Texto originariamente publicado en Mad In America (7 de mayo de 2017)
En mi libro The Bitterest Pills (Las píldoras más amargas), escribí que muchos psiquiatras simplemente no quieren hacer frente a los daños que sus tratamientos pueden producir. Esto queda ilustrado por la forma en que la psiquiatría intentó deshacerse de las implicaciones de la discinesia tardía, sugiriendo que era un síntoma de la «esquizofrenia» e ignorando las pruebas que señalan que la discinesia tardía implica un deterioro cognitivo. De forma parecida, cuando resultó patente que algunos de los antipsicóticos de segunda generación causaban un aumento masivo de peso y trastornos metabólicos, las principales revistas psiquiátricas publicaron artículos que sugerían que la diabetes también estaba asociada a la esquizofrenia.
La idea de que los antipsicóticos reducen el volumen cerebral no es nueva. El psiquiatra Peter Breggin ya lo afirmó hace más de treinta años (1), pero no fue tomado en serio. Sin embargo, en los últimos 10 años, la evidencia se ha vuelto irrefutable. Algunos miembros destacados de la psiquiatría académica, como el británico Robin Murray, han llegado a manifestar su preocupación al respecto (2).
Junto a estas pruebas de daño, y posiblemente ligadas a ellas, han comenzado a surgir dudas de que los beneficios del tratamiento a largo plazo con antipsicóticos no fueron tan sólidamente establecidos como se pensaba. Se han destacado las insuficiencias de los ensayos aleatorizados de los tratamientos de mantenimiento y el hecho de que hay pocos datos sobre el impacto general del tratamiento farmacológico cuando se usa durante largos períodos de tiempo, tal como se prescribe a muchos pacientes. Algunas pruebas señalan la posibilidad de que algunas personas podrían tener un mejor pronóstico si suspendieran o disminuyeran el tratamiento antipsicótico, en vez de continuar con él a largo plazo. Estos puntos han sido planteados por varios psiquiatras de línea ortodoxa (3), y también por los sospechosos habituales, incluida yo misma (4).
El artículo firmado por Donald Goff y otros siete destacados psiquiatras, publicado en el American Journal of Psychiatry el 5 de mayo, es un intento de refutar estas preocupaciones y restablecer la buena reputación de los antipsicóticos (5). Me sorprende la forma en que el artículo desestima las preocupaciones sobre el tratamiento a largo plazo y las pruebas sobre su impacto en el cerebro. Está plagado de tergiversaciones, ignora las críticas más insistentes, y está impregnado de la suposición acrítica de que la multitud de problemas que actualmente se denominan esquizofrenia o psicosis algún día se desvelará que son la consecuencia de una anormalidad cerebral específica sobre la que actúan los antipsicóticos.
Aunque no pongo en duda la utilidad de los antipsicóticos para el tratamiento de la psicosis aguda (en muchas, aunque no en todas las situaciones), décadas de investigación sobre la intervención temprana no han demostrado que el tratamiento antipsicótico precoz mejore los resultados a largo plazo. La sugerencia de Goff et al. de que el estudio noruego de detección temprana (conocido como el estudio TIPS) mostró que los resultados a largo plazo mejoraban con el tratamiento antipsicótico precoz no se confirman en el artículo que citan (6). Aunque el artículo muestra niveles más bajos de síntomas negativos, cognitivos y depresivos en el seguimiento a dos años en las personas del área del Programa de Detección Temprana comparados con los de las regiones no incluidas en el programa, los datos de partida muestran que las personas del área de Detección Temprana tenían afecciones más leves, con menos síntomas negativos al inicio. De hecho, los síntomas negativos disminuyeron más en las personas de la zona sin el programa de detección precoz. Además, el grupo de Detección Temprana no mostró beneficios en términos de remisión, recaída o síntomas positivos.
Goff et al. afirman que «la efectividad del tratamiento de mantenimiento en la prevención de las recaídas ha sido bien establecida», pero no reconocen que no existen ensayos aleatorios prospectivos del tratamiento de mantenimiento, sólo estudios del tratamiento de mantenimiento versus la interrupción, generalmente brusca, del tratamiento de mantenimiento. Es decir, no abordan en modo alguno el problema de los efectos de la interrupción del tratamiento a largo plazo, un inevitable factor de confusión en tales estudios. Tampoco mencionan la escasez de datos a largo plazo de ensayos aleatorios. Sólo 6 de los 65 ensayos en el metanálisis de Leucht et al. de 2012 duraron más de un año (7).
Señalan correctamente que los resultados de los estudios naturalistas, como el de seguimiento a largo plazo de Martin Harrow de Chicago (8), y el estudio de cohortes finlandés (9), están afectados por el hecho de que los pacientes que suspenden los antipsicóticos con éxito es posible que padecieran condiciones menos severas. Sin embargo, también afirman que hay otros dos estudios naturalistas que encontraron «mejores resultados en personas con esquizofrenia entre quienes continuaron el tratamiento antipsicótico comparados con los que no lo hicieron». Sin embargo, los artículos citados se refieren a un tipo de estudios muy diferente, y no presentan datos sobre los resultados globales o el funcionamiento social y sólo uno contiene el tipo de períodos de seguimiento del estudio finlandés y el de Chicago. Uno de los artículos mencionados analizó las tasas de re-hospitalización en los 3 años posteriores a la interrupción de los antipsicóticos según una base de datos nacional (10), y el otro analizó las tasas de mortalidad (11) (ver también la crítica extensa a este artículo realizada por De Hert et al, 2010) (12).
Sin embargo, lo más preocupante del artículo de Goff et al. es la minimización de la evidencia de que los antipsicóticos producen atrofia cerebral. En primer lugar, los autores afirman que la reducción de la materia gris cerebral se ha demostrado que forma parte de la esquizofrenia. Reiteran el viejo lema de que las diferencias cerebrales se detectaron mucho antes de la introducción de los antipsicóticos. El artículo que citan aquí es un estudio post mortem publicado en 1985, mucho después de que se introdujeran los antipsicóticos (13). Los estudios de neumoencefalografía que se realizaron antes de la introducción de los antipsicóticos incluían a pacientes institucionalizados a largo plazo que fueron tratados en su mayor parte con diversos fármacos sedantes junto con tratamientos físicos como TEC y la terapia de choque con insulina. Aunque estos artículos se citan frecuentemente como prueba de que las personas con esquizofrenia tienen cerebros más pequeños y ventrículos cerebrales más grandes, de hecho los dos únicos estudios que contaron con grupos de control apropiados no mostraron diferencia entre los cerebros de las personas con esquizofrenia y los cerebros de las personas sin esquizofrenia (14,15).
En cualquier caso, la presencia de diferencias entre los cerebros de las personas con esquizofrenia y los controles no establece que haya progresión de la pérdida de volumen cerebral, que es lo que se ha demostrado claramente en las personas y animales que toman antipsicóticos. No hay estudios que muestren cambios cerebrales progresivos en las personas diagnosticadas con esquizofrenia o psicosis en ausencia de tratamiento antipsicótico. Los autores citan un informe de un grupo en Edimburgo que sugiere una pérdida progresiva del cerebro en personas con “alto riesgo de psicosis” antes de recibir tratamiento antipsicótico (16). Sin embargo, este estudio encuentra cambios sutiles en algunas regiones en un número muy pequeño de pacientes, no la pérdida de materia gris en todo el córtex como se observa en las personas y animales que toman antipsicóticos.
Goff et al. citan también un artículo que mostraba reducción del volumen de materia gris en ocho personas tras la interrupción de los antipsicóticos comparados a con ocho personas que continuaron usando antipsicóticos. Sin embargo, los cambios se localizaron en el putamen y el núcleo accumbens, componentes de los ganglios basales que otros estudios han demostrado que se agrandan durante el tratamiento con antipsicóticos. Lejos de concluir que el estudio es una prueba de «que los cambios en el volumen reflejan la progresión de la enfermedad» como sugieren Goff et al. (p. 5) los autores del estudio concluyen que “su interrupción revierte los efectos de los antipsicóticos atípicos” (17).
Al describir los estudios en animales que hallan reducción en el volumen cerebral inducida por los antipsicóticos (18,19), Goff et al. sugieren que «la relevancia de los hallazgos en roedores y monos para el tratamiento de la psicosis en humanos no está clara, tanto por las diferencias relacionadas con las especies, como debido a que los animales carecen de la fisiopatología de la esquizofrenia. Es posible que los antipsicóticos tengan efectos nocivos sobre el cerebro normal, pero también efectos protectores en presencia de una neuropatología relacionada con la esquizofrenia» (p. 6). Todo es posible, pero esto es sólo un acto de fe, y además es completamente opuesto al juramento hipocrático de «primero no hacer daño». Se escoge a monos y ratas para estos estudios precisamente por su similitud con la biología humana. No existe ninguna razón válida para suponer que los efectos demostrados en los animales no se producirán en especies similares, es decir en nosotros. Y no hay pruebas de que los antipsicóticos tengan efectos distintos en el cerebro de las personas con y sin esquizofrenia, aunque por supuesto pruebas así serían muy difíciles de obtener. Estoy de acuerdo con Goff et al. en que estos cambios no se han asociado de forma definitiva con efectos sobre el funcionamiento mental real, y que necesitamos más datos al respecto, pero tal como sugieren correctamente,»la mayoría de los estudios actuales, aunque no todos», muestran que las reducciones del volumen cerebral correlacionan con una disminución del rendimiento intelectual.
Sigo creyendo que los antipsicóticos pueden ser útiles, y que los beneficios del tratamiento a veces pueden superar las desventajas, incluso a largo plazo en algunas personas. Sin embargo, no se le hace ningún favor a nadie al fingir que son sustancias inocuas, y que de alguna manera mágica cambian (hipotéticamente) los cerebros esquizofrénicos anormales volviéndolos normales. Los psiquiatras necesitan ser plenamente conscientes de los efectos perjudiciales de los antipsicóticos sobre el cerebro y el cuerpo. También necesitan reconocer la forma en que estos fármacos hacen tan miserable la vida para muchas personas, incluidos quienes pueden llegar a sufrir más tomándolos que si no los tomaran, algo que se describe bien en el reciente blog de Miriam Larssen-Barr, aquí en Mad in America. Los psiquiatras necesitan apoyar a las personas para que sopesen los pros y los contras del tratamiento antipsicótico por sí mismas, y continuar haciéndolo a medida que transitan a través de las diferentes fases de sus problemas. Para hacer esto necesitan ser capaces de reconocer la verdadera naturaleza de estos fármacos, y no barrer las verdades incómodas bajo la alfombra.
Artículo traducido por Miguel A. Valverde y José A. Inchauspe.
- Breggin P.Hazards to the Brain. New York: Springer Publishing Company; 1983.
- Murray RM, Quattrone D, Natesan S, van Os J, Nordentoft M, Howes O, et al. Should psychiatrists be more cautious about the long-term use of antipsychotics?British Journal of Psychiatry 2016;209:361-5.
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