Este texto de Fernando Kovaks, es un relato personal que exige una lectura atenta. Desgrana en sus párrafos el recorrido personal del autor desde su contacto con el sistema de salud mental al encuentro con el apoyo mutuo como un antídoto, «un proceso terapéutico en sentido estricto». Se publicó en 2017 en la revista «Agente Provocador» nº7, de editorial La Felguera. Lo reproducimos íntegro con el permiso de su autor y el editor.
Punto de partida:
No es fácil escribir sobre la locura. Al menos no lo es cuando escribes desde la tuya propia. Son varias las decisiones que hay que tomar al ritmo que se teclea; son muchos los obstáculos que hay que anticipar o, llegado el caso, esquivar. La percepción social que existe acerca del sufrir psíquicamente está eternamente salpicada de mierda. Desde las instituciones (todas ellas: legales, asistenciales, familiares, etc.) a los productos culturales; desde las posiciones más hegemónicas a buena parte de las periferias. El prejuicio y la ignorancia anidan tanto en las consultas psiquiátricas como en la mayoría de las aproximaciones artísticas al hecho de estar loco. La cultura popular, los artefactos televisivos, el fetiche morboso que busca lo grotesco en mitad de una anodina existencia burguesa… todo mierda. Una cortina de heces que quiere disimular a toda costa la fragilidad humana en esta forma vida que habitamos. El campo de batalla es cotidiano y carece de límites, y por tanto los resquicios desde los que luchamos son pequeños y recónditos.
Invitación:
Demos pues un breve, apresurado y fragmentado paseo. Carecemos de tiempo y espacio. No os conozco, no me conocéis, no tenemos que llevarnos bien. Buscad una soga para colgar al tertuliano que todos llevamos dentro. Asumid que hay cosas de las que es mejor no opinar cuando no se han vivido de cerca. Dejad hueco a otras historias.
Psiquiatría:
La psiquiatría, la disciplina que oficialmente se ocupa de la locura (seguida por una cohorte formada por psicólogos clínicos y trabajadores y educadores sociales), nunca ha estado demasiado bien vista. Disfruta de altas cotas de poder, pero este jamás se ha debido a sus logros objetivos en la reducción del sufrimiento humano. En términos teóricos, la capacidad de la psiquiatría para conocer lo que sucede en las cabezas de las personas no solo es muy limitada, sino que además apenas evoluciona con el paso de los años. Y en cuanto a su revestimiento científico, la realidad se encarga de demostrar continuamente sus mil y una debilidades: carece de pruebas diagnósticas objetivas (pese a formar parte de la medicina, sus enfermedades son detectadas mediante entrevistas y apreciaciones personales), sus estudios están sesgados con demasiada frecuencia y no suelen poder replicables (es decir, sus resultados varían cuando se repiten) y, lo más importante, no logra contener aquello que busca combatir (los diagnósticos psiquiátricos crecen sin parar). En otro orden de cosas mucho más mundano, hay algo en el imaginario popular que hace del psiquiatra un ser en entredicho, sus progenitores no presumen tanto como si fuera un «médico» al uso y además siempre es un buen recurso para confeccionar un villano dentro de una ficción. El loquero está demasiado pegado a la locura que dice tratar, carece de la distancia profiláctica que proporciona el laboratorio; sin los locos no sería nadie, se esfumaría sin posibilidad de redención.
La mayor parte de los psiquiatras me repugnan o, cuando menos, inquietan. Es un sentimiento habitual entre las personas psiquiatrizadas. Algo que no sucede con otras ramas de la medicina y que se debe a la asimetría de poder existente dentro de la asistencia en salud mental: cuando el diagnóstico se basa en el juicio personal del otro, estás completamente vendido. En situaciones del todo habituales puedes ser despojado de tu autonomía individual, la bata blanca puede decidir las drogas que vas a tomar y asegurarse de que te las tomes, ingresarte contra tu voluntad o jugar a ser dios con la pensión (por citar solo algunos ejemplos). Las dos partes implicadas sabemos que esa hostilidad nos atraviesa a un lado y otro de la mesa de la consulta, pero es algo de lo que no se habla. Por otro lado, los profesionales de la salud mental que merecen la pena están siempre un poco locos, son como pecios en mitad de un océano tormentoso… ayudan a no ahogarse, pero no dejan de ser fragmentos de un naufragio. Me gusta beber con ellos, tienen buenas historias que contar y boquetes en el pecho.
Historia (solo un poco):
La guerra entre el orden social y la locura siempre ha estado ahí. Una abundante bibliografía da cuenta del tipo de barbaridades que se han cometido a lo largo de la historia contra las personas que sufrían psíquicamente o que, simplemente, tenían experiencias psíquicas inusuales que los hacían distintos a ojos de la mayoría. Sin embargo, no es tan frecuente hablar de estos desmanes una vez que la psiquiatría se consolidó como saber reconocido. No es habitual saber, por ejemplo, que los psiquiatras de la Alemania nacional socialista se sitúan en el origen de las prácticas de exterminio. Los miles de internos que habitaban los manicomios polacos supusieron un problema para el avance de las tropas nazis, motivo por el cual los altos mandos de las SS, contando con un entusiasta asesoramiento académico, eligieron el camino de la supresión física: el 9 de enero de 1940 se comunicó el fusilamiento de 4.400 «dementes incurables». La práctica se extendió dentro de las fronteras del Reich, fue el paso lógico tras establecer leyes que exigían la esterilización forzosa de los pacientes psiquiátricos como una medida humanitaria (sí, así lo definían) que mejoraría la raza. Ahora bien, matar con balas es costoso y poco racional desde una perspectiva fundada en la balanza de costes y eficiencia: en ese mismo mes, en la penitenciaría de Brandemburgo, se ensayó la aniquilación física de los locos mediante el uso de monóxido de carbono. En septiembre de 1941 ya habían perecido de bajo este método 70.273 «enfermos mentales». La cifra aumentaría en los años siguientes… los compañeros de viaje son de sobra conocidos: gitanos, homosexuales, judíos. Esta guerra interminable nuestra alcanzaba uno de sus momentos más crueles, pero los monstruos seguíamos siendo nosotros. Ningún país se escandalizó con la matanza de locos, y dentro de la propia sociedad alemana solo levantaron la voz algunos directores de hospitales, familiares y un puñado de sacerdotes.
También podríamos hablar de cómo la psiquiatría soviética llegó a vincular la disidencia y la esquizofrenia, del psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera persiguiendo el gen rojo para mayor gloria de Franco o de la facilidad que han tenido las sociedades industrializadas occidentales para incapacitar y encerrar bajo pretexto médico a algunos de sus enemigos internos. Pero lo que intento no es enumerar agravios, sino plantear la existencia de un hilo que conecta la represión del pasado y la actual, una represión ejercida desde la psiquiatría y que opera en un escenario siempre secundario, entre bastidores. Creo con firmeza que este hecho se debe a que la locura sigue siendo un tabú social. Antes se escondía de una manera siempre brusca, ahora se gestiona desde el cliché, que es otra manera de invisibilizar esa diferencia. Nadie sabe un carajo sobre ella porque nadie quiere apuntar la mirada donde hay que hacerlo, pero la gente opina, los periodistas rajan, se forja poco a poco un lugar común, es decir: un lugar que realmente no existe, un espacio de muerte. El loco siempre es otro, aunque la ciudad entera esté empastillada para aguantar sus dosis de ritmo y vacío. Los estilos de vida se imponen; a sangre y fuego. Los matices vienen de la mano del talento cosmético que sus brazos armados sean capaces de desplegar.
Yo:
Soy el tipo que te está contando todo esto. Cuando todavía tenía la adolescencia atravesada en la garganta mi cabeza se despegó de los hombros y quiso clavarse en el cielo estrellado. Las cosas nunca fueron como antes. Desde aquel momento comencé a oír voces y ruidos en mi cabeza. Nunca se han ido, ni siquiera cuando ingerí pastillas hasta engordar catorce kilos y dormir doce horas diarias. He buscado otras maneras de sobrevivir a alucinaciones y psiquiatras. De momento aquí estoy. A veces resistir ya es vencer.
Al igual que muchas otras personas he sido polidiagnosticado. Eso quiere decir que con el paso de los años las enfermedades que me han sido adscritas han ido cambiando dependiendo de los centros donde he sido atendido y las modas. Trastorno obsesivo compulsivo, depresión, esquizofrenia, psicosis, trastorno límite de la personalidad… Sé que parece un chiste (de mal gusto siempre), y de hecho eso ha facilitado el que cada vez me tome menos en serio las sentencias psiquiátricas. Se trata de un requisito necesario para poder bailar sobre ellas.
Los otros:
La situación es más o menos esta: algo te pasa en la cabeza que no comprendes, que te hace daño y asusta, te sientes un extraño en tu propio cuerpo, miras alrededor y no hay ningún interlocutor válido, solo una omertá cubriéndolo todo. Acabas en «el especialista», alguien que se supone que sabe sobre locura, aunque lo normal es que no se haya extraviado en ella jamás. Ha aprendido en libros y formaciones el cómo ayudar a la gente como tú. Eso cree; eso tiene que creer para no ser un impostor en toda regla. Él o ella tampoco hablarán de lo que te sucede, solo de lo que creen que te sucede. No tienes voz. Te la han arrancado nada más entrar por la puerta.
No hay nada. Recuerdo cerrar los ojos y ver descampados del extrarradio madrileño proyectados sobre los párpados. La locura como un aislamiento progresivo. Una soledad que va más allá de la soledad de la realidad que ya conocemos. Te observan y te drogan, pero no eres como ellos. Has pedido algo por el camino. Nadie te habla como te hablaban antes o como se hablan entre sí. Estás manchado. Así lo describieron los griegos hace la ostia de siglos y sigue siendo vigente en parte.
La mancha es una razón consistente para atrincherarse en la habitación o para abrazar la condición de maldito (algo sobre lo que se ha banalizado especialmente desde el campo cultural); o quizás para experimentar ambas cosas de manera simultánea. Pero lo cierto es que hay otros. Otras personas, otras cabezas. Gente que ha cruzado al otro lado y ha vuelto. Comparten los mapas que han ido trazando y hablan de la locura con palabras que les son propias: oír voces en la cabeza, ver cosas que no existen, haber intentado quitarse la vida, autolesionarse… No lo esconden, tratan de comprenderlo. Escriben sobre ello, se organizan, forman grupos y asambleas, buscan armas para sobrevivir. Eso son, eso somos: supervivientes. La psiquiatría tiene el privilegio de ser la única disciplina médica que tiene ex-pacientes por todo el mundo definiéndose a sí mismos como personas que han conseguido sobrevivir a sus tratamientos. Da que pensar.
El apoyo mutuo es el único antídoto tangible contra el canibalismo social, un proceso terapéutico en su sentido más estricto. Con el otro dialogas, con el otro puedes evaluar tu propia existencia y comenzar a tomar decisiones cuando las batas blancas ya habían profetizado tu desahucio vital. Solo he podido vivir con mi propia cabeza a partir de hablar con otras personas sobre lo que sucedió y sucede en sus cabezas. Así de simple y así de complicado en las actuales condiciones de subsistencia. La dirección contraria a la atomización social.
Cierre:
La actual gestión social de la salud mental es un fraude. La gente sigue devastada. Las mejoras en cuestiones como los derechos humanos son lentas e insuficientes. Las vidas se consumen mientras el dolor se ha convertido en un grotesco negocio. Damos más beneficios mientas nos puedan seguir metiendo pastillas en la boca y agujas en la piel. Ya no nos gasean, pero eso no quiere decir que nos quieran cerca.
La locura concentra el dolor y la fragilidad del mundo. Los sitúa en unas coordenadas concretas. Ambas cosas nos son familiares a la totalidad de los seres humanos, sabemos que están ahí, sabemos en última instancia que la locura siempre es una posibilidad. Y eso aterra a la vez que activa los resortes del desprecio y la exclusión.
Claro, que en ocasiones uno se plantea si ser excluido por la norma social no es un gesto que puede llegar a honrarte. Cuando salí de mi primer breve paso por la planta de psiquiatría de un hospital leí en un periódico que había más de 30.000 españoles que todos los años realizaban viajes de turismo sexual (los datos que acabo de consultar hablan de cifras mucho más altas y nunca del todo fiables). Experimentaba una corrosiva sensación de culpa que era corroborada por el silencio de mi familia o la desbandada de algunas de mis personas más cercanas. Sin embargo, decenas de miles de personas viajan a remotos lugares del mundo para follarse a personas más pobres e indefensas que ellas y todo encaja dentro de la lógica del mundo. El mundo debería arder.
Un filósofo alemán calvo y miope al que los nazis también querían liquidar definió la mejor situación para vivir «como aquella en la que se puede ser diferente sin temor». Ese es el marco por el que peleamos. Cualquier lucha que se lleve a cabo desde el sufrimiento psíquico cuestiona la totalidad de lo existente, y por tanto tiene una dimensión política. Es la cara B de esta guerra librada contra lo diferente, una lucha anónima que busca reapropiarse de la vida para abrir resquicios y respirar.
Cuando quien tiene el mandato social de cuidarte no lo hace, hay que construir puentes y escaleras con las propias manos, espacios donde poder hablar de lo que no se habla. Romper el asedio. Activar la circulación de todos los saberes profanos que nos permiten seguir vivos. Buscarnos y encontrarnos en la noche. Encender hogueras para calentarnos y saber dónde estamos.
Este texto fue publicado originalmente en en número 7 de la revista Agente Provocador. Lo publicamos aquí con el permiso del autor.