En la última década, procedente de los estudios culturales y recogiendo la tradición de los procesos de investigación-acción (Lewin, 1946), ha surgido una importante línea de trabajo, conocida como Mad Studies, que aúna investigación académica y militancia social, o socio-política, y que se ha convertido en uno de los núcleos más representativos de un renovado pensamiento antipsiquiátrico (Huertas, 2018). Los Mad Studies pueden definirse como un gran programa de producción de conocimiento y de activismo político que tiene por objeto el estudio crítico de las formas de estar, pensar, comportarse o relacionarse con el psiquismo. Valoran y tienen muy en cuenta las experiencias de los supervivientes de la psiquiatría y se esfuerzan por transformar las ideas, las prácticas, las leyes e, incluso, los lenguajes opresivos, tanto en el ámbito de la salud mental y de las saberes psi, como en contextos sociales y culturales más generales (Menzies, LeFrançois y Reaume, 2013).

Los mad studies se desarrollan con una metodología transversal que obliga a poner en diálogo la medicina, la psiquiatría, la psicología o el trabajo social con la sociología, la antropología, la literatura o los estudios culturales. En el marco de estos últimos, los gender studies, los disability studies, los body studies, los queer studies, etc., forman parte de un pool de áreas de estudio que se atraviesan constantemente y que se caracterizan, en muchos casos, por análisis en torno al poder y a la norma y por la propuesta de discursos contrahegemónicos. En el caso de los mad studies resulta muy evidente la voluntad de elaborar un discurso que cuestione la psiquiatría biológica (biomedical psychiatry), así como de conocer y reconocer la importancia de los colectivos de personas psiquiatrizadas y de sus actividades de reivindicación, marcando el acento asimismo en la dimensión ética de las prácticas psiquiátricas (Sweeney, 2016).

Una de las fuentes de inspiración de este tipo de estudios es la reflexión en torno a las subjetividades, a las formas de expresión, experiencias y aspiraciones de quienes se han confrontado con los poderes de la psiquiatría institucional. En este sentido, se trataría de impugnar los «regímenes de verdad» en torno a la «enfermedad mental» (Foucault, 2003; Huertas, 2013), así como de incorporar a la investigación a los grupos afectados (Russo, 2012).

La palabra del loco y de la loca cobra, en este contexto, una importancia capital. Cualquiera que sea la etiqueta diagnóstica con la que se los pretenda definir o cosificar, los locos aparecen, con suma frecuencia, como individuos «desprovistos de la palabra». Recuperar —y reivindicar— su voz implica «descentrar el lugar de la enunciación», es decir, bordear el discurso del experto (del psiquiatra, del psicólogo, etc.) y tener en cuenta el formulado —el enunciado— desde un lugar subalterno, reconociendo que el sufrimiento psíquico otorga un saber y una verdad diferentes, el de la propia experiencia.

Esa palabra, cuya recuperación resulta tan necesaria, puede ser hablada o escrita. La locura escrita desempeña históricamente un papel muy relevante en la construcción de unas narrativas que van más allá de la clínica. Como señaló hace ya tiempo Roy Porter: «los escritos de los locos pueden leerse no solo como síntomas de enfermedades o síndromes, sino como comunicaciones coherentes por derecho propio» (Porter, 1987: 12). Dicho de otro modo, este tipo de escrituras puede considerarse como una manifestación sintomática o como la propia esencia de la psicosis (Colina, 2007), pero también son una muestra de las propias vivencias del sujeto, de su estado de ánimo, de sus emociones y, en suma, de la experiencia del sufrimiento psíquico en primera persona; a lo que habría que añadir las claves que pueden ofrecer sobre los procesos de negociación y resistencia ante las terapias o ante la violencia explícita o solapada ejercida sobre su persona. Al descentrar el lugar de la enunciación otorgamos el máximo valor al punto de vista del loco y de la loca, que pasa a desempeñar un papel epistemológico fundamental en este tipo de acercamientos (Huertas, 2013).

Existen, sin duda, varios modos de analizar y valorar los escritos de las personas con un diagnóstico psiquiátrico y son también diversos los soportes que pueden considerarse a la hora de localizar fuentes documentales. En la páginas siguientes comentaremos brevemente tres: las obras literarias en cualquiera de sus géneros (poesía, novela, ensayo, etc.) que permiten identificar el «yo disidente» de los autores y autoras; los escritos producidos en el interior de las instituciones psiquiátricas; y, finalmente, los que responden a una voluntad política y a una estrategia en el marco del activismo.

La literatura y el yo disidente

Ana Martínez Pérez-Canales y Mariano Hernández Monsalve (2015) han propuesto la noción de «el yo disidente» para acercarnos a ciertos autores y obras literarias. Una categoría de análisis que ofrece claves para profundizar en la reflexión sobre la complejidad del psiquismo y sobre la necesidad de comprender que existen múltiples versiones narrativas de la experiencia humana.

El término disidencia se aplica a las personas o colectivos que manifiestan un desacuerdo total o parcial con respecto a los criterios de convivencia (y de normalidad) aceptados (o impuestos) por la comunidad o por la sociedad correspondiente; en otras palabras, con el orden establecido. La disidencia implica, pues, desacuerdo pero también autoexclusión; supone, en términos de la RAE: «la separación de la común doctrina, creencia o conducta». Entendido así, puede haber disidentes políticos, religiosos o de cualquier otro tipo, pero en el ámbito que nos ocupa, las personas con un diagnóstico de psicosis representan una forma extrema de disidencia. El (anti)psiquiatra británico Ronald Laing comparaba dicha «disidencia» con un avión que se separa de su escuadrón sin que, en rigor, pueda decirse si es el avión o todo el escuadrón el que se halla «fuera de ruta» (Laing, 1977, p. 104).

Es obvio que la nómina de escritores y escritoras que representan una forma de disidencia —extrema o no— en sus vidas y en sus obras es inmensa, como lo son sus variantes y sus contextos. El yo disidente de Fernado Pessoa con su literatura del desasosiego (Diéguez, 2007), de Robert Walser, con su autoexilio en la locura (Amann, 2010), de James Joyce, «compensado» gracias a la escritura (García Nieto, 2007), son buenos ejemplos de cuanto decimos. Podríamos extendernos mucho más, y llegar a la poesía del atormentado Friedrich Hölderlin (Waiblinger, 2003) o a la manera en que los sentimientos de angustia melancólica que Søren Kierkegaard mostró en su Diario íntimo (Kierkegaard, 1993) modularon, en muy buena medida, una obra filosófica y teológica influyente que ayudará a la construcción de conceptos fundamentales como el de subjetividad (Amorós, 1987; Solé Plans, 2010).

No se trata de ofrecer aquí un inventario de obras y autores pero sí de señalar algunos ejemplos en los que el yo disidente, en sus múltiples variantes, nos ofrece claves para entender diversas maneras de situarse ante el mundo. La poesía de Leopoldo María Panero puede ser otro ejemplo cercano y bastante conocido de lo que pretendo argumentar (Kadmon, 2017). Sin embargo, me parece muy necesario, y más en los tiempos que corren, no solo visibilizar, sino destacar de manera muy sobresaliente la escritura de ciertas «mujeres locas» que, a pesar de su doble condición subalterna —como locas y como mujeres— han pasado a la historia de la literatura y son reivindicadas ahora, al menos en cierta medida, como figuras de resistencia femenina y feminista. A pesar de los diagnósticos con las que fueron etiquetadas: la psicosis maniaco-depresiva de Virginia Woolf (García Nieto, 2004; Ballester-Roca y Ibarra-Rius, 2018), el trastorno bipolar de Sylvia Plath (Alexander, 2017), la esquizofrenia de Zelda Fitzgerald (Esteve y Huertas, 2018), de Janet Frame (McQuail, 2018) o de Leonora Carrington (Paniatowska, 2011; Moothend, 2017), por poner solo algunos ejemplos, han acabado siendo reconocidas como grandes escritoras. Algunas llegaron a relatar, a veces de manera muy directa, su propia experiencia; así, la neozelandesa Janet Frame combinó poesía y prosa en su reflexión sobre los límites y las continuidades entre la cordura y la locura en Los búhos lloran (Owls do Cry, 1957), sin olvidar la sobrecogedora autobiografía de la escritora y pintora surrealista (y musa del surrealismo) Leonora Carrington, titulada Memorias desde abajo (En bas, 1940), en la que narra su ingreso en el Hospital Psiquiátrico de Santander, los tratamientos de choque que le fueron aplicados y, en definitiva, su sufrimiento y su colapso nervioso ante un mundo hostil, al que no fueron ajenos ni la persecución nazi, ni sus ideas políticas antifascistas, ni su espíritu desobediente e independiente, que hizo que su padre impusiera su internamiento psiquiátrico (Carrington, 1995).

Y siguiendo con internamientos psiquiátricos no puedo dejar de recordar, por su muy reciente aparición en castellano, las Notas desde un Manicomio, de la poeta austríaca Chritine Lavant. Escritas en 1946 y solo publicadas después de su muerte en 1973, estas Notas… recrean su estancia voluntaria en el Hospital Psiquiátrico de Klagenfurt. En esta ocasión se puede leer una historia de opresiones, las sufridas por una mujer pobre y enferma que necesita dedicarse a leer y a escribir pero también, en cierto modo, la crónica de una rendición (Lavant, 2018).

Finalmente, junto a las autoras y autores susceptibles de ser tratados desde la perspectiva del yo disidente —véase el catálogo Literaria(mente) que agrupa cerca de ciento cincuenta obras (Martínez y Hernández Monsalve, 2015)—, cabe señalar otro tipo de autores que también fueron capaces de escribir y publicar sus experiencias tanto en relación con su propio trastorno como con el dispositivo asistencial al que estuvieron sometidos, pero que tienen un estilo y unos objetivos diferentes. Se trata de memorias que, en algunos casos, tuvieron una innegable influencia en determinadas iniciativas de reforma de las instituciones. Así, por ejemplo, John Thomas Perceval, hijo del que fuera primer ministro británico a comienzos del siglo XIX, narró la experiencia de sus ingresos psiquiátricos en A narrative of the treatment experience by a gentleman during a mental state of derangement (1840) [Relato del trato sufrido por un caballero durante un estado de enajenación mental] (Perceval, 1840; Bateson, 1961), propiciando la fundación de la Sociedad de amigos de los presuntos lunáticos.

Algo similar, salvando la distancias, ocurrió con la publicación de A Mind That Found Itself [Una mente que se encuentra a sí misma], del estadounidense Clifford Beers (1908), inspirador del movimiento pro-higiene mental (Dain, 1980; Huertas, 2008a). Finalmente, no podemos dejar de citar aquí la obra Memorias de un enfermo de los nervios, del jurista alemán Paul Schreber (1903), que tanta fascinación ejerció en Freud o en Lacan y cuyo autor es considerado, en círculos psicoanalíticos, el «gran maestro de psicosis» (Álvarez y Colina, 2012). El que un psicótico se convierta en «maestro de psicosis» implica, no cabe duda, una dimensión epistemológica nada desdeñable que podría extenderse hacia una reflexión mucho más amplia.

Escribir en el manicomio

Sin embargo, en el interior de los establecimientos psiquiátricos se ha escrito siempre mucho más de lo que muestran las obras literarias o los productos editoriales más o menos reconocidos. Por un lado, estarían los diarios, cartas, notas diversas que se conservan junto a la historia clínica de los pacientes, unas narrativas que contrastan con otras, las de los profesionales que etiquetan y diagnostican con pretendida objetividad «científica» y que ponen en evidencia la «polifonía de los expedientes clínicos» (Ríos, 2004: 23), pues son varias voces (no precisamente alucinatorias) las que se entrecruzan en el espacio manicomial, por más que unas resuenen más que otras; no en vano ese espacio institucional lo es de poder y normativización (Huertas, 2008b). Por otro lado, los periódicos escritos y editados en el interior de los manicomios han sido tradicionalmente considerados subproductos institucionales con un interés, como mucho, en el ámbito de la laborterapia. Sin embargo, este tipo de publicaciones (revistas, fanzines, murales impresos, hojas escritas a mano o impresas, etc.) constituyen una fuente histórica importante, aunque poco explorada, en la que poder recabar información sobre aspectos muy variados de las instituciones, de la vida cotidiana en las mismas o de la propia experiencia de los internos (Martínez Azumendi, 2016). Fuentes que deben tratarse con cautela y han de ser contrastadas con otras pues, aunque en algunos casos los internos pudieron tener más iniciativa, en general cabe pensar que la mayoría de las veces debieron ser actividades tuteladas y sujetas a la censura de los responsables de la institución, cuando no a la propia autocensura de los propios pacientes-redactores.

De entre estos dos grupos de materiales, en el primero destacan las cartas escritas por los y las pacientes que, por diversos motivos, nunca llegaron a su destino y permanecieron junto su expediente clínico. Esta literatura epistolar expresa, de manera más contundente y descarnada que cualquier informe técnico, el funcionamiento y la vida cotidiana de los establecimientos psiquiátricos. Existe una amplia bibliografía al respecto que muestra la variedad de enfoques con los que se puede abordar este tipo de fuentes (Beveridge, 1998; Reaume, 2000; Wadi, 2005), además del interés intrínseco de la propia recuperación y recopilación de dichos escritos como, por ejemplo, las cartas de los internos de la Casa de Orates de Santiago de Chile (Lavín, 2003), o las del antiguo manicomio de Leganés, próximo a Madrid, que ha sido objeto de recientes estudios por nuestra parte (Villasante et al, 2018). En todo caso, lo que más me interesa destacar aquí es que dichas cartas nunca llegaron a su destino, nunca fueron tramitadas por la dirección del establecimiento. Se adjuntaron a los expedientes clínicos como documento anejo, capaz de ilustrar o confirmar la patología del sujeto, o como información adicional con la que valorar sus «resistencias» al internamiento.

Con todo, la principal razón de supervisión y «secuestro» de estas cartas, práctica habitual en este tipo de establecimientos (Villasante, 2018), parece responder al celo de sus responsables para evitar que las quejas de las internas sobre las condiciones de vida, o el trato recibido, trascendiera al exterior del manicomio. Se trata, pues, misivas que buscan, sin encontrarlo, un interlocutor concreto y reconocible pero inalcanzable, unas cartas sin destino y sin respuesta que terminan haciendo de la escritura letra muerta, portadora de soledad y de ausencia. La mayoría de las cartas estudiadas suelen iniciarse con fórmulas codificadas, epistolares, para pasar de inmediato a adoptar en sus contenidos argumentos de súplica, negociación o resistencia que reflejan casi invariablemente la indefensión de los y las pacientes, lo que, de un modo u otro, convierte a la escritura de la mayoría de estas cartas en una especie de ritual de subordinación.

Una última reflexión a este respecto me parece pertinente. Se ha aludido con frecuencia a una especie de pacto entre el que escribe y el que lee (Leujeune, 1975); sin embargo, en este caso, dicho pacto sería, en todo caso, ambiguo y desigual, ya que el que escribe trata de explicar su verdad, reclamar su derecho, buscar el reconocimiento del que lee pero el que lee, que no es necesariamente el destinatario del escrito, se limita a archivar sin contestar, sin responder al sufrimiento ni a las expectativas del que escribe. Se trata, en definitiva, de escritos que reflejan emociones diversas, pero sobre todo sufrimiento, fragmentos y variaciones de un sufrimiento torpemente formulado unas veces, con gran claridad otras, que fue capaz de canalizarse a través de la expresión escrita (Huertas, 2016).

En cuanto a la edición de revistas, fanzines, etc., cabe decir que en España, se están empezando a trabajar estas fuentes gracias a la iniciativa de Oscar Martínez Azumendi, quien ha propuesto una clasificación de las mismas identificando una serie de etapas y analizando su evolución conceptual a lo largo de los siglos XIX y XX (Martínez Azumendi, 2016).Tras la Segunda Guerra Mundial pueden identificarse publicaciones que, además de una función terapéutica, comienzan a desempeñar un papel en los intentos de transformación institucional. Tomando como referentes las experiencias que, en este sentido, desarrollaron la psicoterapia institucional francesa o la orientación anti-institucional italiana, diversos establecimientos psiquiátricos españoles pusieron en marcha, en la época del tardofranquismo y la transición democrática (la década de los setenta fundamentalmente), proyectos de edición de revistas «manicomiales», que deben entenderse en el marco del cambio socio-cultural y político que se estaba viviendo en el país.

No cabe duda de que, como indica Oscar Martínez Azumendi (2016: 87): «la psicoterapia institucional ensayó el potencial que podía tener una revista interna puesta a disposición de los enfermos con el objetivo de modificar la atmósfera institucional, haciéndola más habitable y buscando tanto la socialización de sus moradores como su propia evolución desde un punto de vista terapéutico». Sin embargo, en este momento nos interesan más aquellas revistas que, surgidas asimismo en el interior de las instituciones psiquiátricas, tuvieron planteamientos mucho más radicales, llegándose a convertir en estandartes de la crítica anti-institucional. Quizá uno de los más característicos sea Il Picchio, el periódico mensual publicado en el manicomio de Gorizia entre 1962 y 1965. Recuérdese que Franco Basaglia llegó a Gorizia en 1961, dispuesto a negar la institución (Basaglia, 1968); allí propició la publicación de una revista que fuera más allá de los límites manicomiales y de las funciones estrictamente terapéuticas, para ser vehículo de críticas, reivindicaciones y propuestas alternativas. El encargado de dirigir esta publicación fue Mario Furlan —el Furio—, un paciente culto y entusiasta que convirtió esta publicación en una especie de órgano de expresión de una institución en pleno proceso de transformación. Tal como nos explica Marta Zaccardi, Il Picchio (el pájaro carpintero) no era una alusión al término picchiato, que en argot italiano significa loco, sino que se refiere, según se indica en la revista, «a ese pajarito que escuchamos constantemente picotear la corteza de los árboles del parque (…) Decidimos llamarlo Il Picchio —escriben los redactores— porque con nuestros artículos queremos picotear las puertas de la sociedad para que las abra de par en par, y abra su corazón y sus instituciones y nos ayude a volver a ella [a la sociedad]» (Apud Zaccardi, 2016: 150).

La revista era un medio de comunicación entre los propios pacientes, pero también era un puente hacia el exterior, pues pretendía mostrar las reformas institucionales y los cambios que se iban produciendo en la vida de los internos. Resulta muy evidente, en este sentido, la función de propaganda y de concienciación de la opinión pública ante la cuestión de la locura y la actitud social hacia la misma. Junto a estos contenidos, aparecían también en las páginas de la revista, artículos diversos, noticias, cuentos breves, poemas, chistes, etc.

Como es lógico, no resulta fácil localizar muchas revistas similares, pues su posicionamiento antiinstitucional generaba problemas con la administración sanitaria. En España, la revista Ambiente, editada en el Psiquiátrico de El Palmar (Murcia) entre 1966 y 1986, tuvo sobre todo a partir de 1978 un talante combativo y de crítica institucional (López Navarro y Martínez Benítez, 2016). Sin embargo, es probablemente la revista Altozano, publicada en el Hospital psiquiátrico Dr. Villacián de Valladolid, la que más se acerca al tipo de producto que nos ocupa. Aparecida en 1977, Altozano se convirtió en una herramienta más de reforma y de cambio de modelo asistencial, cuyo fin último no era sino el cierre del manicomio y la creación de los dispositivos externos propios de la salud mental comunitaria. Tal como ponen de manifiesto Esteban, Santander y Cantero (2016: 140), la revista abogaba por una identificación con los pacientes, muy propia del discurso antipsiquiátrico, que se conjugaba con el continuum entre salud y enfermedad propugnada por el psicoanálisis. No en vano, la institución vallisoletana se convirtió, con el tiempo, en referente indiscutible de la práctica psicoanalítica en las instituciones públicas. Pero además, según indican estos mismos autores, la revista era un elemento de política de «puertas abiertas», no solo porque se quería representar una institución sin cerrojos, ni rejas, ni muros, sino por lo que tenía de apertura a la comunidad.

La posición de Altozano es muy clara al respecto. Su lema fue «¡¡Por la emancipación del enfermo mental!!»; su estrategia, mostrar la situación del psiquiátrico y de los psiquiatrizados a la ciudadanía: «Tratamos de contarte toda nuestra verdad, ¿te atreves a compararla con la tuya? Nuestro hospital tiene las puertas abiertas, ¡¡Ábrenos tu casa!! No olvides que mañana tú puedes estar en el Altozano» (contenidos de un cartel anunciador de la revista).

Altozano llegó a publicar también artículos de colectivos ajenos al hospital como Psiquiatrizados en Lucha. Este talante reivindicativo y antimanicomial dio lugar a serios conflictos con la administración (la revista dejó de editarse en 1979), pero no cabe duda que Altozano fue un proyecto compartido entre pacientes y personal y, con respecto a estos últimos, un «aglutinante más de la plantilla comprometida con el proceso reformista, un aglutinante que conllevaba la expresión de las ideas de libertad, la escucha del otro y el respeto mutuo» (Esteban, Santander y Cantero, 2016: 145).

Una década más tarde, ya en los años ochenta, los cambios políticos y sociales que vivió el país con la llegada de la democracia tuvieron también su incidencia en este tipo de publicaciones. En 1982 comenzó a publicarse en el Sanatorio psiquiátrico de Santa Águeda en Mondragón (Guipúzcoa) la revista Globo Rojo que no tuvo un objetivo terapéutico, ni pedagógico, ni rehabilitador. Sus páginas admitían escritos y dibujos de los pacientes sin censuras, correcciones, sin manipulaciones y pretendía ser una «revista interna para el exterior» que llegó a distribuirse en librerías, bares y otros espacios de sociabilización, alcanzando amplia difusión (Martínez Azumendi, 2005). Basten estos ejemplos —podrían encontrarse otros— para destacar la importancia de este tipo de publicaciones (realizadas con escasos medios y de tirada limitada) para identificar y valorar actividades y discursos críticos y alternativos en el interior, y bajo la tutela, de la institución. Un material que nos permite transitar hacia la expresión escrita del activismo en salud mental.

La expresión del activismo

Solo a modo de epílogo, porque la historia del activismo en salud mental está por hacer, merece destacar la importancia de los órganos de expresión del activismo “en primera persona”. Las revistas Madness Network News y Phoenix Rising. The Voice of the Psychiatrized fueron pioneras en los años setenta y ochenta y publicaron ensayos, poemas, cartas, etc., en el marco del Mental Patients Liberation Movement.

El movimiento de sobrevivientes psiquiátricos (más ampliamente, el movimiento de consumidores/sobrevivientes/ex pacientes) es una asociación diversa de individuos que acceden actualmente a servicios de salud mental (conocidos como consumidores o usuarios de servicios), o que se consideran a sí mismos sobrevivientes de intervenciones de psiquiatría o que se identifican como ex pacientes de servicios de salud mental. Surgió en el marco de las luchas por los derechos civiles de finales de los años sesenta y principios de los setenta y de las historias personales de abuso psiquiátrico que experimentaron algunos ex pacientes (Morrison, 2005). El texto clave, y en cierto modo iniciático y programático, es el de la activista norteamericana Judi Chamberlin (1978) cuyo título, Por nuestra cuenta (On Our Own), introduce ya un llamamiento al empoderamiento de los pacientes mentales.

La producción escrita que ha generado y genera el activismo en salud mental es muy amplia e imposible de repasar aquí con una mínima profundidad. Sin contar el activismo de profesionales críticos (Ibañez, 2018), buena parte del activismo en primera persona tiene como eje fundamental una politización del sufrimiento psíquico que puede identificarse con claridad en algunos de sus medios de expresión. Se trata de productos difíciles de localizar y de clasificar; en España se pueden citar algunas revistas y fanzines elaborados y distribuidos de manera precaria y sin periodicidad fija (reconocida por sus propios editores), como, por ejemplo, Esfuerzo. Publicación intermitente de pensamiento refractario o Enajenadxos. Publicación intermitente sobre salud mental y revuelta.

Sin embargo, las posibilidades de información y difusión de un pensamiento alternativo en salud mental, que parta de los propios psiquiatrizados ha crecido de manera exponencial en los últimos años gracias a las posibilidades técnicas que ofrece la radio —Radio Nikosia (Correa-Urquiza, 2015)— y, sobre todo, las redes sociales. Y no me refiero tanto a las conocidas Mad in America o Mad in America Hispanoparlante, que son verdaderos emporios de producción sobre locura, comunidad y derechos humanos, sino a iniciativas más locales como las que, en nuestro medio, pueden representar Primera vocal y su ingente esfuerzo por recopilar y hacer accesibles textos y materiales que contribuyan, como desde el propio blog se explica, «a combatir la dominación a la que nos vemos sometidos en tanto que psiquiatrizados». De obligada referencia es también el colectivo Locomún, cuya iniciativa para desarrollar la campaña #0 Contenciones ha permitido elaborar un archivo de materiales y testimonios escritos de personas sometidas a contención física que constituyen, a mi juicio, una fuente de enorme valor para darnos cuenta no ya de la experiencia del internamiento, sino de la aplicación concreta, en personas concretas, de tales intervenciones.

Las webs y las redes sociales son también utilizados por otros muchos colectivos, como Psiquiatrizadxs en lucha, los Grupos de Apoyo Mutuo, etc. Si en otro tiempo los fanzines, libros, jornadas, etc., eran los vehículos de difusión y comunicación, resulta evidente que la web y las redes sociales aparecen hoy como medio de expresión prioritario e inmediato del activismo, aunque tampoco debemos olvidar que los viejos soportes siguen teniendo presencia y eficacia, como lo demuestra el comic Desmesura (Balius y Pellejer, 2018), con una cuidadosa edición en papel y en cuyos contenidos se atraviesan de manera magistral la sabiduría que otorga la experiencia en primera persona, la crónica del paso por el aparato psiquiátrico, la enseñanza para los lectores (cualquiera que sea su estado mental reconocido) y el activismo que supone afirmar que es preciso pensar y actuar sobre la locura de otra manera.

Enlace al program de TV sobre el libro Cartas al manicomio

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Trabajo realizado en el marco del Proyecto HAR2015-66374-R (MINECO/ FEDER)

Publicado originalmente en febrero de 2019 en la Revista Atopos.

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