorsionando su significado e implantándolo en la mente colectiva mediante la promoción, junto con otras instituciones (entre ellas la industria farmacéutica y las asociaciones de pacientes y/o familiares), de campañas de (des)información y (des)sensibilización de la sociedad sobre las enfermedades mentales, adueñándose específicamente del concepto de sufrimiento (¡un concepto tan rico en matices humanos totalmente instrumentalizado!) pero borrando las causas reales y personales  del mismo y sustituyéndolas por la impersonalidad de los diagnósticos por consenso. Este tipo de sensibilización no hace más que perpetuar dicho punto ciego divulgando tendenciosamente una información tergiversada y manipulada, en el mejor de los casos, e infectando los esquemas sociales compartidos con un discurso pseudocientífico, burda caricatura del discurso y la metodología científica, que ratifica y legitima el acto de fe en el diagnóstico de enfermedad; todo ello bajo una apariencia de comprensión y tolerancia, con  un discurso inclusivo e integrador que, además, ¡limpia nuestras conciencias! ¿Qué más se puede pedir? ¡Bendito fraude de transmisión social que roba nuestras vidas para evitarnos el sufrimiento! Pero realmente no lo evita, ni mucho menos, simplemente nos obliga a aceptarlo como enfermedad, porque nuestra burbuja se nutre de nuestro miedo a sufrir, y como enfermedad nos pueden vender el tratamiento. Pero el miedo como modo de vida acaba con la vida. El sufrimiento es inevitable, no es justo ni equitativo, a veces es tan duro que rompe el corazón, pero forma parte de la vida, de nuestra vida humana; afrontarlo nos fortalece, activa nuestra curiosidad y nuestra capacidad de aprendizaje, pone en marcha nuestro ingenio, pero también consume mucha energía y no siempre se consigue, incluso nos puede matar; sin embargo, no afrontarlo, no intentarlo siquiera porque CREEMOS de antemano que no somos capaces de hacerlo, acaba con todas nuestras capacidades reales antes de haber aprendido a usarlas, nos hace vulnerables y dependientes, nos desempodera. La vida no tiene garantías ni seguros, intentar hacer algo no garantiza su consecución, pero no intentarlo sí garantiza no conseguirlo. No podemos decidir lo que vamos a sufrir, sólo podemos decidir cómo lidiamos con nuestro sufrimiento y si, a pesar de su dureza, queremos superarlo y seguir caminando.

 

Estrella está en esta encrucijada. Sin alternativas, por culpa de una maldita creencia que no nos deja ver lo que tenemos delante, a nosotras mismas como agentes de toda nuestra vida, no sólo de nuestra salud. ¿Hasta qué punto o, mejor dicho, desde qué punto puede el cerebro lobotomizado recuperarse a sí mismo, re-generarse, re-conocerse, re-capacitarse? ¿Cuánto daño le han causado a Estrella? ¿Puede darse cuenta de que su estupendo órgano rector, a pesar de que se lo han triturado con total impunidad, es muchísimo más poderoso de lo que le han hecho creer?  ¿Puede empoderarse de nuevo, a pesar de que todo su entorno la sigue considerando una enferma, una enferma que, además, ahora, no toma la medicación? Yo sigo creyendo en ella, y creo lo contrario que todo nuestro entorno, creo que dejar la medicación ha sido el primer paso para recuperar su vida. Nada ni nadie me va arrebatar esta creencia, y nada ni nadie me va imponer ninguna otra, a pesar de la soledad (silenciosa y silenciada también) que esto implica. Para dar el segundo paso Estrella tiene que sentirse capaz, y para ello tiene que saber que es capaz de hacerlo o, al menos, creerlo. Tenemos que creer en nosotras mismas para derribar las creencias limitantes de las que se nutre nuestra sociedad y poder trazar nuestro propio camino, quizás sin recursos ni perspectivas, pero libres, quizás solas y sin apoyo, pero empoderadas, a menudo equivocadas, pero capaces de aprender por nosotras mismas, jamás por imposición.

 

 

[Este texto nos llegó al correo [email protected] para ser publicado como aportación desde la experiencia en primera persona de la autora.]

 

Más del autor