20 de diciembre de 2015

En la primera parte de esta serie de artículos hemos hecho una revisión de las relaciones que existen entre la psicosis, las dinámicas familiares problemáticas y otros tipos de traumas infantiles. Después de revisar estas investigaciones, vemos que emerge una cuestión interesante e importante: ¿Qué tienen todas estas en común? Es decir, ¿existe un denominador común compartido por todos estos tipos de trauma y patrones de dinámicas familiares problemáticas, un factor subyacente que haga que un individuo sea particularmente vulnerable frente a una crisis psicótica? Yo creo firmemente que es así.

En esencia, vengo a considerar que para mantener nuestro bienestar debemos garantizar que ciertas necesidades fundamentales estén «cubiertas suficientemente bien». Cuando esto no ocurre es cuando la psicosis puede aparecer. Asimismo, habida cuenta de la importancia que nuestros primeros años de desarrollo tienen a la hora de determinar nuestra capacidad para cubrir estas necesidades básicas y el relevante rol que nuestro sistema familiar juega en la conformación de nuestro desarrollo más temprano, iremos atando cabos hasta poder decir que las dinámicas familiares problemáticas pueden sentar las bases para nuestra incapacidad para cubrir dichas necesidades, lo que a su vez puede generar una vulnerabilidad que allane el terreno para sufrir una crisis psicológica profunda (es decir, una psicosis). Para entenderlo mejor, no obstante, vamos a empezar por el principio.

Como ya desarrollé en profundidad en Rethinking madness y en otras publicaciones, podemos contemplar la complejidad de la experiencia y la comprensión de nuestro yo y del mundo (nuestro «paradigma personal») como algo similar a un rascacielos cuyo primer piso es nuestra primera experiencia del ser y el mundo y nuestro dilema existencial más fundamental, que es la necesidad de experimentar nuestro «yo» como un ser relativamente seguro y estable que vive en un mundo relativamente seguro y estable, a pesar de que ni el mundo ni nuestra existencia en él son precisamente estables ni seguros en modo alguno. Desde varias perspectivas —espiritual, psicológica y física— se reconoce que la materia prima de la que se componen nuestro mundo y nuestra experiencia es profundamente fugaz y está interconectada, por lo que es esencialmente unitiva; en otras palabras: sus niveles más básicos no están formados por entidades o yoes específicos ni permanentes. Esta es la estructura básica de la existencia hacia la que numerosas religiones, tradiciones espirituales e incluso las fronteras actuales de la ciencia occidental apuntan ahora mismo. También son las oscuras aguas de la existencia en las que quienes sufren un proceso psicótico se debaten para no ahogarse.

Observando esta «planta baja» del dilema existencial desde la perspectiva de un ser humano que se encuentra en las fases iniciales de su desarrollo, podemos decir que, cuando el menor llega de su experiencia intrauterina, de una unidad relativamente indiferenciada de la madre, y se adentra en la experiencia del sentido diferenciado del yo, comienza una vivencia cada vez más cosificada del «yo» y del “otro». A su vez, esta experiencia hace que aprender a desarrollar una relación relativamente segura y placentera entre el «yo» y el «otro» tenga cada vez mayor importancia. Puede decirse que es esta fase en la que el joven individuo está desarrollando el segundo piso de lo que posteriormente será rascacielos alto y elaborado de su sistema de constructo personal del yo y del mundo. He hecho referencia con anterioridad al segundo nivel como la «dialéctica yo-otro», o lo que sería más apropiado en este contexto, la «dialéctica autonomía-conexión».

Para resumir estos dos niveles fundacionales de nuestro desarrollo, podemos decir que cuando salimos del vientre de nuestra madre y llegamos al mundo, primero es preciso que experimentemos una sensación «suficiente» de seguridad, estabilidad y nutrición (necesidades de primer nivel), antes de tener la capacidad de aventurarnos en el arriesgado mundo de la diferenciación en un único «yo» que sea capaz de relacionarse de manera efectiva con «los otros» (necesidades de segundo nivel). Así, hablando en términos generales, la seguridad («es suficientemente seguro») y la pertenencia («formo parte de esto», «mi existencia es bienvenida») pueden ser vistas como nuestras necesidades más esenciales, seguidas de cerca por nuestra cada vez mayor necesidad de autonomía y una conexión segura con los otros a medida que la diferenciación yo-otro va creciendo (véase la Figura 1).

Figura 1. Los primeros dos niveles de desarrollo de nuestro sistema de constructo personal, de los que el más primario es la dialéctica paz-existencia y el segundo, la dialéctica autonomía-conexión, empiezan a desarrollarse directamente desde aquí. Cada dialéctica está comprendida por dos necesidades nucleares o impulsos diametralmente opuestos, a pesar de lo cual sigue siendo posible llegar a una «resolución» exitosa en cada dialéctica, en la que ambos conjuntos de necesidades queden suficientemente cubiertos y se refuercen mutuamente.

Si nos concentramos en el segundo nivel, podemos decir que la dialéctica autonomía-conexión es un resultado del dilema humano universal de que, nos guste o no, somos seres profundamente relacionales. La naturaleza y la calidad de nuestras relaciones sociales desempeñan un papel de colosal importancia en nuestro bienestar, y desarrollar relaciones sanas y satisfactorias, generalmente, es un difícil reto para cada uno de nosotros, debido en parte a este gran dilema que todos compartimos: por un lado, necesitamos una cierta cantidad de conexiones sanas con los otros para poder sobrevivir y progresar, mientras que, por el otro, necesitamos un cierto grado de autonomía (es decir, libertad, elección, poder personal, responsabilidad propia y un sentimiento general de autoestima). Así que el dilema se encuentra en la dificultad inherente a intentar desarrollar relaciones sanas con otros, en las que recibamos una conexión suficientemente enriquecedora e íntima, y también libertad y autonomía, de forma que podamos tolerar (y esperemos que también disfrutar) nuestra existencia; de aquí el término «dialéctica autonomía-conexión».

El otro componente clave de este término es «dialéctica», que deriva de la noción hegeliana de dos elementos aparentemente contradictorios (la «tesis» y la «antítesis»), que se unen para formar un todo unificado (la “síntesis»). De manera que la dialéctica autonomía-conexión se refiere a que, por un lado, puede ser difícil encontrar un equilibrio entre dos necesidades o impulsos aparentemente contradictorios —autonomía y conexión—, pero por el otro lo que encontramos es que es posible desarrollarse de tal forma que estos se refuercen mutuamente, y cuanto más desarrollemos una verdadera sensación de confort y seguridad con nuestra autonomía y nuestra autoestima, más probable será que nos sintamos bien al conectar con otros, y viceversa.

Así pues, es posible llegar a un estado de «síntesis» o «resolución» en el que experimentamos relaciones saludables y enriquecedoras en cuyo marco tanto la autonomía como la conexión se vean satisfactoriamente cubiertas (véase la Figura 1).

Mientras que este dilema de la dialéctica autonomía-conexión está presente en todas nuestras relaciones sociales —ya sea con nuestros hermanos, amigos, parejas sentimentales, colegas u otros grupos—, el primer lugar en el que se manifiesta es en la relación con nuestros padres (o cuidadores principales, a los cuales me referiré de manera colectiva simplemente como “padres»). Y no se limita a aparecer en la relación con nuestros progenitores, sino que de nuestro grado de éxito a la hora de resolver el dilema de estas relaciones primarias dependerá nuestra capacidad futura para convertirnos en seres humanos maduros y relativamente felices. Estas primeras relaciones son los cimientos sobre los que se basa lo que sentiremos y cómo nos comportaremos en nuestras futuras relaciones con los demás, y también con nosotros mismos.

Este proceso de desarrollo de una relación sana y plena con nosotros y la capacidad de vivir relaciones similares con los demás suele recibir el nombre de «individuación», un término popularizado por el psicólogo transpersonal Carl Jung, un concepto que ha sido explorado en profundidad y ampliado en la «Teoría del apego», inicialmente desarrollada por John Bowlby a finales de los años 50 y 60 (Bowlby, 1969). Para ubicar el término en el contexto que estoy presentando aquí, podemos decir que la «individuación» se refiere en esencia a nuestro desarrollo de forma tal que experimentamos una resolución «suficientemente satisfactoria» de la dialéctica autonomía-conexión (que depende a su vez de nuestra resolución de la dialéctica paz-existencia, más primaria), que posteriormente nos da la capacidad de experimentar relaciones más sanas y plenas con nosotros mismos y con los demás.

A medida que nos desarrollamos como niños, aunque por supuesto que toda nuestra infancia tiene una influencia directa sobre nuestro proceso de individuación, parece que hay dos períodos particularmente críticos en este sentido. El primer período transcurre aproximadamente durante nuestros primeros 2-3 años de vida, en los que desarrollamos estilos de apego que probablemente quedarán firmemente establecidos a lo largo de nuestras vidas. Estos se refieren a los patrones habituales de relación con los demás, y pueden verse de forma directamente correspondiente con la dialéctica autonomía-conexión. Durante estos primeros años de nuestras vidas, la forma de la que se comportan y relacionan nuestros padres configura la lente a través de la cual nos damos sentido a nosotros mismos y a los demás. Si experimentamos un grado adecuado de conexiones seguras y autonomía-validación, entonces el mensaje que queda grabado en nuestro interior es «soy bienvenido, puedo contar con apoyo, me aman y valoran por quien soy». Esta experiencia del mundo como un lugar fundamentalmente enriquecedor y favorable se asocia con el desarrollo de lo que en la teoría del apego recibe el nombre de «estilo de apego seguro», que básicamente indica que el menor ha alcanzado una resolución sostenible y sana de la dialéctica autonomía-conexión, al menos durante la fase temprana de su desarrollo.

Si nuestras necesidades de conexión y/o autonomía no se ven adecuadamente cubiertas durante los primeros años, según la teoría del apego se da la probabilidad de que desarrollemos un estilo de apego inseguro, un estilo relacional problemático en el que se han identificado tres direcciones relacionales extremas. Uno de los extremos consiste en sufrir un miedo excesivo y evitativo al contacto íntimo, experimentando demasiado miedo a los vínculos (a lo que me gusta referirme como miedo a ser engullido o sepultado por el otro), que es un estilo de apego que normalmente se denomina evitativo. En el otro extremo están los individuos que se vuelven excesivamente dependientes, experimentando un miedo excesivo a la autonomía (a lo que me gusta denominar miedo al aislamiento o miedo al abandono), y que normalmente se conoce por el nombre de estilo de apego inseguro ambivalente. Y terminamos con el caso más extremo, que es aquel en el que apreciamos que una persona puede oscilar radicalmente de uno de estos estados al otro, o incluso experimentar ambos simultáneamente (un miedo excesivo a la autonomía y también a la conexión), a lo que se hace referencia como estilo de apego inseguro desorganizado.

Cuando una persona desarrolla un estilo de apego inseguro durante la primera fase de su desarrollo, ciertas creencias fundamentales y limitantes dejan una impronta profunda en el individuo, como por ejemplo: «Aquí no soy bienvenido», «no le importo a nadie», o «se ocuparán de mí, pero solo si renuncio a mi libertad o suprimo mi auténtico yo”. Al reflexionar sobre la dialéctica autonomía-conexión, es fácil ver cómo tales creencias, que al principio fueron causadas por un fallo a la hora de lograr una resolución eficaz de esta dialéctica en una edad temprana, probablemente interferirán en la habilidad que el individuo tendrá para resolverla durante la segunda fase crítica de este proceso, que tendrá lugar mucho más tarde, en la adolescencia tardía (que se discutirá a continuación).

La investigación de las relaciones entre los estilos de apego y la psicosis lleva realizándose poco tiempo; sin embargo, ya ha sido suficiente para encontrar fuertes correlaciones entre los estilos de apego inseguros a una edad temprana y el desarrollo posterior de psicosis (Berry, Barrowclough y Wearden, 2007; Read y Gumley, 2008; Williams, 2011). Creo que comprender el significado de esta relación ayudará a asociar mi exploración de las dialécticas existenciales fundamentales y las dialécticas relacionales (la paz-existencia y las dialécticas autonomía-conexión, respectivamente) con el trabajo de Bateson sobre las relaciones entre los dobles vínculos y la psicosis. Recordemos que Bateson describe el doble vínculo como algo que básicamente sucede cuando nos encontramos divididos entre dos órdenes contradictorias entre sí, de forma que el cumplimiento de una probablemente conlleve un castigo consecuencia de la violación de la otra; sin embargo, existe un modo de resolver este dilema, ya sea encontrando una forma de huir de la dicotomía imposible del «o/o» a la solución «ambas/y o y/o, trascendiendo el sistema en su conjunto. Estrechamente relacionadas están las dialécticas paz-existencia y autonomía-conexión como algo que en esencia representa los dobles vínculos que nos han sido impuestos por la existencia misma, en la que un desarrollo sano nos ha exigido encontrar una forma de sortear la posibilidad de vernos atrapados de forma indefinida en una dicotomía imposible de «o/o» para, en cambio, avanzar hasta una solución viable de «ambas/y» (esto es, desarrollar un sistema de creencias y una estrategia vital que nos permita tener suficiente paz y también una existencia con sentido/sostenible, como autonomía suficiente y también una conexión enriquecedora con los demás). La Figura 1 muestra algunas de las creencias fundamentales que habitualmente se asocian con las dialécticas de irresoluto vs. resuelto.

Usando este marco, podemos decir que el grado de seguridad relacional que alcanzamos según indica nuestro estilo de apego particular representa esencialmente el grado de resolución al que hemos llegado con respecto a estos dos dobles vínculos inherentes a nuestra existencia misma. Al conectar los trabajos sobre la teoría del apego de Bateson con mis propias investigaciones, podemos decir que mientras que todos compartimos estas dialécticas existenciales fundamentales/dobles vínculos, las dinámicas familiares y sociales en cuyo seno nos criamos afectan profundamente a nuestra habilidad para lograr una resolución «suficientemente satisfactoria» de las mismas que nos lleve a disfrutar de vidas gratificantes.

El segundo período especialmente crítico relacionado con una individuación sana tiene lugar durante la adolescencia y la primera etapa de la edad adulta. Es en esta fase en la que el desarrollo sano requiere que atravesemos una transición en nuestras figuras primarias de apego, desde nuestros padres, quienes probablemente han sido nuestras figuras primarias de apego hasta este punto, hasta la pareja sentimental, siendo las relaciones sentimentales relativamente seguras y duraderas el objetivo óptimo y más natural en este sentido. Esta transición presenta dificultades para la mayor parte de los niños y los padres en grados variables, pero para algunos menores y padres la dificultad de esta fase de la individuación puede resultar totalmente desbordante, preparando el terreno para el desarrollo de la psicosis. Creo que este es el motivo por el que la inmensa mayoría de las personas que desarrollan psicosis lo hacen durante esta fase concreta del desarrollo, o sea, entre la adolescencia y la adolescencia tardía y la edad adulta temprana. En algunas personas la psicosis hace su primera aparición mucho después, aunque según lo que he podido consultar en la literatura y a lo largo de mi propia experiencia clínica, diría que la mayor parte de estos casos siguen guardando un estrecho vínculo con la relación problemática con una figura primaria de apego, si bien la figura primaria de apego es frecuentemente una pareja sentimental, más que un progenitor. Además, sospecho que la mayoría de estos casos ya contaban con una vulnerabilidad preexistente resultante de problemas de apego anteriores, originados durante la infancia.

Así que, ¿por qué esta fase de la individuación — la edad adulta temprana— resulta tan difícil para algunas personas, tanto hijos como padres, y por qué puede llegar a serlo tanto que lleve a la psicosis? Para poder responder a estas preguntas será de ayuda estudiar esta fase de la individuación como una fase vivida directamente desde dos perspectivas diferentes: la del niño y la del padre.

La perspectiva del niño. Para los que ya hemos llegado a la edad adulta, nos ayudará detenernos un instante para reflexionar acerca de nuestra propia transición desde la infancia hasta la edad adulta. La mayoría de nosotros podrá recordar varios impulsos poderosos que influyeron en nuestro comportamiento durante esta época. Frecuentemente se manifiesta el impulso de distanciarnos de nuestros padres y de pasar cada vez más tiempo con amigos, tanto con amigos como con parejas sentimentales. También se presenta el impulso de rebelarse contra la autoridad que representan nuestros padres y de alcanzar tanta libertad y autonomía como sea posible. De manera que en general podemos considerar que se trata de impulsos saludables que nos empujan/atraen hacia la edad adulta madura en la que hacemos la transición hacia una posición más equitativa en nuestra relación con nuestros padres —en el caso ideal, pasando a verlos más como a amigos íntimos que nos ofrecen su apoyo que como a figuras autoritarias—, y en la que pasamos de tener a nuestros padres como figuras primarias de apego a una situación en la que es la pareja sentimental quien adopta ese rol.

Pero al tiempo que sentimos el impulso de una mayor autonomía, la mayoría de nosotros también siente un temor asociado a la misma. ¿Conseguiré salir airoso en el mundo sin el apoyo de mis padres? ¿Puedo hacerme cargo de mis propias responsabilidades al mismo tiempo que me comporto como un adulto autónomo totalmente responsable de mis propios actos? ¿Conseguiré desarrollar relaciones suficientemente enriquecedoras y satisfactorias con mis amigos y mis parejas sentimentales?

Si hacemos una reflexión sincera, creo que todos los que hemos recorrido esta transición hacia la edad adulta deberíamos poder reconocer este dilema, el dilema de la ambivalencia de desear más libertad y autonomía, por un lado, y por el otro, de sentirnos inseguros con respecto a nuestra habilidad para hacernos cargo de ellas. Hay otra preocupación estrechamente relacionada con esta, que es la preocupación asociada con nuestra habilidad para seguir cubriendo nuestras necesidades de conexión y pertenencia mientras recorremos la transición que hay entre el cuidado directo de nuestros padres y nos adentramos en la profundidad del seno de los compañeros y las parejas. Algunos de nosotros lidiamos con este dilema mucho más que otros, lo que puede tener muchos motivos distintos, si bien queda claro que la naturaleza de la relación que hemos tenido con nuestros padres, tanto antes como después de esta transición, juega un papel principal a la hora de determinar la dificultad que esta transición tendrá para nosotros.

Cuando esta transición fracasa, básicamente sucede que la persona no logra llegar a una individuación sana (esto es, la resolución eficaz de la dialéctica autonomía-conexión), reforzándose o desarrollándose así ciertas creencias fundamentales perjudiciales asociadas, como: «Tengo algún problema», «nunca voy a encontrar a nadie que me quiera por lo que soy», «tengo que elegir entre ser auténtico y ser amado», y «no consigo salir adelante por mi cuenta». La persona se siente atrapada en un dilema muy doloroso: por un lado la experiencia abrumadora de ser engullido por el/los padre(s), de quien sigue sintiéndose tan dependiente, y que se asocia frecuentemente con fuertes sentimientos de ira y resentimiento hacia ellos como resultado; y por el otro, el miedo aplastante ante el aislamiento y la soledad si no logran garantizar relaciones seguras y enriquecedoras con otros cuando se vayan de casa. Con frecuencia, una profunda vergüenza e incluso aversión hacia sí mismo proliferan como consecuencia de estos sentimientos, resultado de verse atrapados en tan difícil dilema.

Esta incómoda situación, con tantos sentimientos dolorosos y profundos, tiene la capacidad de empujar a las personas hasta el borde del precipicio, si bien cada uno de nosotros presenta una capacidad de tolerancia distinta antes de llegar al límite. Desgraciadamente, ocurre que muchos padres, deliberadamente o bien de forma inconsciente, exageran este problema y aumentan la probabilidad del fracaso final de la individuación del menor a causa de los sentimientos ambivalentes que ellos mismos albergan.

La perspectiva de los padres. Como sabe cualquier padre, criar a un hijo exige un compromiso a tiempo completo durante al menos dos décadas, que a menudo conlleva la renuncia de importantes ambiciones personales durante el proceso. Este gran sacrificio, junto con la tendencia natural a desarrollar un vínculo profundo con los hijos, puede hacer que sea más difícil dejarlos marchar cuando cumplen la mayoría de edad. Consagrar tantos años y recursos a la vida de esta persona para después dejarla ir sin más hacia un mundo impredecible y verdaderamente peligroso… No es fácil para ningún padre que quiera a sus hijos, y sin embargo, si queremos que vivan la plenitud de la edad adulta, es justamente esto lo que hay que hacer. No sorprende a nadie que muchos padre sufran ante esta perspectiva, y que aunque sea llevados por sus mejores intenciones, minen el proceso de individuación de sus hijos.

Tal y como sucede en el caso del niño, el padre puede sentir que alberga o refuerza ciertas creencias fundamentales que a la postre, causarán mas daño que beneficio al proceso de individuación del hijo, con consecuencias como: «Mi hijo no tiene ningún problema», «no está preparado para vérselas con el mundo», «tengo que protegerla del mundo», «tengo que protegerlo de sí mismo”. Y al igual que el niño, el padre puede encontrarse lidiando con fuertes sentimientos ambivalentes asociados a este dilema. Por un lado, los padres probablemente desean ver a su hijo o hija recorrer el camino hacia una vida independiente y agradable, e incluso desear verdaderamente disponer de algo más de espacio personal y libertad para sí mismos, mientras que por el otro lado, pueden temer por la seguridad del vástago o los sentimientos de soledad e irrelevancia que ellos mismos puedan desarrollar una vez que el hijo se haya marchado (conocido como síndrome del nido vacío). Mientras que es natural que la mayor parte de los padres lidien con sentimientos mezclados, si estos sentimientos son suficientemente fuertes y no reciben la atención pertinente por padre del progenitor, tienen el potencial de reforzar la ambivalencia del hijo con respecto a su individuación, incrementando la posibilidad de fracaso.

En la tercera parte, siguiendo la orientación de la investigación que revisamos en la primera y del marco teórico presentado en esta segunda parte, prestaremos atención a las formas prácticas a las que pueden recurrir las familias y los individuos que se enfrentan a estados mentales tan extremos con el objetivo de alcanzar mayores armonía y bienestar.

Artículo originalmente publicado en la web Mad in America, el 20 de diciembre de 2015. Traducción realizada por José Espín.

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