Texto originariamente publicado en Mad In America (9 de agosto de 2016)

 

En sociología se define el estigma como aquello que impide que una persona sea aceptada en la sociedad.

Pero si consideramos el estigma como algo que surge del miedo ante aquello que no conocemos y que juzgamos como anormal, la lucha contra el estigma tendrá que basarse en hacer que las características asociadas a él nos resulten más familiares y por tanto menos atemorizantes. Para mí, en el estigma son centrales la discriminación y la exclusión. El antídoto: trabajar con alguien como compañero, conociendo a esa persona como vecino y como amigo.

 

La ardua lucha por la accesibilidad, alentada por la Ley para Estadounidenses con Discapacidades de 1990 (Americans with Disabilities Act -ADA-), ha hecho que trabajar y participar en la comunidad sea posible. Pero mientras es fácil observar el progreso que se ha hecho en el terreno de las discapacidades físicas (observables), el avance ha sido muy pequeño para aquellos que han sido definidos como mentalmente enfermos, para los llamados “locos”.

 

En mi opinión, la clave de esta falta de progreso ha sido nuestro fracaso a la hora de utilizar lo que sabemos sobre cómo disminuir el miedo. Los productores de cine de terror utilizan un principio básico para aumentar el miedo: el temido monstruo no se muestra claramente hasta el momento del clímax. Si nos dieran el tiempo suficiente para ver al monstruo de la película, la familiaridad con él disminuiría el miedo que se requiere por parte del espectador. A lo largo de la historia, aquellos de nosotros que hemos experimentado estados mentales extremos y anómalos, independientemente de las causas, hemos sido retirados de nuestras comunidades. Ese aislamiento ha hecho de la reinserción, con toda la carga añadida del estigma, una tarea ardua que para muchos de nosotros dura toda la vida.

 

Durante años he estado preocupado por los diversos intentos de combatir el estigma. Lo que he visto han sido inútiles campañas de educación que apenas hacen mella en la conciencia pública. Típicamente, ese tipo de campañas se centran en educar sobre la naturaleza de la enfermedad mental y los tratamientos actuales que están en boga validados con testimonios. Son populares las consignas que equiparan la enfermedad mental con otras enfermedades manejables que pueden tratarse con medicación.

 

Algunos expertos hablan de la peligrosidad de la época en que vivimos. La violencia aleatoria e impredecible se atribuye a personas con enfermedad mental. Los medios de comunicación se nutren de historias sensacionalistas mientras los ciudadanos buscan desesperadamente la predictibilidad para apaciguar sus miedos. El otro, el diferente, se convierte en el objetivo. Se cree que el control, con su ilusión de seguridad, se puede alcanzar identificando, excluyendo y aislando a aquellos que se piensa pueden ser peligrosos.

 

En su libro The Better Angels of Our Nature: Why Violence Has Declined, Stephen Pinker, profesor de psicología en la Universidad de Harvard, hace una compilación de argumentos que muestran estadísticamente una disminución en la violencia humana. Sin embargo, su tratado tiene poco efecto a la hora de desafiar nuestra elevada percepción de peligros que nos acechan.

 

Sigue existiendo mucho miedo.

 

Comparto lo que pienso en relación a lo que considero son aspectos clave para desarrollar enfoques más eficaces para superar la exclusión y el aislamiento ocasionados por el estigma.

 

La inclusión es el antídoto.

 

Una señal de progreso es el aumento en la valoración de las personas con experiencia vivida, o mejor dicho, de los expertos por experiencia. He tenido la suerte de ser tanto un superviviente de la psiquiatría como un psicólogo. En mi rol dual, he tenido el privilegio de ser invitado para hablar a estudiantes y profesores en varias universidades. Mientras respondo a las preguntas suelo decir: “Sé que entre vosotros hay quienes han tenido experiencias similares a las que he contado. ¿No sería esclarecedor si los estudiantes y profesores pudieran hablar libremente de sus experiencias con estados de conciencia anómalos y/o extremos?”.

 

Las teorías y los tratamientos podrían ser evaluados y surgirían nuevas ideas si se observasen a través de la mirada de aquellos que han tenido la experiencia. He sugerido que si hubiese la suficiente apertura, no haría falta invitarme a hablar,  puesto que los recursos que ya están ahí entre los estudiantes y profesores harían las veces de mi charla. Mi deseo es que haber tenido la experiencia sea valorado como una credencial, y que las universidades hagan un esfuerzo especial para apoyar a los estudiantes que se encuentren en diferentes etapas de superación de la adversidad.

 

La semana pasada estuve en la Conferencia Anual de la Asociación Americana de Psicología. Durante muchos años, he estado intentando apoyar y alentar a  psicólogos con experiencias vividas que se planteen ser abiertos sobre ellas – siempre que se encontrasen en posición de hacerlo. Lamento decir que todavía somos pocos y que aquellos que lo hacen suelen estar al final de sus carreras. Algunos de nosotros, junto con un profesor de derecho, hemos escrito recientemente un artículo sobre la discriminación en las leyes estatales de licencias para psicólogos. El artículo, “State Psychology Licensure Questions About Mental Illness and Compliance With the Americans With Disabilities Act (ADA)” está a la espera de publicación en la revista American Journal of Orthopsychiatry.

 

Otra de mis críticas se dirige a las tantas veces citadas “personas notables que han hecho contribuciones importantes”. Las campañas anti estigma citan a personajes famosos que han luchado con alguna enfermedad mental. De entre los mencionados con frecuencia, están: Abraham Lincoln, Winston Churchill, Virginia Woolf, Beethoven, Sylvia Plath, Isaac Newton, Judy Collins y muchos otros más.

 

Mi objeción es: ¿Tenemos que ser famosos con un talento extraordinario para ser aceptados? ¿Se convierte uno en extraordinario simplemente en virtud de haberse recuperado o haber transformado su experiencia? ¿Los que están en diferentes etapas tienen que comportarse con súper normalidad y sin excentricidades para ser incluidos?

 

Quizá por este tipo de cosas hay todavía muchos “recuperados en la sombra”. Hace algunos años desarrollé un módulo de formación de tres horas sobre recuperación para los hospitales psiquiátricos del estado de Nueva York. Antiguos pacientes presentaban a los empleados sus experiencias y los factores que facilitaban su recuperación. La respuesta más profunda vino del personal de la planta de psiquiatría. Muchos dijeron no estar al tanto de lo que contaban esos antiguos pacientes. Lo más destacado de los comentarios fue: nunca vemos los éxitos, solo los fracasos de aquellos que vuelven a ingresar.

 

Yo me mantengo esperanzado. El avance es lento. La lucha por la aprobación de la ADA (ley sobre estadounidenses con discapacidades) fue una larga batalla en la que muchos héroes se colocaron en primera línea de trinchera. Creo que nuestro progreso depende de que más de nosotros asumamos el riesgo de abrirnos y unirnos a la lucha por los derechos y la justicia para todos.

 

Tomo prestado un principio que creo que viene de la Comunidad de Aprendizaje y Recuperación del Oeste de Massachusetts, y lo uno al popular “la recuperación es posible”.

 

La Recuperación es PROBABLE

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