[Tras la emisión en un programa de televisión de una dura secuencia en la que el personal médico y de seguridad realiza una contención mecánica a un paciente en el servicio de urgencias (por supuesto desde una nula autocrítica sobre qué fracaso en el servicio médico, en las instalaciones o en su formación y/o ejercicio profesional, hace que recurran a una práctica que desde organismos internacionales no solo desaconsejan taxativamente sino que llega a considerarse como tortura o maltrato); desde la redacción de Mad in America Hispanohablante queremos publicar este texto redactado por una persona colaboradora de MIAH y que suscribimos y asumimos como colectivo editor de esta revista online.]

 

El pasado miércoles 23 de enero unas 600.000 personas vieron el video al que corresponde este fotograma:

Fotograma del programa de Cuatro «Héroes: más allá del deber»

El fragmento está extraído de una serie de docu-reality de Cuatro llamada «Héroes: más allá del deber», que muestra la vida profesional y privada de personas que ejercen trabajos tradicionalmente considerados «al servicio de la comunidad»: bomberos, médicos, enfermeros, policías (siempre me ha chirriado el término «comunidad» asociado a lo estatal, a lo económico y al monopolio del control, pero bueno, este sería tema para otro debate…).

Al caso. En la serie (que no he visto más allá de este capítulo ni pienso ver nunca más) sale un equipo de profesionales sanitarios que, junto a guardias civiles y personal de seguridad, inmovilizan a un hombre tumbado boca arriba en la cama, le atan con correas manos y pies y finalmente le inyectan una medicación en contra de su voluntad. Las circunstancias no quedan claras y el montaje es bastante cutre (alguien relata que el chico tenía una actitud agresiva, que había estado amenazando a gente con cuchillo, pero a la vez se le ve tranquilo en la cama, luego él dice haber tomado cocaína, pero poco después se comenta que sólo ha fumado marihuana…).

De forma repentina el hombre se pone nervioso, no quiere que se le acerque nadie, empieza a gritar en inglés que no se le toque y acusa al personal de estar intentando matarle. Está atado, boca arriba, con 6-7 personas encima: el pensamiento de que quieran hacerle daño no parece tan descabellado. La escena me ha recordado la secuencia previa a la matanza de un cerdo que he visto recientemente en una película de Ermanno Olmi: un grupo de campesinos sujetando al animal indefenso y asustado a muerte, en un forcejeo convulso, y este intentando liberarse sin ninguna esperanza de lograrlo y chillando como un crío.

Al rato se descubre, si le hacemos caso al médico de urgencias, que lo que le sucede al hombre es un brote psicótico, que el paciente tiene un historial psiquiátrico y ya ha estado ingresado previamente durante seis meses, intuimos que en su país (Suecia).

Como el programa está centrado en la presunta heroicidad de sus protagonistas y en su sacrificio en beneficio del prójimo («¿Quién cuida a quien nos cuida?» reza la frase clave de la intro de la serie), en las entrevistas salen el médico de urgencias y una de las enfermeras hablando de los peligros que implica tratar con pacientes de este tipo y de qué medidas de seguridad hay que adoptar para evitar riesgos para la propia integridad. Se les ata, dicen, para evitar que se hagan daño a sí mismos y agredan al personal sanitario. Hay que estar siempre alerta e “ir con mil ojos», “porque no sabes por dónde puede salir un paciente en ese estado”. Es curioso: la que pronuncia estas palabras es la misma enfermera que unos pocos minutos atrás había declarado: «Creo que soy una enfermera muy humana», para explicar su trato cercano con los pacientes (los pacientes «normales», habremos de suponer, aquellos a los que ella es capaz de ver como “sujetos”). Al referirse a la persona atada, su discurso cambia: «Hay que mantener la calma, y sobre todo ser frío», afirma, incurriendo en una contradicción de la que, probablemente, ni llega a darse cuenta. Por lo que respecta al médico, su intervención en la escena consiste en impartir órdenes y repetirle al paciente sin parar: “Relax! relax! relax!” mientras el resto del equipo lo reduce físicamente.

El grado no digo de empatía pero sí de cortesía de los profesionales hacia los pacientes que se notaba en los casos médicos inmediatamente anteriores a este, aquí queda anulado por completo. Atada a esa cama no hay una persona sufriente, sino un mero objeto a gestionar (y del que protegerse).

Que atar de manos y pies y a menudo de la cintura a una persona y mantenerla atada durante horas e incluso días constituye una vulneración de los derechos humanos fundamentales, por más agitada que esté la persona, es un hecho evidente. Ni haría falta mencionar que la ONU considera esta práctica como tortura para que cualquiera pueda entenderlo, o sentirlo en su fuero interno. Bastaría con ponerse en la piel del otro aunque solo sea un instante. Personalmente, no he tenido que atravesar nunca una experiencia tan espantosa, pero sí les ha tocado a compañeros y conocidos, y cada vez más personas valientes y generosas (que no héroes; los héroes los dejamos para Cuatro) están haciendo pública su experiencia de la contención mecánica a través de testimonios escritos, audio o vídeo.

Sus relatos y los datos de los que disponemos como colectivo impulsor de la web 0contenciones.org, uno de los pilares de la campaña #0contenciones por la abolición de las contenciones mecánicas, nos hablan de una práctica aplicada de forma indiscriminada y arbitraria, no sólo en urgencias, sino en las plantas de psiquiatría de todo el Estado, empleada a menudo como castigo o amenaza y en ausencia de situaciones de agresividad; en el fondo síntoma de la incapacidad del personal para gestionar su propia angustia ante la extrañeza del otro, y utilizada con frecuencia como la solución más fácil ante situaciones que requerirían más esfuerzo, más tiempo, más sensibilidad. Las víctimas de la contención y sus seres cercanos nos hablan de una práctica inhumana y degradante que ha provocado y sigue provocando traumas físicos y psicológicos y también muertes, y que puede y debe ser eliminada cuanto antes, como se ha hecho en otros lugares de Europa donde ha habido la voluntad política de hacerlo.

No puedo cerrar este artículo sin mencionar el Gran Tema, el mantra alrededor del cual se ha ido gestando el enorme vacío o agujero legal que hace que personas encargadas del cuidado de otras traten a estas de prisioneras. Estoy hablando de la agresividad: a la vez tópico (falso) asociado con la locura, gran coartada para justificar la violencia psiquiátrica (quiere decirse, del sistema psiquiátrico, hacia los pacientes), y cómo no, componente del ser humano, loco o “cuerdo”, y por ende de la vida misma. El tema es complejo y el simple dato estadístico según el cual los llamados psicóticos suelen sufrir la violencia más que ejercerla no basta para zanjarlo. Está claro. El imaginario necesita de mucho más tiempo para agrietarse, sacudirse los prejuicios heredados y estratificados, y remoldearse; y sobre todo se necesitarían experiencias reales y cotidianas de cercanía con la diversidad.

Así que en estas líneas sólo puedo proponer un ejercicio de imaginación, e invitaros a hacerlo conmigo. Imagino: estoy tumbada en una cama de hospital; me siento frágil, es más, me siento desesperada, presa de un miedo horroroso; 6-7 personas, en su mayoría hombres y más robustos que yo, están encima de mí; me inmovilizan los brazos y los pies para ponerme correas. En el lugar al que he acudido para que me ayudaran o al que me han arrastrado sin mi consentimiento, estos desconocidos se hacen con mi cuerpo sin apenas mediar palabra, y de repente pierdo todo control sobre él. Pronto no podré ir al baño y tendré que mearme y cagarme encima; no podré cambiar de postura si me duelen la espalda, los brazos, las piernas, o las muñecas me escuecen; ni rascarme, ni quitarme ropa si estoy sudando, ni incorporarme si siento que me ahogo y no puedo respirar. Todo esto podría durar días. Lo repito: días. ¿Qué haría yo entonces, me pregunto, ante gente con uniforme intentando atarme? Ponerme agresiva, creo, y tratar de defenderme de la manera que pueda. Como el cerdo de la película. Gritaría, daría patadas, intentaría morder manos y orejas de las personas que me estuvieran haciendo aquello.

Hay que estar muy pero que muy anulado como ser humano para pensar o creerse aquello de que se te está torturando por tu bien. Y si me pongo agresiva al ser atada, hombre, eso demuestra que merecía ser atada por agresiva, ¿no? El círculo se cierra, el efecto fabrica su causa, y psiquiatras y enfermeros pueden dormir tranquilos en sus camas sin barrotes.

El capítulo de Héroes del miércoles es una mierda (no se me ocurre otra palabra más rebuscada, lo siento) porque DEFIENDE ABIERTAMENTE Y ESPECTACULARIZA LA TORTURA. Pero no le vamos a negar un aspecto positivo: muestra algo que no se suele ver nunca y de lo que no se suele hablar. “¿En España se sigue atando a gente a la que se supone que habría que cuidar? ¿En 2019? ¿En serio…?” Cuántas veces he escuchado esta frase. PUES SÍ. Es una práctica habitual. Por si no lo sabías ahora lo sabes. Y tú verás qué hacer con esta información.

Lo realmente vomitivo del vídeo es el final. Con perdón de Hannah Arendt, yo aquí hablaría, más que de la banalidad, del buenrollismo del mal. El mismo médico que verosímilmente ha firmado la contención se dirige a la cámara con cara de padre indulgente para comentar complaciente (parafraseo): «Es que son así de agresivos, no lo hacen aposta, qué le vamos a hacer. Lo tenemos asumido”. Luego se le ve acercarse al paciente, que sigue atado y probablemente esté muy sedado, y decirle entre el paternalismo y el colegueo, en su inglés improbable: “¿Estás mejor? ¿A que sí? ¡Es que tienes mejor pinta!”. Le estrecha la mano (que el otro sigue teniendo atada) a través de los barrotes de la cama, y antes de rematar con un patético «No uses muchas drogas, son malas para la salud» comenta risueño: “Ahora te llevamos arriba [a la unidad de psiquiatría], para que puedan atenderte mejor. Y no te preocupes que te van a desatar, eh?”

Miente.

Nada le garantiza a ese anónimo chico sueco, al que nadie en el programa da voz más que para que se oigan sus gritos, que no le vayan a atar más y más y más. Nada le garantiza que le traten como a una persona y que lo que ha vivido no vuelva a atormentarlo a lo largo de su vida, una y otra vez, con heridas y luego cicatrices que, por lo que cuentan prácticamente todos los que han pasado por esto, no se borrarán jamás.

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