Artaud decía: escribir para los analfabetos, hablar para los afásicos, pensar para los acéfalos. ¿Pero qué significa «para»? No es «dirigido a…», ni siquiera «en lugar de…». Es «ante». Se trata de una cuestión de devenir”, Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía?

0.

Escribo desde mi experiencia con “trastornos alimentarios”, para mis compañerxs, lxs que están fatigadxs, lxs que tienen la mandíbula rota por la falopa o el bruxismo, para las personas melancólicas, las depresivas, las medicadas, para las que viven con insomnio y miedo, para las ansiosas, las apáticas, para las borrachas, para las locas y “trastornadas”ii.

Quiero ser claro desde un principio: no soy una víctima. Tampoco deseo ser un héroe. Mis vivencias no tienen nada extraordinario. En un mundo que quiere cuerpos fitness y sanos, escribir a partir de mis propias experiencias es un modo de reivindicar nuestras historias.

Mis amigxs son lxs que no pueden, por la sencilla razón de que yo tampoco puedo vivir con mi cuerpo. No escribiría si no sintiese que la escritura es un refugio, una estrategia para sobrevivir y escapar de mi cuerpo. Por eso escribo para lxs aturdidxs y colapsadxs, para lxs que no saben vivir, lxs que están hartxs y desesperadxs, lxs que se han ido, lxs que vendrán, lxs que tienen miedo cuando están solxs de noche. Si escribo ante las vidas dañadas es porque deseo encontrar fuerzas en una vulnerabilidad desigual y compartida.

Los ideales del bienestar son una mierda: aplastan la dignidad del malestar. Sin embargo, nuestras experiencias pueden ser la premisa de una potencia, frágil y colectiva. Una alianza con el doloriii, desconocida para mí mismo, donde construir apoyos y acciones comunes.

1.

Hace unos meses, escribí un texto sobre mi experiencia con anorexiaiv. Escribir a partir de mis “trastornos alimentarios” es la forma que hoy encuentro para resignificarlos, objetivando críticamente las opresiones y privilegios que padezco y de los cuales me beneficio. A su vez, es un modo de respirar en esta coyuntura, cuando el pensamiento crítico se regodea en la autocomplacencia y algunas militancias nos hundimos en la desánimo. Pero acaso ¿es útil pensarnos desde etiquetas psicológicas y “cuadros sintomáticos”?

¿Hay alguna potencia en los diagnósticos y en los autodiagnósticos? Los llamados “trastornos” son etiquetas estigmatizantes y cuerdistas que patologizan, segregan y victimizan a las personas con sufrimiento. La psiquiatrización y psicologización de la mayoría del mundo mediante la difusión de “trastornos mentales” funcionales al mercado, profundiza las dinámicas políticas de sujeción psíquica. No obstante, cuando son reapropiados al interior de experiencias colectivas, ¿pueden ser resignificados como fuerzas ambiguas?

Cuando tenía 25 años asistí a un médico en una clínica del conurbano bonaerense. Padecía unos dolores intensos en el estómago y unas hemorroides que duraron meses. Luego de algunos estudios el médico me diagnosticó “síndrome de colon irritable”. “Hereditario”, agregó. Yo le creí, naturalmente. Y mi familia confirmó su carácter filogenético.

Estaba desorientado: años leyendo Foucault, pero sin energías para cuestionar el discurso médico. En una consulta el profesional dijo que el “tema” podía verse agravado por mis problemas alimentarios. Luego deslizó la palabra “anorexia”. Recuerdo que me invadió un sentimiento extraño. Cierto alivio. Durante años intenté entender lo que me pasaba a través de internet, y en ese momento creí encontrar una explicación para saber por qué sufría.

¿Es posible invertir la carga negativa del término “síntoma” o “trastorno” para convertirlos en una potencia colectiva? ¿Es deseable hacer de los malestares un lugar de enunciación y politización? El problema no son nuestras dificultades emocionales, sino los sistemas de opresión que las producen y reproducen, los cuales benefician a ciertos sectores sociales a partir de patologizar determinadas conductas y discriminar modos de existencia diferentes.

En esos mismos años accedí por primera vez a una consulta psicológica. En la sesión de admisión me preguntaron por qué estaba ahí. Hablé sin parar durante 30 minutos. El tipo de la recepción me miró algo desconcertado mientras le hablaba de anorexia, consumo de drogas y alcohol, ideaciones suicidas, sudoraciones nocturnas y ansiedad. Me derivó a una terapia de orientación psicoanalítica. La experiencia fue nefasta. Siempre me sorprendió que en lugar de usar la palabra “anorexia”, el terapeuta empleaba la noción de “alcohorexia” para referirse a mis problemas alimentarios; como si mi vida fuera un juego por el DSM donde cada profesional elige su propia aventura. Luego de dejar y recomenzar la terapia en tres o cuatro oportunidades, con una mezcla de rabia contenida y bastante ironía, empecé a emplear el término “sobrevivientes del psicoanálisis”.

2.

En Hijos de la noche Santiago López Petit escribe: “no hablo de mí. ¿A quién le importa mi yo si ni siquiera a mí me interesa? Hablo de la enfermedad. Quiero explicar que la travesía de la noche lleva del malestar a la resistencia”. Hablamos de nuestros síntomas, de nuestras vivencias, de nuestros problemas de “salud mental” como experiencias a partir de las cuales construir acciones políticas. López Petit señala que el malestar se ha vuelto la norma en este mundo apocalíptico, se difunde por todas partes de manera desigual. Buscando disolver la clasificación psiquiátrica entre lo normal y lo anormal, encuentra fuerzas frágiles en nuestras anomalías. “Trastornos” como la ansiedad o el estrés, según el autor, son el costo subjetivo que pagamos por soportar la normalidad capitalista que nos “enferma”. Por eso, el malestar puede ser un punto de partida contra la opresión de la diversidad mental y emocional.

La politización del malestar no puede ser elaborada de manera exterior (en tercera persona), sino que solo puede darse a través de experiencias propias, en primera persona. Dado que nuestras vivencias íntimas están marcadas por relaciones de poder, lo personal puede ser resignificado y objetivado como un problema colectivo, como territorio donde se debaten estructuras sociales de opresión, y en el cual encarnan dinámicas de dominio y resistencia. Por este motivo, partimos de nuestras propias experiencias para construir otras estrategias de vida y autonomía. Se trata de reconocernos en problemas compartidos. Como decían en el Colectivo Socialista de Pacientesv, ¿podemos hacer de nuestro dolor un arma de resistencia?

La anorexia o la ansiedad, por ejemplo, no son trastornos, síndromes o enfermedades mentales. El tema no es curar, eliminar o cerrar nuestras heridas. Se trata de habitarlas de otro modo. El poder psiquiátrico y el control psi reducen nuestras diferencias subjetivas a psicopatologías, tramitables con medicamentos o terapias; pero se trata de modos de vida que es necesario reivindicar para construir justicia psicosocial. En lugar de explicar los malestares mediante esquemas reduccionistas, como complejos psicológicos universales, desequilibrios bioquímicos, variables lingüísticas o familiares, deben ser comprendidos por una multiplicidad de factores, destacando nuestras trayectorias de vida y los determinantes sociales. Si utilizo los términos “trastornos” o “síntomas” es por razones estrictamente estratégicas. Parafraseando a Judi Chamberlin, el punto de vista de nuestros propios malestares puede ser crucial para empoderarnos y producir saberes de contrapodervi.

3.

¿Qué nos dicen sobre la “sociedad terapéutica” las trayectorias de lxs usuarixs, ex pacientes o consultantes de los dispositivos psicológicos o psicoanalíticos? Así como existen escrituras sobre la violencia psiquiátrica, ¿cómo multiplicar archivos públicos donde se problematice el dispositivo psicoanalítico “desde el punto de vista del analizante”? Más allá de los testimonios clásicos y las denuncias de los últimos años, ¿cuál es la perspectiva actual de lxs pacientes y ex pacientes de las terapias? ¿Cómo crear narrativas propias de la experiencia analítica donde se torne verosímil el debate sobre su supuesto carácter subversivo?, ¿cuál es el “psicoanálisis que nos toca” a lxs pacientes realmente existentes?vii

La “perspectiva del paciente” o el “punto de vista del usuario” es la categoría crítica que articula el primer capítulo del libro “Por nuestra cuenta” de Judi Chamberlin, activista loca y superviviente de la psiquiatría. Libro crucial del movimiento social en primera persona. En términos generales, es un escrito sobre violencia psi, “sanismo” (cuerdismo) y alternativas al sistema de “salud mental” controladas por usuarixs. Esta construido en torno al “privilegio epistemológico” de las experiencias vividas, como posición a partir de la cual producir saberes críticos de las prácticas psiquiátricas, psicológicas y psicoanalíticas.

Una crisis reciente me llevó hacia una nueva experiencia con la terapia de orientación psicoanalítica. Los dispositivos psicoterapéuticos son ambiguos y contradictorios. Pueden albergar prácticas de cuidado, acompañamiento y cambio en nuestras vidas, pero también pueden habilitar acciones expulsivas, vergonzantes y discriminatorias. La infantilización, el prejuicio, el tutelaje, la dependencia, la asimetría dineraria y la sospecha pueden habitar las prácticas psicoanalíticas, a pesar de su presunta “abstinencia” o “neutralidad”. La patologización y el psicologismo son formas de violencia psi acechante en los dispositivos.

Las terapias tienden a individualizar o familiarizar nuestros deseos, alegrías y tristezas. No es mi intención, sin embargo, clausurar el nivel terapéutico o analítico en el abordaje de nuestras intimidades heridas. El problema no es rechazar o aceptar lo terapéutico en sí mismo, en nombre de una oposición simple entre terapia individual y política colectiva. No se trata de moralizar las terapias, sino de politizar nuestras experiencias allí, construyendo alternativas.

Ante la psicologización y la creciente medicalización en una “sociedad terapéutica”, los Estudios Locos pueden ayudarnosviii. Proponen una epistemología crítica de las “disciplinas psi”, entre otras cuestiones. Un campo cuyas investigaciones, conocimientos y activismos son construidos a partir de las trayectorias y saberes de las personas con sufrimiento psíquico o malestar subjetivo; y en particular, desde la perspectiva de aquellas personas autodefinidas como locas, usuarixs de terapias, supervivientes de la psiquiatría, pacientes o ex pacientes de servicios de “salud mental”, etc. Al asumir nuestros privilegios y combatir las opresiones que nos tocan, podemos componer alianzas y colaborar con lxs protagonistas de estas luchas. Porque no se trata de hablar por otrxs, sino de reconocernos en una fragilidad desigual y compartida. Adoptar la posición del propio malestar, en su singularidad, para experimentarlo políticamente y organizar estrategias colectivas de vida.

¿Qué alianzas son posibles entre (ex) usuarixs de terapias y sobrevivientes de la psiquiatría?

4.

Santiago López Petit denomina poder terapéutico al gobierno capitalista de nuestras emociones, el cual nos resigna a que el malestar no siga empeorando. Este poder admite cada vez más la forma de coaching, terapias y autoayuda. Aquí el bienestar opera como un mandato de adaptación, impulsado por el imperativo de “capacidad psíquica obligatoria”ix.

En nombre de la “salud mental” y del bienestar, el modelo terapéutico hegemónico clasifica los cuerpos sanos y enfermos, normales y patológicos, en función de categorías de trastorno mental, etiquetas o estigmas. Explotando la dimensión económica de las emociones, instrumentaliza los sentimientos y convierte en patologías nuestras diferencias subjetivas. Identifica signos de déficit o carencias en nuestras experiencias. De esta manera, los problemas alimentarios, por ejemplo, se tornan síndromes o desordenes explicables en términos de desequilibrios químicos o conductas psicológicas a-históricas. Se trata de la forma capitalista de politización reactiva del sufrimiento, en donde nos solicitan expresar nuestros sentimientos, pero separándolos de sus tramas colectivas. Dicen dar voz y escucha a nuestros malestares, pero invisibilizan las relaciones de poder que atraviesan las terapiasx.

La sociedad capitalista nos “enferma”, y al mismo tiempo privatiza nuestras dolencias. Percibiendo a las personas sufrientes como víctimas, una parte relevante de lxs terapeutas emplean una retórica de la rehabilitación o la recuperación, sin cuestionar los patrones sociales a partir de los cuales lxs “trastornadxs” y “sintomáticxs” seríamos “curadxs”.

Esta gestión del dolor es propia de una burocracia de la adaptaciónxi. En la mayoría de los casos, cuando uno asiste a terapia, las dificultades emocionales se desconectan de los problemas culturales, económicos y políticos. Al terminar la sesión, el mundo sigue siendo la misma mierda por la cual uno llega a la consulta. Por esta razón, los malestares no pueden ser tratados de manera individual, biologicista o solo en los estrechos márgenes de una atención profesional. Si bien resulta prioritario y apremiante construir una “salud mental” interseccional, popular e inclusiva, necesitamos una respuesta colectiva para transformar las estructuras que hacen del capitalismo un sistema productor de malestares.

5.

Nuestra “salud mental” es un problema político demasiado importante como para dejarlo en manos de lxs especialistas. En efecto, se trata de una “cuestión social” que concierne a toda la comunidad, y por eso se torna cada vez más necesario multiplicar narraciones para tejer redes políticas. Cuando escribo sobre mis vivencias no pretendo impostar un exhibicionismo morboso; mucho menos, usurpar un lugar de enunciación. Se trata de trazar alianzas psicopolíticas para intentar salir del aislamiento, la vergüenza y el silencio.

La politización de nuestras vivencias puede ser una estrategia despatologizante. En La ofensiva sensible Diego Sztulwark propone una “política del síntoma”xii. De acuerdo al autor, nuestros síntomas son expresión de aquello que en nosotros no encaja en ciertas situaciones. Nuestros ataques de pánico, angustias o sufrimientos evidencian aquello que no cuaja en el modo de vida neoliberal. ¿Se trata, entonces, de afirmarnos en todos esos síntomas que sentimos como una inadecuación (o una sobreadaptación) al orden social?

Una vida herida, bloqueada en su impotencia, destruye y se autodestruyexiii, porque el malestar, al ser vivido como algo privado, puede inhibir los canales de resistencia colectiva. Nuestra impotencia no es signo de una carencia, sino de una potencia ambigua y dispersa. ¿Cómo sacar energías del no poder, el no querer o el no saber cómo desobedecer ciertos estereotipos? ¿Dónde encontrar fuerzas cuando incluso nos sobreadecuamos a ciertos imperativos? ¿Puede nuestra impotencia personal ser la fuente de una potencia colectiva?

Si la antipsiquiatría, Foucault o Guattari, entre otrxs, han señalado el potencial político de la locura, hoy también se trata de explorar la potencia ambivalente de nuestros malestares. El padecimiento tiene una prioridad epistemológica, en la medida en que no hay potencia colectiva que no pase por la movilización de nuestros afectos. Al objetivarlos como dinámicas sociales podemos resignificar nuestra experiencia personal. La fuente de todo contrapoder colectivo implica revalorizar nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, ya que en esa ambivalencia reside la fuerza de los débiles, como dice Amador Fernández-Savaterxiv.

Al socializar mis “trastornos alimentarios”, deseo contribuir con una conciencia crítica sobre problemas colectivos que habito hace años. Cuando hago referencia a mi historia, no remito únicamente a cuestiones personales. Si bien nuestros malestares son vividos de forma desigual y particular, encarnan estructuras sociales que nos atraviesan a todxs, incluso cuando las combatimos. Por eso, la narración en primera persona no tiene una huella de romanticismo o intimismo. No busco justificarme o ser grandilocuente. Este no es un “caso” o un “testimonio” para alimentar el psicologismo profesional y el extractivismo estructural del sistema de la “salud mental”. Sucede que la vida, a esta altura, ¿se me hace digna de ser vivida desde el derecho a la anomalía? ¿Quiénes tienen posibilidades de politizar su dolor?

6.

Con la pandemia se profundizó la crisis de la “salud mental”. Nuestros estados de ánimos se deterioraron ante la incertidumbre, el desgaste mental y el estrés laboral, el confinamiento, el miedo al contagio, las violencias, la crisis de la reproducción y de los cuidados. Sin embargo, la crisis de nuestra vida psíquica es la epidemia antes de la pandemia. Fernando Balius señala que el consumo de psicofármacos, las consultas en diversos servicios, los abusos, encierros involuntarios y torturas, las dificultades emocionales, el cuerdismo y el capacitismo, las prácticas manicomiales, entre otros vectores, anteceden al Covid 19xv.

Cada vez más dificultades psíquicas y respuestas emocionales esperables ante la catástrofe capitalista se tramitan como incumbencias médicas o motivos de consulta psicológica. Pero en lugar de cuestionar las estructuras, se culpabiliza y criminaliza a las personas. Esta crisis no puede reducirse a gestionar las dolencias personales o restaurar los “desequilibrios químicos”. En cambio, supone revertir injusticias, opresiones y desigualdades sistémicas.

La pandemia puso en la agenda de la opinión pública los problemas de “salud mental”, aunque se trata de una omnipresencia mediática, individualista y estatal. Hace unos meses la FIFA lanzó una campaña de promoción de la “salud mental” en el fútbol. Es una presencia ambigua que invisibiliza los problemas estructurales del sufrimiento, valorizando los “saberes expertos” de los profesionales. Se trata de una masificación despolitizada, donde no se cuestionan las opresiones psíquicas del capitalismo y los privilegios del sistema sanitario y terapéutico. Si bien esta coyuntura democratiza los temas de la “salud mental”, tiende a profesionalizar las respuestas a esos mismos problemas, acentuando las formas de psicologización, individualismo, psiquiatrización y medicalización de nuestras vidas.

Así como el progresismo moraliza nuestros estados de ánimo y la izquierda clásica los banaliza, los neoliberales mercantilizan el dolor en alianza con la industria farmacéutica y terapéutica. Los modelos dominantes, sean biomédicos o psicoterapéuticos, atribuyen causas biológicas, psicológicas o biográficas a nuestros padecimientos, desatendiendo las injusticias sociales productoras de daño psíquico. En ese marco, las “nuevas derechas fascistas” como Trump o Bolsonaro ofrecen una politización reactiva de los malestares, reforzando las estructuras de dominación de la propiedad privada y la libertad de mercado.

Hoy no hay lucha antifascista sin recomposición anímica de nuestras propias fuerzas.

7.

Retomando el fanzine de Enajenad@s es posible afirmar que todxs podemos estar desigualmente psicologizadxs, si hasta para conseguir un trabajo debemos pasar “exámenes psicológicos”xvi. Debido a la inflación diagnóstica del modelo biomédico y terapéutico, cada vez más personas somos etiquetadas con algún “síndrome” o “patología”. Los “trastornos” son clasificaciones opresivas, estigmatizantes y cuerdistas, pero también pueden ser resignificados como lugares de enunciación y politización. Podemos reapropiarnos de los diagnósticos para construir saberes críticos y contrapoderes. Es urgente revertir la patologización en virtud de priorizar la “salud mental” en la agenda política emancipatoria.

Los episodios de crisis en nuestra vida anímica son ambiguos. Pueden ser devastadores, así como pueden habilitar nuevas preguntas, prácticas y relaciones con unx mismx y lxs otrxs. Hace tiempo, diferentes activismos, investigadorxs, ex usuarixs, supervivientes de la psiquiatría, pacientes de terapias o personas afectadas, venimos insistiendo en el desafío de politizar el malestar. ¿Se trata de sacar del closet nuestros “trastornos” construyendo prácticas horizontales y autogestivas de cuidado, reivindicación y acción? En tiempos traumáticos no podemos hacer de la politización un mandato moral o un discurso heroico.

La “salud mental” adquiere cada vez más centralidad económica en la explotación de las emociones. Si la “cultura de la salud mental” (Erro) brinda una explicación individualista, profesional y descontextualizada del malestarxvii, ¿cómo profundizar la psicopolitica popular y desde abajo que ya se viene construyendo en los barrios, movimientos y activismos? Cuando nuestros malestares son politizados como un territorio donde se elabora un problema colectivo, la narración de nuestras experiencias vividas puede abrir otras alternativas.

i El titulo del ensayo es un link con Multitudes queer. Nota para una política de los “anormales” de Paul B. Preciado.

ii Cf. Teoría King Kong, Virginie Despentes.

iii Hijos de la noche, Santiago López Petit, Tinta Limón, 2015.

iv http://lobosuelto.com/es-posible-politizar-la-anorexia-y-nuestra-salud-mental-emiliano-exposto/

v Sobre este colectivo, ver https://es.wikipedia.org/wiki/Colectivo_Socialista_de_Pacientes

vi On our own. Patient controlled alternatives to the mental health system, Judi Chamberlin, 1977.

vii Agradezco a Tomás Pal por su voluntad de sostener esos interrogantes.

viii Cf. Por el derecho a la locura. La reinvención de la salud mental en América Latina, Juan Carlos Cea Madrid (comp.), Editorial Proyección, 2018.

ix Retomo el concepto de “capacidad física obligatoria” de Robert McRuer en Teoría crip. Signos culturales de lo queer y la discapacidad, Kaotica, 2021.

x Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo, Eva Illouz, Katz editores, 2007.

xi Una nueva antipsiquiatría, Carlos Pérez Soto, 2012.

xii La ofensiva sensible, Diego Sztulwark, Caja Negra, 2019.

xiii Espai en Blanc, en http://espaienblanc.net/?page_id=45,

xiv La fuerza de los débiles, Amador Fernández-Savater, Akal, 2021.

xv “Politizar el sufrimiento psíquico para que el mañana sea menos oscuro”, Fernando Balius, en https://ctxt.es/es/20210201/Firmas/34960/salud-mental-condiciones-de-vida-fernando-bailus.htm?fbclid=IwAR1S580bgwsfa4ZIuh24dOLFnCs9gSHLtWjgyw0RzC_aMsdNpMiBkVHYkp0

xvi Enajenad@s. Salud mental y revuelta.

xvii Pájaros en la cabeza. Activismo en salud mental desde España y Chile, Javier Erro, Virus, 2021.

Emiliano Exposto
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