La aparición de la idea de enfermedad mental puede situarse históricamente en la Grecia de hace 2400 años atrás, periodo en el cual occidente comienza a formar sus bases filosóficas. Es así como Hipócrates puede ser considerado como el primer pensador en construir la idea de una medicina de carácter biológica, alejada así de cualquier tipo de explicación mística anterior. Dicho de otra manera, es desde aquel periodo de tiempo que se fue configurando una praxis médica en donde el cuerpo humano podía ser observado e intervenido por un especialista.

No es casualidad por tanto, que Hipócrates sea considerado no solo el padre de la medicina occidental, sino también de la psiquiatría, la cual ha tomado sus escritos como las fuentes epistemológicas para su conformación como subdisciplina hasta el día de hoy. De ahí que se pueda afirmar que lo que hoy conocemos como trastornos mentales, sea heredero de una ontología naturalista de la experiencia humana, que se inaugura en la Grecia de aquella época con la dicotomía psique/soma.

Una dicotomía que lo que busca finalmente es la idea de descubrir la naturaleza humana como tal, fortaleciendo así lo que ya se venía configurando desde Mesopotamia hace 10.000 mil años, con la dicotomía antropocéntrica de cultura/naturaleza, ya que ambos procesos, junto al androcentrismo, responden a procesos de dominación, en donde ciertos grupos se sienten con el privilegio de imponer su visión del mundo a otros definidos como distintos, inferiorizando así a poblaciones enteras.

Fue el caso de un nuevo sujeto subalterno, llamado loco, el cual desde la mirada hipocrática naturalista, sufriría de una enfermedad somática en el cerebro que alteraba el funcionamiento de su psique, entendida esta como el lugar en donde se encontraba el pensamiento, la inteligencia, la conciencia, la afectividad. Esto en contraste a la mirada animista sobrenatural anterior, en donde eran los demonios quienes causaban dicha alteración. Además esta concepción biológica de la locura se entralaza, como era de esperar, con una concepción patriarcal del cuerpo de la mujer, en donde la histeria por ejemplo se originaba debido a un problema del útero.

En consecuencia, la locura pasó a tener un diagnóstico y un tratamiento específico, que dependía de la buena observación clínica de parte de un médico hombre, quien recurriría a distintas técnicas para aliviar el sufrimiento del llamado paciente, quien no tendrá posibilidad alguna de contradecir lo señalado por el experto en cuestión, quien finalmente terminará por secularizar el trabajo realizado por el sacerdote anteriormente.

No obstante, aquel proceso de naturalización de la locura en Grecia, se vio mermado con la aparición de la Cristiandad, la cual explicó la idea de enfermedad mental por razones teológicas, al igual que otras civilizaciones. De ahí que los locos en el medioevo en occidente fueran catalogados como poseídos por una entidad demoniaca, al igual que las denominadas brujas desde la mirada androcéntrica. Es así como la dicotomía alma/cuerpo sería ahí la base ontológica de ese tiempo para clasificar a los humanos y no humanos.

En otras palabras, en ambos casos, locos y brujas, se les temía porque tenían mayor cercanía con la naturaleza, ya sea por desequilibrios malignos o practicar la magia respectivamente, por lo que fueron perseguidos brutalmente en nombre de Dios. Una situación no muy distinta con lo ocurrido durante la conquista en Abya Yala desde 1492, en donde los llamados indios fueron considerados como seres sin alma por el poder imperial de la época. En otras palabras, nuevamente se juntan y entrelazan las opresiones a ciertos grupos particulares, considerados como inferiores (indios, mujeres, locos) desde un punto de vista blanco, masculino y sano mentalmente.

Un proceso de demonización de la locura en el medioevo que es descrito por la psiquiatría moderna como un retroceso, en comparación a la medicina hipocrática anterior, al reemplazar la explicación biologicista de la locura por la teológica. Sin embargo, la explicación biologicista se retomaría con la aparición del racionalismo cartesiano, hace 400 años atrás, el cual reemplazaría la dicotomía de alma/cuerpo por la de razón/emoción.

Es decir, es en este periodo de tiempo, ya inserto en un nuevo sistema mundo moderno capitalista, que se empieza a imponer colonialmente la idea de la existencia de una realidad objetiva independiente del observador, quien tendría el privilegio evolutivo de describir racionalmente esa realidad desde el campo científico. Es decir, es desde ese momento cuando la mirada de occidente sobre la locura se globaliza hasta nuestros días.

De ahí en adelante, comienza la colonización de la psiquiatría a la experiencia humana, y la separación entre lo que es normal en términos mentales científicamente y lo que no. El nombre de Kraepelin como principal impulsor de la biopsiquiatría positivista puede verse como el comienzo de un proceso de patologización y de etiquetamiento de millones de personas en el mundo, los cuales sufrirían las consecuencias de aquello, a través del aislamiento, reclusión y medicación a los diagnosticados como enfermos mentales.

Las clasificaciones de enfermedades mentales y/o trastornos mentales a través de los distintos CIE y DSM, verdaderas biblias para la biopsiquiatría contemporánea, siguen siendo sacralizados por buena parte de los profesionales del campo de la salud mental, a pesar de contener meras descripciones de síntomas de algunos cuadros clínicos definidos como depresión, esquizofrenia, fobia social, trastorno obsesivo compulsivo, agorafobia, bipolaridad, etc.

No obstante, en paralelo también destacan históricamente la aparición de diferentes corrientes psicológicas clínicas, las cuales han tomado fuerte distancia de una psiquiatría positivista, como también de enfoques conductistas y cognitivistas al interior del campo de la psicología. Desde corrientes fenomenológicas, psicoanalíticas, sistémicas, constructivistas, humanistas, todas ellas han cuestionado en mayor o menor medida la idea de autonomía de la razón, proponiendo terapias que van más allá de la mirada cerebrocéntrica, al integrar lo emocional como parte del proceso de sufrimiento humano.

El problema de aquellas terapias, es que si bien se sitúan epistemológicamente desde otro lugar, siguen reproduciendo un mercado del tratamiento del dolor subjetivo, y por tanto una mirada individualista de la terapia, la cual termina por despolitizar la acción conjunta y transformadora, a través de nociones mercantiles como paciente, usuario y hasta cliente. Aparte que muchas de ellas terminan por reforzar lógicas patriarcales, como es el caso del psicoanálisis freudiano por ejemplo, y también subordinarse finalmente al diagnóstico del médico psiquiatra en los centros de salud mental.

Con respecto a la psicología comunitaria a nivel general, si bien puede ser vista como una forma de ver el sufrimiento subjetivo de manera más interrelacionada con procesos más amplios (familiares, económicos, sociales) en relación a las terapias individuales, no es más que una manera de abordarlo desde dispositivos profesionalizantes, a través de los llamados programas de intervención social, los cuales son funcionales a una gubernamentalidad neoliberal instaurada en un campo de salud mental, que lo que busca finalmente es gestionar las diferentes vulnerabilidades de los individuos, a través de lógicas capacitistas, sin preguntarse realmente por estructuras de poder más amplias.

En contraposición a este proceso de patologización de las disciplinas del campo de la salud mental, surge como respuesta política a ello en el siglo pasado, un fuerte movimiento antipsiquiatrico en la década de los 60, el cual realizó fuertes cuestionamientos a la noción misma de enfermedad mental, al uso de psicofármacos, técnicas de electrochoque y a la internación de miles de personas diagnosticadas como tal.

Psiquiatras como Thomas Szasz, David Copper y Franco Basaglia plantearon la idea de que la psiquiatría es pseudocientífica, ya que aplica procedimientos médicos a fenómenos que responden a la índole social. De ahí que dentro de la antipsiquiatria aparecieran críticas tanto del mundo liberal como marxista, en donde la opresión respondía a la conformación de un estado terapéutico autoritario, que por intermedio de etiquetas psiquiátricas buscará un mayor control social.

Un movimiento antipsiquáitrico que desde los 90 hasta hoy ha resurgido fuertemente en el mundo, resignificando la crítica al modelo biomédico y al cuerdismo histórico, a través de la reivindicación de la idea de orgullo loco, la cual es una forma de reapropiarse de una etiqueta que ha estado marcada por la estigmatización, aislamiento y persecución de quienes padecen sufrimiento subjetivo.

Una acción política similar a lo que han hechos movimientos negros indianistas y queer luego de siglos de inferiorización, y que en el caso del movimiento loco desde el sur global, organizaciones como Rompiendo la Etiqueta, Red locura Latina, Centro de Estudios Locos, La Revolución Delirante, Autogestión Libre Mente, No es lo mismo ser Loca que Loco y tantas otras, están articulándose a través de la Red Latinoamericana y Caribe de Derechos Humanos y Salud Mental como la Red Esfera Latinoamericana de Diversidad Mental.

Lo destacable de todas esas organizaciones y redes antipsiquiatricas que están naciendo, es que están comenzando a relacionar sus luchas de manera interseccional con otros procesos de opresión, como lo son el extractivismo, el androcentrismo, el adultocentrismo, el racismo, etc. De ahí que el vínculo entre organizaciones antipsiquiátricas con organizaciones feministas, ecologistas, anticoloniales, animalistas, anarquistas, es crucial para generar transformaciones profundas en la manera como nos relacionamos, y así cuestionar a un patrón de poder global, que lo que busca finalmente es segmentar el campo político en demandas específicas de ciudadanos.

En definitiva, la colonización psiquiátrica a la experiencia humana, a través de la idea de enfermedad mental no es más que un tipo, entre muchas otras, de opresiones, que al estar relacionadas en un entramado mucho más amplio e histórico, se hace necesario seguir tejiendo un pluriverso distinto, que sea sustentable y que no priorice una lucha por sobre otras, ya que no hace más que profundizar la fragmentación actual del mundo.

Entrada originalmente publicada en rebelion.org.

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