Introducción
A pesar de estar bajo un régimen de curatela que le obligaba a aceptar el tratamiento impuesto por su psiquiatra del centro de salud mental una persona reclamó ante instancias judiciales la autorización para elegir un tratamiento farmacológico distinto. Y a primeros de diciembre de 2020 algunos medios, incluyendo la prensa médica, informaban de la insólita, por improbable, sentencia que le permitía «sustituir el tratamiento con inyecciones que le administraban mensualmente en el Centro de Salud Mental por la medicación por vía oral que le paute» su psiquiatra privado.
La sentencia de nueve páginas publicada en Primera Vocal muestra los asuntos tratados en la Audiencia Provincial de Oviedo. El paciente parcialmente incapacitado apeló una sentencia previa que le obligaba a recibir «cada cuatro semanas y por vía parenteral Xeplion 150 mg» (p. 2) [un antipsicótico en dosis alta], sin fecha de caducidad.
La sentencia ejemplifica el tipo de relación asistencial muy frecuente en los servicios de salud mental, donde las personas son fuertemente presionadas para mantener un tratamiento farmacológico. Se trata de una actividad reconocida y no rara vez denunciada por sus distintos participantes, incluyendo a profesionales y a usuarios, y que en España se ha plasmado en el manifiesto de Cartagena, elaborado entre asociaciones de usuarios, familiares y profesionales, al objeto de superarla.
Aquí se recogerá la sentencia como ejemplo que refleja algunos rasgos del contexto que genera tratamientos farmacológicos involuntarios.
Las premisas del tratamiento obligado
El tratamiento farmacológico a largo plazo se defiende como imprescindible para las personas diagnosticadas de psicosis, tanto por profesionales como por familiares, en base a que «las personas con esquizofrenia no son más violentas que la población general, siempre que estén controladas farmacológicamente, que no hayan sido dadas de alta recientemente, que tengan una adherencia al tratamiento y no consuman drogas psicoactivas».
Tal como lo expresa esa cita, la idea de prevenir la posible violencia del paciente mediante medicación y control resulta central en este contexto asistencial. La sentencia misma manifiesta esa mentalidad de forma precisa. En una ocasión anterior la médica forense «ante el riesgo de un comportamiento heteroagresivo aconseja el ingreso psiquiátrico de urgencia» que seguidamente el juez decreta para que se establezca «el tratamiento médico farmacológico idóneo» (p. 4).
Más adelante el texto de la sentencia señala que esta persona incluso en los episodios de delirantes «hasta el momento, no ha evidenciado agresividad» (p. 6,7). Justifica la imposición del tratamiento farmacológico, incluso sin episodios de agresividad, incluyendo al apelante entre la clase de «personas cuya dolencia psíquica les lleva a no ser conscientes de ella, de manera que cuando se hallan estabilizados adoptan una postura negacionista de su enfermedad, consideran innecesario seguir un tratamiento farmacológico que desde su percepción ningún beneficio les reporta y redunda en detrimento de su salud física y lo abandonan. En esos momentos comienzan un periodo de descompensación psíquica que les lleva a precisar un nuevo ingreso hospitalario hasta conseguir de nuevo su estabilización. Nos hallamos ante lo que se ha venido a denominar “puertas giratorias”. Hay continuos ingresos y altas hospitalarias que sólo redundan en un detrimento progresivo del paciente y agravación de su dolencia» (p. 6). La misma opinión tiene el centro de salud mental de referencia y una parecida el propio paciente que se reconoce como «persona afecta de una dolencia psíquica, necesitada de una medicación continuada, constante» (p. 3). Se explicita que el tratamiento farmacológico es beneficioso para mejorar la salud mental y «la salud física» (p. 3), y permite «mantenerse estable y poder desarrollar un nivel de vida adecuado e idóneo» (p. 5).
En definitiva, no es preciso mostrar actividad agresiva, ya que el régimen farmacológico resulta imprescindible en las personas diagnosticadas y debido a su incapacidad intrínseca de evaluar su propio bien puede ser impuesto.
Este es el contexto de creencias en el que se desarrolla la actividad asistencial, y del que surgen conflictos como los atendidos por la Audiencia. Se entiende a estos pacientes como sujetos que precisan de control externo para no dañar a otros o a sí mismos, incapaces de cuidar el bien ajeno o el propio, por lo que incapacitarlos legalmente es necesario si fracasan otras vías para medicarlos.
El desencuentro y el uso del poder
La práctica basada es esta mentalidad crea tensiones entre los profesionales y muchos pacientes con diagnóstico de psicosis, generando problemas e insatisfacción en todas las partes.
Mientras que los clínicos defienden que deben tomar medicación a largo plazo, muchos pacientes la encuentran desagradable e invalidante y de hecho casi todos intentan abandonarla. En cambio algunos importantes expertos del campo de los antipsicóticos reconocen que: «A las personas que rechazan la medicación a largo plazo por lo general se las etiqueta como difíciles e incumplidoras, pero pueden estar tomando una elección perfectamente razonable, una decisión correcta sustentada en sus experiencias negativas con la terapia farmacológica» (Moncrieff, p. 86).
Los que aceptan tomarlos no suponen un gran problema para los profesionales, incluso aún cuando observen su progresivo deterioro hacía un estado de apatía y malestar invalidante. Pero el resto constituyen un serio problema que se debe corregir. A ese fin se implementan esfuerzos mediante programas de psicoeducación, asertivo-comunitarios, primeros episodios, e incluso la intervención judicial.
Desde el principio se insiste al paciente y a su familia que lo fundamental son los fármacos, siendo imprescindible la adherencia a un tratamiento intensamente molesto para muchos y somáticamente muy agresivo. El deseo de retirarlo o reducirlo se describe como falta de conciencia de enfermedad. Se tiende a suplir esa falta de conciencia mediante la imposición del tratamiento, siendo la forma más cómoda inyectar un fármaco extremadamente caro diseñado para que dure varias semanas, junto al incremento de la presión de los allegados, que a menudo empeora el clima familiar.
Siendo así, al usuario solo le queda quejarse de los efectos adversos, que pueden ser muy reales y negativos, tal como se recoge parcialmente en el propio prospecto de los antipsicóticos, con la esperanza de ser escuchado y se le cambie el fármaco o se reduzca la dosis. Siendo probable que los profesionales interpreten las molestias y las demandas como la expresión de la falta de conciencia de enfermedad del usuario, habitualmente los pacientes no reciben una respuesta satisfactoria. Los clientes más rebeldes pueden decidir no acudir a ponerse la medicación, o salir de casa justo cuando prevé la llegada del equipo asertivo comunitario a medicarle en su hogar, mientras que otros entienden que su única salida es dejar de estar localizables, y de hecho se sabe de personas que cambiaron de domicilio e incluso de comunidad autónoma con la esperanza de no ser rastreados. Pero otros se transforman en sujetos dóciles que repiten las creencias de sus terapeutas, a veces como un eco, pero rara vez logran reducir la dosis.
Ante los pacientes más indómitos los profesionales pueden activar otra maniobra de poder promoviendo, habitualmente junto a su familia, la incapacitación legal del paciente, en base a su falta de conciencia de enfermedad. Así los juzgados, convertidos hoy en dispositivos muy activos de producción de incapacidad civil, pueden incapacitar al paciente totalmente o solo para algún aspecto, como la medicación. Y desde ese momento la persona tiene un tratamiento obligado de forma indefinida, deja de ser un interlocutor válido, incluso sobre los efectos de los fármacos que recibe, tanto en los momentos en los que esta psicótico como en los que no lo está.
Los profesionales y los familiares anticipan que tras la incapacitación, total o parcial, y el tratamiento obligado vía judicial, finalizarán los conflictos, pero eso no suele ocurrir, simplemente se dan en otros escenarios, nada deseados para todas las partes. Las personas químicamente modificadas no se hacen más cumplidoras, ni tampoco se encuentran mejor y socialmente más integradas, de hecho algunas siguen intentando huir de esa situación, pero muchas otras se bloquean en un estado ambiguo de indefensión y apatía sumisa, y no rara vez permanecen sobrepasados de inquietud interna farmacológica o acatisia.
La sentencia revela esta escalada de presiones y respuestas, que mostramos cronológicamente. Hay «un primer ingreso en 2012» y uno posterior en julio de 2013, del que sale de alta con un antipsicótico inyectable de larga duración (p. 3). «El 20 de mayo de 2014 fue parcialmente incapacitado para el manejo de medicamentos y prestación del consentimiento del tratamiento psicofarmacológico prescrito» (p. 2), seguramente debido a que el paciente no deseaba el tratamiento decidido para él y sin él. En junio de 2014 el usuario decidió abandonar el inyectable (p. 3). En diciembre de 2014 acude a un psiquiatra privado cuyo tratamiento oral le convence más, de hecho se trata de una dosis más suave. El 25 de abril de 2015, el CSM afirma que ha vuelto a abandonar el tratamiento inyectable, y que está disminuyendo el tratamiento oral, y que podría descompensarse (p. 3). El 8 de mayo de 2015, el psiquiatra privado le prescribe una benzodiacepina y un antipsicótico en dosis suave. El 26 de enero de 2016 el CSM notifica el abandono del tratamiento y el inicio de un posible cuadro delirante. El 4 de febrero de 2016 es explorado por la médico forense que «ante la ausencia de un mínimo seguimiento psiquiátrico y ante el riesgo de un comportamiento heteroagresivo aconseja el ingreso psiquiátrico de urgencia», y el juez le remite al hospital para que se evalúe y se dictamine «el tratamiento médico farmacológico idóneo» (p. 4). El 9 de marzo, el CSM manifiesta «la oposición [del paciente] a tomar todo tratamiento que se le prescribe» (p. 4). El 26 de marzo de 2016 su psiquiatra privado «le encuentra estable, eutímico. Refiere dificultad para dormir y algo de ansiedad reactiva. Le prescribe Sedotime 30 y Olanzapina 2,5» (p. 5). El 25 de enero de 2017 el CSM indica que «no toma la medicación, continúa delirante, el delirio lo presenta de forma casi permanente. Apuntan la conveniencia de tratamiento involuntario con inyectable de larga duración» (p. 5). Después el CSM renuncia a supervisar el tratamiento farmacológico, y el 3 de noviembre de 2017 lo debe asumir la Comunidad Autónoma del Principado de Asturias al objeto de «que siga, de manera voluntaria y continuada, tratamiento farmacológico, que le permita mantenerse estable y poder desarrollar un nivel de vida adecuado e idóneo» (p. 5). Su psiquiatra privado en mayo de 2018 indica que «está lúcido, coherente, orientado, abordable, eutímico, estable. No presenta síntomas psicopatológicos, salvo algunas ideas de aspecto autorreferencial, sigue con el tratamiento prescrito» (p. 5). El paciente entonces desaparece de la vista de los profesionales hasta el 3 de noviembre de 2019, cuando el CSM reinicia el tratamiento involuntario «inyectable con Xeplion 150 mg cada cuatro semanas». Y el paciente acude a su psiquiatra privado el 11 de febrero de 2020 para que le sustituya el tratamiento por el que le prescriba para cumplirlo voluntariamente (p. 5,6). El paciente y su abogado se presentan ante el juzgado solicitando que se le permita elegir el tratamiento, pero esto se le deniega, y entonces apelan a la Audiencia Provincial Oviedo, que emite la sentencia que comentamos.
En definitiva, el paciente no deseaba recibir el antipsicótico inyectable. Y el CSM entendió que debía obligarle, seguramente tras algún intento infructuoso de convencerle. Para medicarle se promueve la incapacitación, y el CSM manifiesta ante el Juzgado el temor que se descompense y en el caso de que se descompense argumenta que se deberá al abandono del fármaco. También manifiesta su creencia de que el fármaco le permitirá estar estable y a desarrollar «un nivel de vida adecuado e idóneo» (p. 5). Y vuelcan en ello todo su esfuerzo desplegando toda su autoridad impositiva unida a la de los tribunales.
La falta de conciencia de enfermedad como el eje que anula la interlocución propia
La sentencia recoge algunas ideas muy ilustrativas en voz del propio paciente, también expresadas a menudo por muchos otros, según su propia situación, de las que extraemos dos:
- Una muestra que el paciente tiene su propia conciencia de lo que le ha ocurrido, cuando afirma que «debido a acontecimientos familiares luctuosos [sufrió] una descompensación psíquica» (p. 3). Mientras que los profesionales defienden que el paciente tiene una enfermedad y que debido a ella no tiene conciencia de su propia enfermedad, el paciente tiene otra conciencia vivencialmente más valiosa. También en este tipo de divergencia se suele esgrimir para sustentar la idea de ausencia de conciencia de enfermedad, una maniobra de poder que califica el relato y la experiencia de la propia persona como una vivencia patológica. Muchos profesionales están formateados en las creencias del modelo biomédico, que defiende esas creencias sobre el sufrimiento mental, aunque se trata de un modelo con aval científico insuficiente y en crisis desde hace años, como es ampliamente reconocido. Otros profesionales podrían aceptar la conciencia de las propias dificultades, según expresa el propio paciente, abrir un espacio de diálogo y comprensión, y desde ellas sustentar un buen plan de recuperación y trabajo colaborativo, pero algo así no está en la agenda del modelo biomédico. Se podría defender que la misma perspectiva de este paciente, es decir situar las dificultades en su biografía, tiene un aval científico mucho mayor que la misma idea de una enfermedad somática que produce síntomas. Los profesionales que asumen el modelo biomédico pueden querer imponer sus creencias a las personas con sufrimiento psíquico, porque creen que son las correctas y eso será bueno para los pacientes, pero al hacerlo destruyen la posibilidad de un diálogo fructífero.
- En la segunda extraemos la queja del paciente respecto al tratamiento. Afirma que el fármaco obligado «es excesivamente agresivo, le provoca unos efectos secundarios como insomnio continuo» (p. 3). Y estas quejas no son atendidas a pesar de que el mismo prospecto del Xeplion señala que «las reacciones adversas a medicamentos notificadas con más frecuencia en los ensayos clínicos fueron insomnio,». También afirma que prefiere una (medicación) «menos nociva y anuladora de su personalidad» (p. 3). Este tipo de quejas ante los antipsicóticos son habituales, incluso entre sujetos voluntarios o sin diagnóstico psiquiátrico, y a pesar de ello muchas veces se niega a las personas su propia voz tanto sobre sus vivencias biográficas significativas como sus experiencias con los fármacos, y junto a ello también la valoración de lo que es positivo o negativo para la propia persona deja de importar.
Ambos puntos reflejan la anulación de la persona como interlocutora de sí misma, de su biografía y de sus vivencias, en definitiva de su propia verdad y su saber, que es inevitablemente subjetivo. Seguramente los profesionales de salud mental podrían estar especialmente capacitados para entender hasta que punto deshumaniza a la persona el impedirle ser el relator de su propia vida y vivencias, de retirarle su credibilidad íntima y su capacidad de interlocución tan necesaria para seguir siendo humano.
La sentencia parece ser consciente de que al paciente se le retiró radicalmente la posibilidad de representarse a sí mismo. Indica que «en el caso de autos el apelante tiene modificada esa autonomía de decisión, al haber sido declarado incapaz parcial para determinar el tratamiento médico farmacológico a seguir en relación a su dolencia psíquica. Está sujeto a curatela, que no anula totalmente su facultad de opinar, proponer determinados tratamientos, pero si la modifica, precisando la aquiescencia del curador, y de no existir una postura unívoca serán los tribunales de justicia, como es el caso, quienes han de decidir» (p. 6). De este modo la sentencia coloca una línea roja al exceso profesional y establece al sistema judicial como parte mediadora. Y en esta línea resuelve que «resultará más positivo para él [paciente] el seguir, de forma voluntaria, un tratamiento médico farmacológico, a lo que en el acto de la vista manifiesta buena predisposición; al mismo tiempo que ha de velarse tanto por la integridad física del paciente como de terceros, se considera procedente acordar un tratamiento y seguimiento mixto…» (p. 8) y «suspender el tratamiento ambulatorio involuntario (TAI) que viene recibiendo el apelante», a favor del tratamiento concertado con el psiquiatra privado que eligió, pero supervisado por el CSM (p. 9).
Pero de hecho la cuestión no se resuelve ya que el «tratamiento voluntario» aceptado, mucho más liviano que el dictaminado por el CSM, sigue siendo «obligatorio», y en el caso de incumplimiento se volverá al dictado por el CSM, es decir en gran medida se mantiene la misma dinámica de poder y sumisión.
Las consecuencias de esta relación asistencial
En este proceso en escalada, habitual en los servicios, la relación del profesional con el usuario deja de ser colaborativa y pasa a ser impositiva. Como en muchos otros casos el enconamiento progresa simétricamente: a mayor deseo y esfuerzo en medicar obligadamente mayor deseo del paciente de deshacerse del control de los profesionales o mayor sumisión y anulamiento.
Por el «bien del paciente» se acaba con la relación de ayuda al completo, pero también con el propio paciente al que se le coloca en el extremo opuesto a la autonomía, y con ello de la recuperación. Los profesionales acaban siendo impositores, pierden la interlocución franca con su cliente, y en la misma medida en que se deteriora la relación también lo hace el propio paciente.
En esta dinámica los servicios dejan de ser espacios seguros para los pacientes y cuando estos se encuentran mal su temor a los servicios puede ser mayor que al mismo sufrimiento.
Al final las personas no mejoran, siguen teniendo recaídas se encuentran cada vez mas enfermas física y psicopatológicamente, y a veces los escenarios más tranquilos para la familia y los profesionales se dan en las fases en las que el paciente pasa a ser parte del paisaje inmóvil en los centros y en el hogar, con el mensaje de no hay nada por hacer. En el punto final de este proceso, la parte humana del paciente puede desaparecer, pero curiosamente sobrevive la enfermedad.
Una valoración científica de la narrativa que impone la medicación
De forma general esta conceptualización, reseñada antes, se sitúa al margen de la ciencia. Dado que las personas con medicación antipsicótica prolongada tienen más recaídas e ingresos a largo plazo y peor funcionamiento vital y social, junto a mayor deterioro global y menos recuperación, y más problemas de salud y muerte prematura. Sin embargo han demostrado eficacia, incluso mucho mayor, otros tratamientos de índole psicológica y psicosocial, y que incluso pueden optar por no usar antipsicóticos incluso en las fases agudas y en los delirios. Las numerosas pruebas obtenidas en las dos últimas décadas, que confirman y amplían las existentes antes, hacen que el relato asumido, también por la sentencia, que en la actualidad es dominante en los servicios, sobre el tratamiento en las psicosis sea inconsistente. De hecho la perspectiva de que el paciente debería poder elegir tratamientos no farmacológicos ha sido defendida, y también en un editorial de The British Journal of Psychiatry.
En la actualidad, de forma amplia, se entiende que el elemento beneficioso del antipsicótico, cuando se produce, se debe al estado de indiferencia que provoca ante los delirios y los sentimientos abrumadores, haciendo que la persona se encuentre más tranquila ante sus experiencias, y no porque elimine las ideas consideradas delirantes o las alucinaciones perturbadoras. Y son muchos los que defienden que en el caso de ideas delirantes crónicas la opción es una ayuda a su procesamiento que permita integrarlas en la propia persona antes que usar medicación para ello.
Este relato mantenido por la sentencia y los profesionales soslaya puntos clave bien establecidos respecto a la toma de antipsicóticos. Por ejemplo, es conocido que cuando se abandonan los antipsicóticos las personas desarrollan cuadros psicóticos, y que se debe, en su mayor parte, a la retirada abrupta de los mismos, ya que esos cuadros son un signo de abstinencia muy frecuente, tanto en personas con antecedentes psicóticos como en las que no los tienen. Y que si se ayuda a la persona a realizar una disminución progresiva de forma lenta las posibilidades de que surjan cuadros psicóticos disminuyen casi tanto como si estuvieran con los fármacos.
También debería ser muy conocido que a partir del primer año de toma de antipsicóticos la diferencia de eficacia respecto al placebo se desvanece.
A pesar de que una visión que cuestiona el relato dominante cuenta cada vez con más apoyo, la idea de que los problemas con diagnostico de psicosis necesitan fármacos a largo plazo, recogida en la sentencia, es dominante en los servicios, y es mantenida por muchos profesionales de índole biologicista, pero también por psicólogos y trabajadores sociales, además de los familiares, y una parte de los bioeticistas defienden el tratamiento involuntario si el paciente no está de acuerdo en aceptarlo. Incluso el juez que dictaminó el ingreso involuntario, unos años antes, lo hizo para ver cuál «ha de ser el tratamiento médico farmacológico idóneo para su estabilidad psíquica» (p. 4), ni siquiera para ver qué era lo mejor para el paciente, ya que se entendía, sin lugar a dudas, que la mejora provenía de tomar fármacos.
Conclusiones
Resulta pertinente resaltar que en el empeño de ayudar a una persona con sufrimiento y dificultades se desarrolla un escenario que bloquea a la persona como interlocutora de sí misma, propicia su incapacitación civil permanente que se añade a una incapacitación vital: es como si para acabar con la enfermedad se acabara con la propia persona. De hecho los resultados de seguimiento de pacientes con psicosis tratados de esa forma, desde los primeros estudios, muestran malos resultados, y bastante peores entre quienes se mantienen medicados, en funcionalidad, salud y psicopatología.
Hay grupos de usuarios de servicios que se consideran maltratados y se sienten supervivientes de un poder psiquiátrico que les silenció y victimizó. No es difícil entender su posición de protesta y de reclamación de derechos. Pero los servicios despliegan un relato poderoso, que entienden a sus usuarios fuera del marco de la razón y la comunicación, que ha impregnado la sociedad, incluyendo la justicia, la bioética, las profesiones del campo asistencial y educativo, y los familiares. Aunque ese relato ha colonizado todos los ámbitos sociales y de forma general a todos los servicios y la producción de discursos tiene grandes debilidades.
El respeto a los derechos ciudadanos.
La reclamación de derechos cada vez más frecuente ante distintas instancias sociales puede visibilizar la situación y recuperar derechos para las personas que una vez calificadas de enfermas mentales fueron anuladas en mayor o menor medida. Los usuarios de salud mental tendrían un fundamento a sus reclamaciones en base la ley de autonomía del paciente y los desarrollos autonómicos de la misma, y en el reconocimiento legal de otros derechos civiles.
En este terreno la sentencia es particularmente incongruente como señalamos ahora. Nos dice a propósito de las personas «que cuando se hallan estabilizados adoptan una postura negacionista» y rechazan la necesidad de tratamiento, de forma inapropiada(p. 3). Se trata de una lógica perversa que permite suspender la autonomía del paciente para rechazar o elegir el tratamiento cuando la persona se halla en crisis, pero también cuando se encuentra fuera de la psicosis. En definitiva, cuando las personas con diagnóstico son capaces siguen siendo incapaces para ejercer su interlocución, un postulado que podría incapacitar total o parcialmente a todas las personas con algún determinado diagnóstico, a perpetuidad. La otra faceta de esa premisa perversa es que se podría sancionar hoy, en este caso mediante una incapacitación sine día, por lo que podría ocurrir en el futuro.
La limitación científica y técnica de los servicios.
No solo los profesionales, sino las políticas que diseñan los servicios se implementan en base a la idea de que el sufrimiento psíquico es producto de un desajuste somático y que puede ser revertido con medicación, sin que nunca se haya demostrado algo así, contando con fuertes evidencias en contra de ambas creencias. En este sentido la falta de conciencia de enfermedad del paciente es más bien el correlato de una falta de conciencia científica y a la incapacidad de los servicios de conectarse a un diálogo con sus usuarios. A esa ciencia y técnica deficitaria le acompaña una intervención única basada en medicar, que centra todos los esfuerzos de los servicios, con muy malos resultados, incluidos los programas de primeros episodios basados en redoblar los mismos esfuerzos y métodos, muchas veces estudiado y explicitado. De hecho sobre el tratamiento basado en antipsicóticos se ha dicho en un editorial de Lancet, en referencia al equilibro entre sus beneficios y perjuicios, que «en cualquier otro escenario, [que no fuera la psiquiatría] la respuesta del médico sería buscar otra alternativa [a los antipsicóticos]», e incluso debido al daño cerebral que provocan se ha apelado a buscar a estos fármacos desde la misma psiquiatría biologicista.
La limitación asistencial
Pero no todo se limita a la asunción de una perspectiva científicamente débil, incluso la misma organización de servicios puede impulsar un tipo de actividad que impide una verdadera relación de ayuda y un trabajo adaptado a las necesidades de las personas y en decidido en diálogo con ellas, dado que por un lado limita el tiempo de ayuda flexible que las personas necesitan cuando están en dificultades, también la paleta de intervenciones posibles que cuentan con validación científica, y además desarrolla unas guías de práctica y unas circuitos asistenciales ineficaces. Para superar esta situación se requiere incrementar las opciones de ayuda de los servicios, como los abordajes familiares y psicoterapéuticos y el trabajo en red, disminuir drásticamente el peso de la intervención farmacológica, colocar el centro del trabajo de ayuda en la vida de las personas usarías, facilitar la posibilidad de dedicar tiempo a los casos según se necesite, etc. De hecho existe esta otra perspectiva clínica propugnada por expertos y científicos del campo que considera que los pensamientos, percepciones y conductas extrañas y el leguaje confuso tienen un sentido en el contexto vivencial de la persona que puede ser recogido en la relación de ayuda. También hay experiencias bien evaluadas de trabajo en modelos muy distintos con una narrativa distinta y con unos resultados mucho mejores. Pero debido a que los servicios y los profesionales se han formateado exclusivamente en prescribir fármacos, se ha impedido el desarrollado de otros recursos profesionales distintos a medicalizar las situaciones extrañas, sin necesidad de entender lo que significan en la vida de las personas, y sin que los profesionales hayan desarrollado las competencias necesarias para conectarse a las personas que sufren de severas alteraciones.
Es necesario superar los modelos biomédicos que por el bien de la persona llegan a renunciar a ella. Aunque la medicina somática, en general podría prescindir de la persona, ya que se puede extirpar un tumor o resolver una infección sin contar con su aquiescencia, nunca se ha demostrado que algo así pueda realmente producir beneficios en salud mental, más bien lo contrario. De hecho la historia de la psiquiatría está llena de procedimientos usados directamente en contra de la persona, por su propio bien, y han causado daño grave a la misma, sin que hoy nadie defienda que fueran útiles, aunque sí crueles. Da la impresión de que el masivo uso actual de antipsicóticos a largo plazo y de forma obligada se integra en esa tradición de daño a los pacientes. Curiosamente la idea de sustituir a la persona en el tratamiento de su enfermedad se aplica de forma amplia en los usuarios de salud mental, donde no se sabe que funcione, pero solo en casos muy excepcionales se realiza en el campo de las dolencias somáticas donde podría ser efectivo, aunque también igualmente irracional.
La incapacitación civil
Se necesita repensar la abundante incapacitación civil, parcial o total, dictaminada por juzgados hiperactivos en esta tarea en la actualidad, inseparable del objetivo de implementar tratamientos medicamentosos involuntarios, realizados al objeto de proteger al «enfermo mental» (sic), aunque sin escucharle, más bien silenciándole. Si los jueces amparados por las leyes ejercen como incapacitadores también deberían de responsabilizarse lo suficiente como para conocer cuál es el resultado de esta política judicial. Es decir, saber si una vez incapacitados y medicados los pacientes en realidad mejora su «enfermedad» (sic), aumenta su calidad de vida, mejora su salud y su inserción social y laboral y ver si se recuperan. No se debe aplicar una política sin evaluar sus ventajas, inconvenientes y consecuencias, no es suficiente con creer que será buena. De hecho incapacitar a las personas de por vida es una decisión fuerte que en vez de proteger a la persona podría suponer un daño y una limitación de posibilidades mucho mayor que su propia «enfermedad». No se debe olvidar que la historia natural de las psicosis suelen indicar que las personas, incluyendo a las no tratadas, alternan fases en las que se pueden encontrar abrumadas por sus experiencias anómalas, con fases de normalidad o con alteraciones mínimas. En este sentido el psiquiatra biologicista Manuel Valdés, introductor del DSM III en España, y uno de los más reconocidos en ese ámbito, llega a decir que la incapacitación civil no tiene mucha cabida en el campo psiquiátrico (La arquitectura de la psiquiatria, p. 158), en base al carácter fluctuante de los trastornos psicóticos.
Cuando las personas pierden su capacidad de tomar decisiones al estar sobrepasada por sus experiencias la repuesta podría ser ayudarla a recuperar esa capacidad, de formo opuesta a la respuesta habitual de suplantarla de forma permanente y aplicar procedimientos que anulan aún más su autonomía, como la incapacitación y el abotargamiento emocional farmacológico a largo plazo. Una perspectiva en esta línea se ha defendido en la depresión, en los trastornos de personalidad y también en la psicosis.
Ante las situaciones en las que las personas parecen abrumadas por sus experiencias y estados mentales o se comportan de formas extrañas que parecen incomprensibles, los jueces podrían optar en solicitar que se pruebe con otros profesionales (el contacto personal seguro con el otro es fundamental en la recuperación, como siempre lo ha defendido cualquier escuela de psicoterapia y toda profesión de ayuda, excepto la psiquiatría biológica), otros formatos y otros modelos, en vez de solo medicación, para ayudar a la persona a recuperar su autonomía, sin soslayar que a veces es necesario actuar para proteger a otros. Esta es la orientación, como ejemplo, de la guía de práctica clínica «Comprender la psicosis y la esquizofrenia», destinada también a los profesionales de la justicia, que impulsa desde una perspectiva científica un abordaje más ajustado a las personas y sus necesidades cuando se hallan en esas complejas situaciones.