Si ya se fueron los días grises del psiquiátrico y el manicomio, de la anticuada rehabilitación y del asistencialismo piadoso, llega por fin a vuestras manos y a vuestras neveras el momento de las competencias, los ajustes, los apoyos y las oportunidades. Pasen, vean, vendan y compren: es tiempo de inserción laboral.
Sobrevuela ya sobre nosotras, personas dedicadas a la gestión y la profesionalización de la miseria, un discurso conformado por jugosos refritos terminológicos que nos llevan a justificar la necesidad de nuestra figura y nuestra labor. Y es que queda claro, y claro está, que «las personas usuarias-demandantes de empleo han de centrar primeramente sus itinerarios profesionales en acciones formativas que, ‘claro’, mejoren su empleabilidad a través de la optimización de sus competencias profesionales y del desarrollo de habilidades para el desempeño en experiencias ocupacionales de transición». Todo ello, queda claro y claro está, ha de hacerse «lubrificando relaciones entre éstas y los agentes sociales que toman parte tanto en las propias contrataciones como en su incentivo, su mantenimiento y su flexibilización»; y ésta, obviamente, es una labor que «requiere de una prospección coordinada de oportunidades y demandas en entornos normalizados de trabajo que, a saber, asegure el ajuste puesto-persona, cristalice en contrataciones viables y, como fin último y verdadero, consiga beneficios multidimensionales (económicos, sí, pero también sociales y comunitarios; humanos y casi existenciales) que aseguren una sociedad más justa e inclusiva». Vaya, claro que sí. ¿Quién no iba a querer apostar por ese mundo tecnificado en el que el pan de “otras personas” depende, como siempre y como nunca, de complejos procesos y entramados paridos por mentes cualificadas y generosas como las nuestras?
Planea pues el discurso de la orientación y de la “nueva” inserción laboral (“integración” o “inclusión”, mismo perro con distinto collar), sí, y se cuela en las mentes y en las bocas de unas y de otras. Saca provecho de la desesperación, de las promesas falsas y execrables, de las respuestas rápidas y de los egos inflamados de sus eminencias; penetra en las oquedades de las mentes resecadas por los años y la rutina, y saca también partido de la imprudencia de profesionales jóvenes de sueños incorruptibles. Pero la responsabilidad inherente al trabajo que hemos elegido desempeñar obliga, en este momento de hipotético cambio de paradigma en la llamada “salud mental”, a pararse a pensar qué hay detrás de la práctica diaria de las y los técnicos (especialmente, de inserción laboral) y del amasijo conceptual que la justifica.
Para empezar, resulta tremendamente paradójico que las/os que tenemos (este) trabajo nos hayamos otorgado la virtud y capacidad de enmendar los problemas de las/os que no lo tienen: personas sanas (de iure) y acomodadas (de facto) encaramos el paro, la miseria y los procesos de exclusión asociados al diagnóstico de enfermedad mental de “otras” personas, construidas y designadas siempre desde estas posiciones de impostada cordura burguesa (personas, decimos, locas, pobres, mujeres, excluidas o todo a la vez). Esta rareza, normalizada a base de siglos de práctica segregacionista, da continuidad al desahucio de las protagonistas de sus propios medios y voluntades para decidir su manera de estar en el mundo, lo que configura en teoría un “fallo del sistema” que, sin embargo, parece asumido y contestado desde sus centros: queda claro y claro está, que la estructura «pretende mejorarse día tras día, fomentando la participación activa e implicando a la persona en sus procesos de inserción». Volvemos a escuchar entonces ese chascarrillo que salvaguarda la Salud Mental que construimos nosotros, los cuerdos: la falacia del eterno “buen camino” y de las desviaciones salvables, indeseables pero inevitables del sistema. Ya lo sabes, ya te lo han contado: Trabajando “juntos”, “sin máscaras”; “siendo como tú” y “conectando conmigo”, podremos fomentar “tu participación, tus capacidades y tus derechos”, porque “tú también cuentas”.
Podemos quedarnos aquí; os aseguro que la ambigua prescripción de la “participación” (que siempre queda en una palabra vacua, falta de canales, términos, códigos y contextos adecuados) puede servir para calmar los quejidos recurrentes del vaivén de nuestras conciencias. O podemos tratar de llegar al fondo de la cuestión para responder a la pregunta (en principio, nada retórica) de partida, esto es, para tratar de delimitar quién necesita (y para qué necesita) la inserción laboral de personas con una resolución de discapacidad. Tiremos del hilo, pues, para desenredar la madeja.
Además de las relaciones unidireccionales que genera esta paradoja, la asumida (y por mil veces maquillada) extravagancia del “rico cuerdo ayuda a pobre loca” proyecta una nueva reflexión de difícil aprehensión ética, pues no sólo compromete nuestra forma de trabajar como técnicos/as sino que pone en cuestión la existencia misma del propio rol, del puesto y de sus saberes. Y es que el/la “técnico/a”, per se, vuelve a definir esa diferenciación bimodal entre personas cuerdas y locas, distancia que siempre generó y preservó el manicomio, la rehabilitación y las terapias psi-. Y, aún más, el hecho de que el/la técnico sea “de inserción laboral” acompaña la segregación con el cisma entre la riqueza y la pobreza, la inclusión y la exclusión, la ciudadanía y el lumpen. Es esta ruptura, precisamente, el canal por el que –como ocurre con otras redes de sistemas de opresión, p.ej. el sexo o la raza– discurre la discriminación, el estigma y, en suma, las relaciones de poder que, voilà, provocan la exclusión social y laboral. ¿Cómo? ¿Significa esto que el trabajo en inserción laboral apuntala el origen y el mantenimiento de aquellos problemas que dice combatir? ¿Trabajamos, entonces, para generar la exclusión?
No nos alarmemos; o, al menos, no nos sorprendamos tanto. Lleva ya tiempo hablándose de la violencia que genera la ciencia médica, sus saberes, sus prácticas y las realidades que construye (muy destacable, en este contexto, momento y sector específicos, los trabajos de la Revolución Delirante y de los movimientos de activismo crítico e independiente desde la locura). Evidentemente, si es esta distancia cualitativa entre “ellas y nosotras” la que se encuentra en la base de los procesos de marginación, la inserción laboral mantiene diligentemente la exclusión contra la que dice estar en pie de guerra. Pero, como ya definiera la ola contra-cientificista de la posmodernidad, esto no sucede por un mal diseño de las estrategias, por una mala praxis en relación a los procedimientos o por fallos estructurales del sistema. Siguiendo las lógicas sobre el crimen y el sistema penal definidas por Foucault en su genealogía política, la inclusión (cordura, tecnificación, liberalismo, acumulación, disciplina, democracia…) necesita por definición de su opuesto (exclusión: locura, incapacidad, contención, pobreza, acracia, desdicha…) para existir, primero, y para justificar después el mantenimiento de nuestra labor profesional. Por lo tanto, no (nos) engañemos: el sistema biomédico y político de Salud Mental funciona a la perfección en este ejercicio de preservación del status quo, situación de discriminación y desigualdad que, bien lo saben en realidad mis antiguas/os compañeras/os, se custodia activamente a través de míseros planes y proyectos de empleo, de contratos vergonzosos, de financiación descerebrada, de perversiones de la ley, de tráfico de infortunios, de engaños e intenciones soterradas, de descarada degradación, de formación viciada y descarriada, de desvergonzado servilismo al poder, de complacencia con la precariedad y con sus artífices… y de discurso, de bello y sugerente discurso.
Al margen del debate en torno al monopolio (o, incluso, a la necesidad) del trabajo asalariado como medio y producto de nuestra labor (aspecto en el que intervienen otros muchos agentes con intereses que, por cierto, pocas veces se recuerdan), lo que queda claro es que la inserción laboral es ciertamente necesaria para una Salud Mental escrita con mayúscula, con el nombre propio que designa al chiringuito que ordena y regula a cuerdas y a locas. Resulta funcional, en definitiva, para un sistema de salud doblegado al liberalismo más humillante y mejor engrasado; estructura que, además, se sirve de los delirios de la «inclusión» para aislar, mutar y fagocitar sus alternativas. Se perfila útil tanto para el empresario sagaz como para el psiquiatra encarcelado en sus manuales; imprescindible, claro, para la/el profesional de la inserción laboral… y para su banco.
No hay novedad real en el “flamante” paradigma del empleo y la inclusión social. De nuevo, el poder del mercado (viabilidad, rentabilidad, productividad…) en la sociedad del rendimiento oxida acciones y palabras hasta pervertir sus intenciones, comprando y vendiendo (y, con ello, anulando) las voces que luchan contra un sistema creado para mantener los privilegios de “los equilibrados”. ¿Cómo ser útiles, en consecuencia, para los intereses de personas que han vivido la experiencia de la psiquiatrización? Entiendo que cada técnico/a (de inserción sociolaboral) habrá de dilucidar y repensar las consecuencias de sus actos en relación a este tablero, valorando siempre su situación de asalariada/o por la estructura que genera las relaciones de poder. Pero entiendo también que, frente a las señas de alternativa real que hoy azuza el activismo en primera persona, el camino se abre fuera del sistema y de sus honorarios, de sus asociaciones de familiares, de sus federaciones, de sus programas, de sus financiadores, de sus culpas y sus indultos. Desde ahí podremos preguntarnos, ya con buena dosis de socarronería retórica, quién en su sano juicio necesita la inserción laboral.
Fran Baeza Segovia, «ex-técnico» de inserción social en salud mental.
El presente texto fue publicado el 6 de marzo de 2018 en la revista digital Diario Sanitario.