El cuerdismo no existiría sin el racismo, el clasismo y el patriarcado. Más claro no podía expresarlo la policía autonómica del País Vasco la tarde del domingo 29 de marzo de 2020. Un hombre racializado es increpado en un barrio del casco viejo de Bilbao, por un policía blanco que aparentemente le pregunta qué hace en el espacio público y dónde están sus “papeles”. Ante la intimidación, el hombre se pone muy nervioso (cómo no…) y luego de explicar que ha caminado lo que parecen ser unos metros en busca de alimento, alude a su locura en defensa propia. “Estoy loco”, dice.

No lo escuchan. 

Muy por el contrario, se acerca el policía a su patrulla y saca de la cajuela una porra de la que hace uso en la primera oportunidad.

Se aproxima una mujer muy alterada (cómo no…) diciendo que es su madre y explicando que “está loco”, “está enfermo”, “iré a por los papeles”, “si lo detienen llévenme a mi también”. La fuerza policial ejercida esta vez hacia ella la deja en el suelo, pareciendo quedar inconsciente. Acto seguido, siete policías rodeados de seis patrullas los meten a una de éstas, y se retiran.

Podemos ver cómo, cuando la peligrosidad y el ejercicio de la violencia se te atribuyen de manera automática debido a que eres un hombre racializado que vive en barrio pobre y se autodeclara loco, la brutalidad de la violencia policial puede ejercerse en poco más de ocho minutos. También si eres mujer racializada e intentas defender a ese pobre sujeto loco racializado. Por un lado, todo lo anterior podría ser un claro ejemplo de cómo la locura se reconoce desde las instituciones totales (cuerdas) para ejercer violencia.

Pero la locura no sólo se reconoce para ejercer violencia. A veces, para lo mismo, también se niega.

¿Quiénes niegan el derecho a la locura? Histórica y hegemónicamente la psiquiatría al castigar el delirio, la conducta y la expresión del sufrimiento psíquico. Pero lo hace también el racismo institucional, que niega la experiencia de diversidad psíquica e incluso la posibilidad de requerir un recurso sanitario o sociosanitario para hacer frente a necesidades de apoyo, a veces puntuales a veces prolongadas. Como lo sabemos desde los activismos locos, puede que este recurso no sea la solución (en muchos casos no lo ha sido, no lo es y no lo será), no obstante, no deja de impactar que, siendo el recurso hegemónico, no se contemple siquiera como posibilidad para algunos compañeros (racializados) autodenominados (ahora sí que sin el más mínimo “autoestigma”) “locos”.

Negar el derecho a la locura es también poner en duda la palabra que sale de boca racializada y que utiliza un lenguaje extranjero no sólo notorio en la diversidad de los acentos, sino, en este caso, en el uso de términos “no especializados” para manifestar su locura. ¿Qué habría pasado si se hubiese hecho uso de la psicoeducación blanca y de términos occidentales bastante normalizados en la cultura moderna europea como “trastorno mental X”, “grado de discapacidad X”; en lugar de decir con acento probablemente magrebí, “estoy loco”? ¿Habría venido una ambulancia en lugar de una porra? ¿Se habrían solicitado explícitamente los papeles, pero esta vez los de “discapacidad reconocida”? ¿Habría tenido la madre legítimo derecho a acompañar a su hijo? No lo sabremos.

Y ahora que sale el tema de los papeles, me sale también decir que, independientemente de si los “papeles” por los que iría la madre eran migratorios o de discapacidad, e incluso más bien debido a que podrán haber sido ambos, esta es una violencia ejercida por los dos motivos. No tuvo el hombre derecho a la locura, ni la madre derecho a la duda. No tuvieron la posibilidad siquiera de entrar a buscarlos.

Y en caso de que el compañero no hubiese tenido “papeles”, ni de nacionalidad ni de discapacidad, más dudas me surgen. ¿Qué pasa con quienes atravesamos o hemos atravesado problemas de salud mental y no tenemos un diagnóstico escrito y descrito por un médico europeo y/o un certificado de discapacidad? ¿Qué pasa con quienes tenemos “papeles” migratorios precarios o con quienes no tienen ninguno? ¿Cómo reforzar la lucha loca hacia solicitar que los recursos públicos y los apoyos no se condicionen a tener papeles de nacionalidad o de diagnóstico de trastorno mental? ¿Cómo transgredir desde Europa la lógica blanca de definición y acercamiento a la locura?

Dos reflexiones finales me surgen:

Que el Orgullo Loco sea también pobre, migrante y racializado.

Que el Orgullo Loco pierda los papeles.

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