Texto originariamente publicado en Mad In America (31 de octubre de 2016)

 

Mi viaje comienza hace algunos años, después de llegar a un punto de inflexión en mi vida. Me encontraba exhausta con tres trabajos diferentes, la crianza de mis dos hijos pequeños y siendo muy consciente de que mi matrimonio ya no funcionaba.

 

Sintiéndome absolutamente saturada, pedí a mi marido que me acompañara a buscar ayuda al médico de cabecera, que me recetó un antidepresivo (Citalopram) que no había tomado antes. Después de mudarme a Nueva Zelanda, tomé fluoxetina seis meses para que me ayudase con la adaptación, pero el médico de cabecera fue contundente con que el Citalopram era mejor. Me dijo que debía tomarlo por la noche. No me importó mucho porque ya tenía el sueño interrumpido de todos modos, ya que estaba amamantando a mi hija de 20 meses.

 

Me tomé la primera pastilla (mala decisión número uno) y no dormí en toda la noche. Pensé que esto se iría regulando y me tomé otra pastilla. Después de tres noches sin haber dormido, ansiosa y angustiada, llamé a mi amiga, que me llevó al servicio de urgencias psiquiátricas. Le conté a una enfermera la historia de cómo se habían gestado mis síntomas y le dije que todo lo que necesitaba era ser querida. No se me prescribió nada más para ayudarme a dormir esa noche.

 

Decidí pasar la noche en casa de mi amiga con mi hija pequeña (mala elección número dos, porque era un ambiente no familiar). Estaba totalmente agotada, pero tampoco pude dormir esa noche. Tenía mucha ansiedad y sentía pánico, hasta el punto que creía que estaba tan falta de sueño que iba a morir. No sabía de qué otra manera interpretar lo que estaba sintiendo en ese momento. No pude tomar ninguna decisión más sobre qué podría ayudarme y, pensando que no me iba a despertar por la mañana si me iba a dormir, le di a mi hija el que yo pensaba iba a ser el último beso de buenas noches que iba a darle.

 

Cada vez que intentaba tumbarme para quedarme dormida, entraba en pánico. Un poco más tarde esa noche, mi amiga empezó a preocuparse porque estuviese merodeando por su casa como un zombi. Llamó de nuevo al servicio de urgencias, explicando que algo no iba bien y que ella nunca me había visto así antes. Así es que finalmente volvimos al hospital con dos enfermeras psiquiátricas. Me evaluó un psiquiatra y esa noche fui admitida como paciente voluntaria en la planta de hospitalización psiquiátrica. Dije algo sobre que quería que me pusieran un pañal porque estaba muy cansada para ir al baño y que por una vez quería ser yo el bebé. Ni a mi amiga ni al psiquiatra les pareció buena idea.

 

Solamente quería que me dejasen dormir en el box de urgencias. Después de contarle al psiquiatra mi historia, tuve algo de esperanza de poder quedarme dormida. Pensaba que por la mañana ya estaría bien. Si ellos simplemente me dejaban dormir.

 

Después de una breve siesta, me despertaron para llevarme a la planta (otra transición), y sentí cómo me volvía hipersensible. Sentí hormigueos cuando trataba de caminar, así es que me trajeron una silla de ruedas. Mi ansiedad aumentó y los delirios de que me estaba muriendo regresaron esa noche. Escuché lo que más tarde supe que era una lavadora y estaba convencida de que era una máquina que iban a traer para mantenerme con vida artificialmente. Recuerdo algunas otras escenas de esa noche, como a las enfermeras tratando de administrarme Zopiclona -pensé que querían envenenarme y no me la tomé.

 

Una vez en el hospital quería irme a casa, pero todo el mundo me trataba de convencer que siguiese las recomendaciones del doctor, incluso mi familia y mi amiga. Al principio escupí la medicación porque me estaba haciendo sentir peor, pero mi amiga se lo dijo a las enfermeras, así es que convirtieron mi ingreso en involuntario[1] y fui obligada a tomarlas. Esta pérdida de control probablemente me hizo deprimirme mucho más que cualquiera de las otras cosas que me pasaban. Tuve que dejar de dar el pecho a mi hija, que era una de las pocas actividades que aún disfrutaba en ese momento. Tras algunos cambios de medicación, tuve conductas y pensamientos suicidas, e intenté estrangularme en el hospital (nunca antes había intentado algo así en mi casa o en casa de mi amiga).

 

Fue todo un poco confuso, pero empecé a cooperar porque no tenía otra opción. Sin embargo, después de dejar el hospital unas tres semanas más tarde, tenía claro que iba a dejar la medicación lo antes posible. Desempeñé mi papel de paciente ambulatoria muy bien, porque era muchísimo más fácil que ser una paciente ingresada. Volví al trabajo, tomaba la medicación y decía las cosas que tenía que decir, así es que me gané un “actualmente en remisión” al lado de mi diagnóstico en el informe de alta, y conseguí de nuevo la libertad para elegir mis propias opciones de tratamiento.

 

Seis meses más tarde me fui de retiro, donde pude tomar cierta perspectiva de las cosas. Poco a poco fui retirando la medicación sin ninguna ayuda “profesional” (mala decisión número tres). Eso pasaba mientras seguía sintiéndome infeliz en mi matrimonio, insatisfecha en el trabajo y más o menos haciéndome cargo sola de mis hijos porque mi marido trabajaba a jornada completa y estudiaba. Nadie identificó que esos eran los motivos subyacentes de mi “enfermedad”, y nada cambió. Comencé a correr como una forma de adaptación mientras dejaba la mirtazapina, y seguí corriendo con regularidad. Sin embargo todavía estaba atascada en el desequilibrio ocupacional, experimentando una falta de amor en mi relación de pareja, y luchando con las etiquetas que me habían asignado mientras trataba de entender lo que significaban.

 

Mi segunda “crisis” (o “despertar” como me gusta llamarlo ahora) ocurrió después de un año sin tomar ninguna medicación, justo dos semanas después de que terminase una media maratón por primera vez en mi vida. Tras estar en un buen momento personal después de este logro, una serie de acontecimientos estresantes se sucedieron. No estaba durmiendo mucho porque cuidaba de mis hijos enfermos mientras mi marido estaba fuera viajando por trabajo; me estaba enfrentando a la decepción ocasionada por una entrevista de trabajo que no tuvo éxito; sin demasiado tiempo para cuidarme y sin pedir ayuda a otras personas a tiempo. Me sentía atrapada en un trabajo estresante en una planta de oncología infantil -quería renunciar desesperadamente, pero sentía que iba a dejarles en la estacada. Añadiendo el estrés de vivir en Chirstchurch, ciudad dañada por un terremoto, durante los últimos cinco años, mi “plan de prevención de recaídas” falló estrepitosamente.

 

Esta vez fui diagnosticada por el equipo de intervención en crisis como “profundamente psicótica”, con trastornos de pensamiento y considerada un riesgo para mí misma porque intenté saltar del coche cuando me estaban trasladando al hospital. No tuve la suerte de ser admitida voluntariamente en esta ocasión -me encerraron bajo la ley de tratamiento involuntario inmediatamente. En el hospital quise recurrir esta decisión, pero empeoré muy rápido, entrando en un estado nihilista en un solo día. En una semana estaba catatónica y no comía, por lo que decidieron que necesitaba TEC. Después de esto, aparentemente comencé a “recuperarme” lentamente y me permitieron recibir algunas visitas después de la segunda o tercera sesión de TEC, según está escrito en mis notas.

 

No recuerdo nada de esta época, excepto la última sesión. Después del tercer TEC el psiquiatra quería usar terapia electroconvulsiva bilateral en vista de mi “significativa evolución”, pero mi marido no dio el consentimiento, hecho por el que le estoy profundamente agradecida. Ya que aparentemente había mejorado con el tratamiento unilateral, el bilateral no parecía estar justificado. Después de 6 sesiones de electroshock me dieron el alta y me recetaron mirtazapina, risperidona y nitrazepam para dormir. Como paciente ambulatoria, una vez más quise dejar la medicación lo antes posible, empezando por la risperidona si podía ser. Más o menos volví a trabajar, pero solo el tiempo suficiente para poder renunciar, que fue la mejor decisión que he tomado por mi bienestar.

 

Si me hubiesen ayudado a resolver los desequilibrios en mi vida, probablemente me habría recuperado sin necesitar nada más. En lugar de eso, lo primero que me recomendó un médico fue tomar pastillas. Actualmente, mi psiquiatra quiere que siga con el tratamiento con antidepresivos para toda la vida, pero me parece que esa recomendación tiene poca evidencia que lo respalde como para considerarla, especialmente ahora que vivo una vida más equilibrada y estoy ganando confianza en mi capacidad para mantener mi bienestar (y para hacer frente al malestar temporalmente).

 

También hice un curso de “Imago relacional” con mi marido; cuando utilizamos esta técnica para comunicarnos, me siento querida y valorada de nuevo. Estoy implicada en mi comunidad y hago algunos trabajos voluntarios, a la vez que disfruto de ser madre a tiempo completo. Tengo aspiraciones y sueños, como estudiar promoción de la salud y utilizar mi experiencia personal y la profesional para ayudar a otros a recuperar un equilibrio ocupacional en sus vidas.

 

Hago meditación mindfulness de manera habitual. También me uní a un grupo de apoyo mutuo para personas con depresión y me involucré en la asociación local de apoyo entre iguales.  Después de haberme quejado del servicio de salud mental en relación a la falta de opciones de tratamiento, me ofrecieron la posibilidad de asistir a un grupo de “entrenamiento para la mente compasiva”, conducido por una psicóloga y una trabajadora social. Tengo la esperanza de tener la autocompasión suficiente para ser capaz de salir delante de cualquier adversidad de la vida que pueda ocurrirme, incluyendo muertes, ruptura matrimonial o cualquier otra cosa, sin volver a ser encerrada en un hospital psiquiátrico de nuevo.

 

He crecido mucho a través de mis experiencias, y no habría hecho los cambios que he hecho, ni sería la persona que soy hoy, si mi locura no hubiese vuelto una segunda vez. Volvió porque no presté suficiente atención a las llamadas de atención de la primera vez. Ahora escucho mis emociones (que pueden ser “extremas” en ocasiones) y puedo tolerar la angustia, y tomar medidas, sin aceptar las etiquetas de enfermedad que me dan los psiquiatras o los médicos de cabecera que parecen querer prescribir pastillas para “ayudar” a que la gente continúe en situaciones poco saludables. Ahora valoro mis experiencias más aterradoras, ya que me hacen prestar atención a lo que necesito hacer para ponerme bien. Soy consciente de mis disparadores y mis facilitadores, y de lo que necesito para volver al equilibrio. Estoy bien con quién soy y lo que he tenido que pasar. Estoy compartiendo mi experiencia con la esperanza de que otros que experimentan angustia puedan encontrar esperanza y no sentirse solos.

 

 

 

[1]  En el texto explica que fue puesta bajo la ley de tratamiento involuntario: Mental Health Act. Para hacerlo más comprensible a los lectores, se traduce por la figura legal existente en otros países, el ingreso involuntario. Pero es una ley que regula también en tratamiento fuera de la hospitalización.

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