Publicado originalmente en el Boletín nº 36 de la Asociación Madrileña de Salud Mental
Nos proponemos en este trabajo desarrollar la idea de que tal vez (y somos conscientes de lo fácil que es predecir sucesos futuros influidos por los propios deseos), estemos asistiendo a los primeros momentos de un cambio de paradigma en el campo de la Psiquiatría y la Salud Mental. Antes de que nos caiga encima el no improbable diagnóstico de manía, intentaremos desarrollar nuestra argumentación y, por el camino, colaborar al (auto)cumplimiento de nuestra propia profecía (que es como suelen cumplirse las profecías).
Thomas S. Kuhn fue un historiador y filósofo de la ciencia cuyas ideas han influido de forma innegable en la visión de la ciencia y su funcionamiento. Haciendo un breve resumen, podemos decir que Kuhn plantea que la ciencia pasa por momentos de ciencia inmadura, momentos en que existen diversas tendencias o escuelas. Cuando una se impone al resto, por motivos que muchas veces no son -o no son sólo- de índole científico-técnológica sino también socio-cultural, se establece un paradigma o matriz teórica que proporciona un marco conceptual de los fenómenos estudiados en esa disciplina. Para Kuhn, las teorías no son un marco conceptual preciso como para los positivistas, sino esquemas confusos e imprecisos acerca de cómo actúa la naturaleza que requieren verificación. La finalidad de la ciencia no sería confirmar o refutar teorías, sino adecuarlas a la realidad. Una vez determinado el paradigma, se entra en un periodo de ciencia normal, donde se empieza a progresar en la investigación, dentro del susodicho paradigma. Cuando se van acumulando los problemas que no se resuelven en esa matriz teórica, se detiene el progreso, y se llega a una situación de crisis que acarrea la sustitución del paradigma por otro alternativo. Este es el periodo de ciencia revolucionaria, en el que se entabla la lucha entre paradigmas enfrentados. La elección entre paradigmas se basa en criterios extra-lógicos como la persuasión, la popularidad o la capacidad para progresar o resolver cuestiones inmediatas. O tal vez, añadiríamos nosotros, la capacidad de proporcionar financiación o prestigio a los profesionales del campo (y seguro que saben a qué aspectos del paradigma biomédico en Psiquiatría nos estamos refiriendo). Una vez elegido un nuevo paradigma, se entra en un periodo de resolución que conduce a una nueva etapa de ciencia normal.
En nuestra opinión, no está claro que la Psiquiatría haya estado nunca realmente en un período de «ciencia normal», es decir, que haya predominado un paradigma de forma tan completa que no haya habido voces discordantes de consideración, a la manera, por ejemplo, a como impera el paradigma biomédico en cardiología. En Psiquiatría, por el contrario, ha habido un constante movimiento pendular a lo largo de la Historia entre, por decirlo así, somaticistas y psicologicistas, con distintos vaivenes. Hasta los años 50 aproximadamente del pasado siglo fue predominante el psicoanálisis para luego, con el más que mencionado advenimiento de la clorpromazina, irse instaurando un paradigma biológico que distó mucho, en aquellos momentos, de ser hegemónico. No olvidemos que fue sobre los años 60 cuando hicieron acto de presencia las orientaciones sistémica o cognitiva, sin que eso significara la muerte del psicoanálisis, tantas veces anunciada y nunca certificada. Creemos que puede decirse que es posteriormente, hacia los años 80 y 90, cuando el paradigma biológico va haciéndose predominante, tomando como ejemplo la publicación del DSM-III y el DSM-III-R y en clara relación temporal con la aparición de los psicofármacos de elevado precio (primero los antidepresivos ISRS y, posteriormente, los antipsicóticos denominados atípicos). Parece coincidir con esos momentos que el paradigma biológico inicia su reinado supremo, pese al cual, resisten las otras orientaciones psicologicistas citadas, aunque más bien en ámbitos psicológicos, sociológicos o filosóficos, más que psiquiátricos. Este paradigma biológico se va convirtiendo cada vez más en biocomercial, como se ha denunciado desde diversos ámbitos y trabajos.
La cuestión es que en las últimas décadas y en nuestro entorno, el paradigma biológico devino hegemónico y marcó el desarrollo de la actividad clínica e investigadora, así como la formación a los nuevos profesionales, los mensajes transmitidos a los pacientes y la visión global que la sociedad tiene de la enfermedad mental y del sufrimiento, como algo explicable (y solucionable) en términos neuroquímicos (como dijimos alguna vez, una neuroquímica ramplona y cortoplacista, negligente hacia los efectos secundarios de los remedios que emplea para solucionar desequilibrios químicos que nadie ha demostrado). Pero el caso es que, y aquí es donde nuestro optimismo puede rozar lo delirante, pensamos que podemos estar ante el inicio de un cambio. Creemos que, siguiendo los términos de Kuhn, hace tiempo que el progreso dentro del paradigma actual se ha detenido (¿cuántos años o décadas hace del último descubrimiento realmente importante, en el aspecto farmacológico o neuroquímico-genético?) y que, a la vez, los problemas empiezan a acumularse (los efectos primarios de los fármacos parecen más pobres de lo que nos prometieron y nos creímos y los efectos secundarios parecen más graves de lo que nos aseguraron y también nos creímos…). Y, aunque sabemos que es conducta habitual de cualquier delirante que se precie, expondremos con detalle los motivos de nuestra esperanzadora idea de cambio.
Acaba de ser presentado en el último congreso de la Asociación Psiquiátrica Americana el DSM-5. Sin entrar a valorar, o más bien denigrar, su contenido, lo que nos llama la atención es el aluvión de críticas que ha recibido incluso desde años antes de salir. Son famosas las de Allen Frances, que aludió en un escrito que ha corrido como la pólvora por la Red, a la naturaleza de caja de Pandora de dicho libro, capaz de liberar, pues, todos los males del mundo. Recordemos que Frances fue Jefe de Tareas del DSM-IV (o sea, no lo que se dice un recalcitrante psicoanalista pasado de ácido editor de algún boletín troskista). En el pasado reciente, cuando iniciamos nuestra formación psiquiátrica a finales de los años 90 y con el DSM-IV recién salido de imprenta, no vimos reacciones semejantes a las que hemos presenciado estos últimos meses, con críticas más constructivas o más feroces al DSM-5 desde distintos congresos y jornadas o, incluso, desde la prensa generalista. El DSM-IV fue criticado, o al menos así lo recordamos en nuestra limitada visión de un momento histórico para el que igual no hay perspectiva suficiente, más desde entornos psicoanalíticos pero no de una forma tan extendida como hemos asistido en estos meses. Y nos parece aún más llamativo el hecho de que, en nuestra humilde opinión, en efecto el DSM-5 es lamentable, pero no nos parece que el DSM-IV fuera esencialmente mejor. No creemos que la diferencia en las obras, que no obstante existe, justifique la diferencia en el ataque sin tener en cuenta algo más. Y ese algo pensamos que son los más de 15 años transcurridos entre uno y otro y todas las promesas incumplidas del paradigma biomédico en ese lapso de tiempo, tanto en lo referente a conocimiento sobre las causas como a mejora de los remedios.
Frances comparó la aprobación del DSM-5 con la apertura de la caja de Pandora que, como sin duda sabrán, contenía todos los males del mundo. Y, desde luego, algo se ha abierto y va circulando por ahí cada vez a mayor velocidad. El tiempo habrá de juzgar si es para mal o para bien. Por citar sólo algunos ejemplos recientes, el NIMH (Instituto Nacional de Salud Mental) americano rechaza primero el DSM-5, buscando desarrollar sus propios criterios dentro de un enfoque marcadamente biologicista (y hay quien dice que buscando parte de la financiación que Obama ha anunciado para la investigación cerebral). En la respuesta a la posición del NIMH, autores del DSM-5 llegan a reconocer que los marcadores biológicos que llevan prometiendo desde los años 70 aún no han aparecido (pero siguen buscándolos). Finalmente, se llegó a una cierta reconciliación. Por otro lado, la Asociación Psicológica Británica publica un documento en el que abogan directamente por un cambio de paradigma en el campo de la Salud Mental, sin negar la importancia de la biología en el mismo, pero centrando el enfoque en los aspectos psicológicos y sociales. Y aunque hay quien ha querido verlo como una nueva batalla de la no siempre incruenta pero inevitablemente aburrida guerra psicólogos-psiquiatras, parte de este último colectivo se ha posicionado también contra el paradigma biológico encarnado en la nueva edición del DSM, como por ejemplo muestra un reciente escrito de Sami Timimi, apoyado por muchos profesionales. Son sólo unos ejemplos de la contestación que ha recibido la Biblia de la Psiquiatría, pero podríamos citar muchos otros. Y, como es sabido, una vez abierta la caja de Pandora ya no se puede cerrar, y las críticas van más allá del manual diagnóstico y apuntan contra el paradigma biologicista que le da cuerpo.
Creemos evidente que existe una preponderancia absoluta en nuestro entorno del paradigma que se ha denominado médico, biológico, biomédico, neurobiológico o biologicista en Psiquiatría, al menos hasta ahora. Se trata del paradigma médico aplicado al campo de la Psiquiatría, por lo que postula la existencia de una lesión biológica (a nivel de estructura genética, neurotransmisión, neurodesarrollo, neurodegeneración o conceptos similares) que provoca un determinado conjunto de síntomas por un determinado mecanismo fisiopatológico y que, a su vez, cuenta con un pronóstico esperable y para el que, idealmente, puede desarrollarse un tratamiento. El paradigma biologicista actual triunfa coincidiendo con la aparición y auge de los fármacos psiquiátricos hoy utilizados: neurolépticos, antidepresivos, benzodiacepinas, etc. Y este triunfo, desde nuestro punto de vista, tiene aspectos a nivel científico (es decir, como teorías en busca de un saber), a nivel tecnológico (es decir, como prácticas en busca de una utilidad) y desde luego a nivel social, que iremos desgranando.
Desde el punto de vista científico-teórico, proporcionó una explicación hipotética de los trastornos psiquiátricos como basados en alteraciones bioquímicas a nivel de exceso o déficit de determinados neurotransmisores, en base a los mecanismos de acción de los distintos psicofármacos (que realmente provocan alteraciones neuroquímicas en el cerebro en lugar de corregir supuestas alteraciones previas; aunque otra cosa es que dichas alteraciones provocadas puedan ser útiles a nivel sintomatológico en determinados momentos). Esta explicación hipotética no sólo no se confirmó nunca (nadie ha demostrado el déficit de serotonina en la depresión o el exceso de dopamina en la psicosis), sino que además, curiosamente, la mayoría de profesionales adscritos a este paradigma la dan por ya demostrada. Que la investigación, la docencia y la formación psiquiátrica en general estén en gran medida en manos de las empresas cuyas cuentas de beneficios dependen de tales explicaciones hipotéticas no probadas, tal vez tenga que ver con esta situación.
Desde el punto de vista tecnológico-práctico, el paradigma biologicista ofrecía nada menos que la cura o el alivio para los trastornos mentales. Como muchos de sus defensores dicen, los antipsicóticos vaciaron los manicomios (aunque ocultan que el movimiento de desinstitucionalización de los pacientes ingresados había comenzado antes de los años 50, cuando no existían neurolépticos) y los antidepresivos y ansiolíticos ayudaron a aliviar o curar casos y más casos de trastornos depresivos y ansiosos que décadas atrás no habían existido (infradiagnóstico lo llaman algunos, aunque eso nos llevaría a pensar que antes de la aparición de los antidepresivos la gente era más infeliz o, por ejemplo, se suicidaba más, y no conocemos datos que avalen semejante idea).
Desde el punto de vista social, sin duda el paradigma biologicista funcionaba de maravilla para conseguir que los psiquiatras, antes marginados como carceleros o charlatanes, de repente gozaran de todo el respeto profesional que la clase médica brinda a sus miembros, con las implicaciones que ello tiene a múltiples niveles. Y a la hora de recibir financiación para investigación, docencia o vaya usted a saber qué, por parte de las empresas que comercializan los remedios a partir de los cuales se instauró el paradigma, resulta que los psiquiatras se colocan a la cabeza del colectivo médico en cuanto a cobros, que para algo nuestros fármacos se colocan en los primeros puestos en cuanto a gasto farmacéutico.
Pero como nada es eterno, resulta que al paradigma biologicista se le empiezan a acumular problemas que no es capaz de solucionar. Y lo que primero se comenta en oscuros seminarios al calor de las obras completas de algún que otro judío vienés con posibles fijaciones sexuales, se habla después cada vez más abiertamente y acaba saliendo en artículos del British Medical Journal, el British Journal of Psychiatry y otras publicaciones por el estilo.
A nivel científico-teórico, no se ha encontrado la causa de ningún trastorno mental en el ámbito biológico. Seguimos esperando los marcadores biológicos que definan los trastornos en base a su etiología, patogenia y fisiopatología desde el punto de vista del paradigma biologicista. Salvo que uno se deje atrapar en la trampa habitual de hablar del Alzheimer, el Parkinson o la neurosífilis, no hay datos concluyentes a nivel genético, bioquímico, funcional o estructural que sean específicos de ningún trastorno psiquiátrico. Sí abundantes correlaciones con hallazgos somáticos, muchas de las cuales (como parece demostrado para la atrofia cerebral en la esquizofrenia) se plantea cada vez más si no son debidas a los tratamientos que usamos más que a los trastornos que queremos curar. Los modelos simplistas basados en la neurotransmisión no responden a gran parte de las cuestiones (¿por qué fármacos con perfil receptorial diferente logran las mismas cifras de eficacia?, ¿por qué el mismo fármaco acaba estando indicado en trastornos diferentes?). Existe además un problema básico a nivel teórico en lo referente al paradigma biologicista: no parece posible desarrollar una fisiopatología de la enfermedad mental sin contar con una fisiología del funcionamiento mental digna de ese nombre. Es decir, ¿cómo podemos encontrar el mecanismo en términos neuronales o de conectividad de un afecto o un pensamiento definido como patológico si no tenemos la menor idea de cómo funciona a nivel neuronal o de conectividad el afecto o el pensamiento normal?. Las descripciones clínicas se realizan en base a los conceptos psicopatológicos de las facultades clásicas: pensamiento, afecto, voluntad. Pero es que no hay nada ni remotamente parecido a un modelo biologicista del funcionamiento de la mente normal. Que la Psiquiatría sea reducible a las neurociencias no es más que un deseo futuro expresado con mayor o menor fe, pero no es en absoluto posible en este momento (y que algo sea imposible hoy no significa necesariamente que vaya a ser posible mañana). Recordemos que el paradigma biologicista en, por ejemplo, cardiología, implica un conocimiento amplio del funcionamiento cardíaco en condiciones normales a nivel de inervación e irrigación, por ejemplo, a partir del cual se pueden describir distintas afecciones que aparecen ante el mal funcionamiento de alguna de sus estructuras. Los únicos que hacen algo así con el cerebro humano son los neurólogos. Pero ellos no tratan los males que tratamos nosotros.
A nivel tecnológico-práctico, se hace cada vez mayor el acúmulo de evidencia bibliográfica que muestra que nuestro arsenal terapéutico supuestamente seguro y eficaz, cuenta con más sombras que luces. Estudios que revelan que los antidepresivos son inútiles ante las depresiones leves y moderadas, y presentan riesgos reales de dependencia o disforia tardía. Estudios que revelan que las supuestas ventajas de los antipsicóticos atípicos frente a los clásicos no eran sino una patraña para aumentar beneficios, contando con riesgos como los clásicos a nivel de efectos secundarios como la disminución de tejido cerebral. O que sus ventajas en, por ejemplo, síndrome extrapiramidal quedan contrarrestadas con el riesgo de alteraciones metabólicas. También se preguntan cada vez más autores cómo es posible que ante el hecho de que cada vez se empleen más los fármacos antidepresivos, las cifras de depresión no cesan de aumentar, en una espiral de iatrogenia y consumo de recursos que parece no tener fin. Históricamente, cuando aparecía un fármaco útil frente a alguna enfermedad, dicha enfermedad mejoraba su pronóstico drásticamente (enfermedades infecciosas con los antibióticos, SIDA con los antirretrovirales, muchas enfermedades tumorales con los antineoplásicos cada vez más eficaces, etc.). Sin embargo, con los antidepresivos cada vez hay más gente deprimida y, lo que es más curioso, cada vez el pronóstico es peor. Lo que hace unas décadas se consideraba un trastorno poco frecuente que tendía a la recuperación en unos meses, ahora se ha convertido en un trastorno crónico y recurrente, con unas cifras de resistencia cada vez mayores.
A nivel social, cada vez está siendo más denunciado que el motor que mueve y mantiene gran parte de este entramado son ciertos manejos de la industria farmacéutica. Evidentemente, la industria ha encontrado fármacos muy útiles que han salvado muchas vidas y aliviado muchos sufrimientos, y es una parte imprescindible de la Medicina. Nadie en su sano jucio discutiría eso y, desde luego, nosotros no lo hacemos. El problema es que eso no da carta blanca para muchas malas prácticas que se vienen realizando desde hace décadas: ocultamiento de datos de ensayos clínicos cuando no son positivos para sus productos, con el consiguiente sesgo inevitable que hace que los médicos no prescribamos los mejores tratamientos a los pacientes, porque nos falta gran parte de la información; manipulación más o menos hábil de gran parte de los estudios que sí publican, incluyendo redacción completa de artículos por parte de «autores fantasma» cuyos nombres son sustituidos luego por los de supuestos «popes» en la materia; sometimiento -voluntario, eso sí- de gran parte de la clase médica a las líneas de investigación y formación que marca la industria, colaborando con ella en aumentar los diagnósticos, incluyendo la creación y promoción de enfermedades, y tratando muchas condiciones que posiblemente no sería necesario tratar, con un exceso preventivista y terapéutico que olvida de forma temeraria los riesgos e iatrogenias posibles de toda intervención sanitaria. Cada vez más está ante los ojos de la opinión pública esta connivencia que hace que la gente de a pie no sea capaz de diferenciar bien entre un cargo político que se lleva un regalo, (en metálico o en especie) de una empresa constructora sobre cuyos contratos decide (contratos pagados luego con dinero público) y un médico que se lleva un regalo (en metálico o en especie) de una empresa farmacéutica sobre cuyas prescripciones decide (prescripciones pagadas luego con dinero público). Alguna diferencia habrá, pero nosotros tampoco somos capaces de encontrarla. Y el prestigio ganado por la Psiquiatría, sentada con orgullo al lado del resto de la Medicina, corre el riesgo de agrietarse cuando se haga evidente cómo se ha llegado hasta ahí (aunque el resto de la Medicina, en estos manejos que describimos aquí, está lejos de ser inocente).
Como venimos desarrollando, nuestro planteamiento es que al paradigma biologicista actualmente imperante se le acumulan los problemas que no está siendo capaz de resolver, tanto a nivel científico-teórico como tecnológico-práctico o social. Sobre el aspecto social, se hace evidente que la actual forma de relación entre industria farmacéutica, administraciones sanitarias y profesionales, es insostenible desde cualquier código ético digno de ese nombre y, lo que es peor, tiene directas consecuencias en que los médicos no puedan recetar lo mejor a sus pacientes (porque carecen de la información adecuada y sin sesgos y porque, evidentemente, la industria invierte lo que invierte en marketing porque sabe que le sale rentable, porque modifica la prescripción médica en la dirección que le interesa). En esta época de crisis que nos atraviesa, es y será cada vez más amplio el cuestionamiento de muchas cosas que dábamos por sentadas y en las que confiábamos (y no hace falta poner ejemplos porque basta con abrir el periódico o encender la tele) y el colectivo médico y su dependencia de intereses comerciales no dejará de ser cuestionado y deberá responder. No tardarán en llegar los pacientes que nos pregunten abiertamente qué hemos aceptado exactamente de la empresa que comercializa el fármaco que les estamos recetando. Sobre el aspecto práctico, no se trata de acabar con los psicofármacos y su uso, o por lo menos no es para nada nuestra posición, sino emplearlos con criterio, siendo conscientes de sus limitaciones y de sus peligros, y valorando siempre de forma responsable su balance de riesgos y beneficios.
A nivel social, el paradigma biologicista ya está siendo cuestionado por su absoluta dependencia de los intereses comerciales de la industria. A nivel práctico, ya está siendo cuestionado porque la curación que prometían sus fármacos queda reducida a un cierto alivio y sus efectos secundarios no podrán ser minusvalorados por más tiempo. ¿Pero qué ocurre a nivel teórico? Ahí, a pesar de la falta de pruebas encontradas, sigue defendiéndose la idea de que en la biología del cerebro humano está el origen de los trastornos mentales y que eso supone, per se, el triunfo del paradigma biologicista como tal y por tanto, de una manera más o menos adaptada, la pervivencia de sus aspectos prácticos y sociales. Desarrollaremos este punto.
El paradigma biológico a nivel teórico se sostiene, en nuestra opinión en un aparentemente sencillo argumento, que podríamos expresar así: Tenemos personas con determinadas características (delirios, alucinaciones, hipotimia, insomnio, etc.) de las que decimos que padecen la enfermedad mental X. Estudiamos si las personas con dichas características tienen algún rasgo biológico determinado (un gen, un neurotransmisor aumentado o disminuido, etc.) que no aparece en otras personas sin estas características. Si encontramos dicho rasgo biológico (o si creemos con la suficiente fe que aunque no lo hayamos encontrado, estamos a punto de hacerlo), consideramos entonces que la enfermedad mental X es de naturaleza biológica. A grandes rasgos, éste sería el esquema básico de funcionamiento a nivel teórico del paradigma biológico en Psiquiatría. No entraremos ahora en la cuestión de que no se ha descubierto causa biológica alguna (si por causa entendemos causa y no correlación) de, por ejemplo, la esquizofrenia, la depresión o la ansiedad, ni tampoco en que a veces, para algunos estudios, esos rasgos biológicos distintivos aparecen sólo a nivel estadístico (por ejemplo, el 10% de los «enfermos» tienen el rasgo y sólo lo presentan el 5% de los «sanos»; por muy estadísticamente significativo que resulte, no parece muy revelador…). Pero en lo que sí vamos a entrar es en insistir en que dicho argumento es tramposo.
Y lo es porque en el camino desde las características que se etiquetan como la enfermedad X hasta el hallazgo biológico que determina dichas características y que culmina en el reconocimiento de dicha enfermedad X como causada biológicamente, nadie ha demostrado en absoluto que esas características sean realmente una enfermedad. Y esto es porque muchas características del ser humano vienen sin duda condicionadas biológicamente, pero el hecho de considerar algunas de ellas como una enfermedad o no es una cuestión social que lleva a cabo una determinada sociedad, con una determinada cultura y en un determinado momento, dentro del marco de unos paradigmas que marcan qué es enfermedad y qué no.
Es decir, por poner un ejemplo fácil, ser pelirrojo es una característica biológica determinada genéticamente, es decir, con una base biológica indudable. Pero no es una enfermedad. O, para ser correctos, no lo es en nuestra cultura, porque tal vez en una cultura donde se considerara el ser pelirrojo como un defecto o una malformación horrible al gusto estético de la mayoría, sí podría ser considerada una «enfermedad». Pero sería una consideración social quien marcaría el carácter de enfermedad del hecho de ser pelirrojo, no su biología que es la misma en todas las culturas.
En nuestra opinión, el ser humano está determinado en gran medida biológicamente. Nuestros genes reparten las cartas que tenemos cada uno, aunque luego el ambiente físico y social en el que nos movemos, marcará a nivel epigenético cómo se expresan dichos genes y, saltando sin red entre niveles epistemológicos, luego toda esta genética y epigenética se enfrentará a una educación en el seno de una ambiente sociocultural y familiar concreto que sin duda determinará en gran medida comportamientos, sentimientos y pensamientos de esa persona. Ahora, que la base es biológica es indudable a nivel científico, porque si uno quiere ponerse a hablar de espíritus o almas de alguna manera algo más que metafórica, entonces ya no estamos en un nivel científico sino religioso y ahí cada uno cree lo que quiere (y a continuación, se dispone habitualmente a obligar a los demás a que crean en lo mismo). Es decir, que posiblemente gran parte de lo que solemos llamar «síntomas psiquiátricos» aparezca en un ser humano de acuerdo a una cierta correlación biológica. Una alucinación auditiva muy probablemente implicará un determinado funcionamiento cerebral. ¿Significa eso que la causa de la alucinación es biológica?. Pues podría significarlo si ocurre primero la alteración y luego la voz (porque no debemos olvidar que para hablar de causalidad hay que estar seguro de que la causa precede al efecto, no vaya a ser que pensemos que la secreción de las glándulas lacrimales es causa de la tristeza) y si dicha voz no aparece sin dicha alteración biológica. Pero aunque consigamos encontrar la alteración y asegurar su carácter causal respecto a la alucinación, en ningún momento de este razonamiento y trabajo investigador ha aparecido nada que demuestre que la alucinación es un síntoma o una enfermedad mental. Para nuestra cultura, sí lo es, pero para otra podría ser un signo de superioridad personal o un rasgo sobrenatural o, incluso, una diferencia individual (como ser pelirrojo, por ejemplo).
Porque si hacemos un estudio entre personas enamoradas (con estos enamoramientos recientes que le hacen perder a uno el sueño y el apetito y le provocan todo tipo de alteraciones perceptivas sobre las características personales de la persona amada) y un grupo control de otras personas, digamos, normales, el hecho de que encontráramos un patrón biológico que correlacionara o incluso causara las características del enamoramiento, ¿significaría que el enamoramiento es una enfermedad?. En nuestra cultura no se considera así, pero a lo mejor en una cultura donde sean los padres quienes deciden las parejas de los hijos, sí se podría tener por algo patológico que -lanzamos la idea porque aquí podría haber negocio-, tal vez respondiera a antipsicóticos (ya vemos los estudios de los visitadores: el paciente con trastorno amoroso duerme más, engorda más, se escapa menos de casa y piensa menos en la persona amada desde que toma el fármaco X, como nos explicó el ponente Y -pagado por el laboratorio- en el congreso Z -al que el laboratorio invitó a quien quiso ir-).
Recapitulemos un poco. El problema del paradigma biologicista en Psiquiatría a nivel teórico es, por un lado, que no ha encontrado la causa biológica de nada. Pero nuestro planteamiento es que, incluso si la encontrara, eso no significaría que las llamadas «enfermedades mentales» fueran realmente «enfermedades» dentro del marco de dicho paradigma concreto. Porque, y lo repetimos porque creemos que es importante, la consideración de algo como enfermedad es una cuestión social y no biológica.
Por ejemplo, todos estaríamos de acuerdo en considerar el sarampión como una enfermedad. Hay un virus que ataca el organismo, provoca unos síntomas, etc. ¿Podríamos decir entonces que la existencia de una agente extraño como un virus o una bacteria define una enfermedad? Pues no, porque en el organismo humano hay muchos microorganismos que viven en equilibrio sin provocar mal alguno y no se consideran enfermedades. ¿Es entonces el hecho de que haya síntomas lo que define una enfermedad? Pues nos parece que no, porque una persona puede experimentar síntomas como cefalea, ansiedad, irritabilidad o náuseas porque ha perdido su equipo de fútbol, y no lo consideramos enfermedad. ¿O tal vez hace falta que el malestar sea intenso, prolongado y potencialmente peligroso para considerarlo enfermedad? Pues también nos parece que no, porque la pobreza es la causa de malestar más intenso, prolongado y peligroso que hay y nadie la consideraría una enfermedad en sí dentro del paradigma médico. ¿Tal vez sea la aparición de una lesión lo que determina la existencia de una enfermedad? Pues tampoco lo creemos, porque la cirugía funciona a base de provocar lesiones y es una técnica para curar y no para enfermar. Una cesárea es una lesión grave y no es una enfermedad sino un remedio. No terminamos de encontrar una definición de lo que es o no es enfermedad en términos biológicos. Y no lo encontramos porque el constructo enfermedad no funciona en términos biológicos.
El síndrome de Down, por ejemplo, es un evento biológico claro, pero cada vez más personas que lo presentan y familiares de estas personas rechazan considerarlo una enfermedad, sino más bien una variante de la normalidad. Nada tiene que ver la biología con que dicha reclamación sea o no atendida. Los correlatos o, en ocasiones, causas biológicas son inevitables. Pero el considerar algo como enfermedad es una decisión. Y serán aspectos sociales, culturales y políticos los que determinarán dicha decisión. Hasta no hace mucho, la homosexualidad se consideraba una enfermedad. Nada tuvo que ver la biología en que se diera tal consideración ni en que dejara de darse. ¿Será tal vez la diferencia con la norma lo que determina que algo sea enfermo? Según eso y aplicando el DSM-5, lo enfermo sería estar sano mentalmente, ya que hay ya probablemente más personas con trastornos mentales (definidos según el DSM-5) en el mundo que sin ellos. Complicado jardín en el que estamos metidos.
Pero una vez que el argumento nos ha llevado al absurdo, hay que emprender el camino de vuelta (es importante no olvidar que antes de volver, hay que haber ido). Que la definición de enfermedad sea social, no significa que, en una determinada sociedad, no haya un acuerdo casi absoluto sobre que determinados constructos son enfermedades. Todos estaríamos de acuerdo en que la tuberculosis, la apendicitis o el cáncer de mama son enfermedades. Y todos estaríamos de acuerdo en que el paro, el enamoramiento o la pasión futbolística no son enfermedades. Pero como es algo que se decide a nivel social, no es tan difícil colarnos como enfermedades entidades que antes no lo eran, como los niños traviesos, los adultos tristes, las personas gruesas o los bebés pequeños… ¿Cuál debe ser, pues, el criterio para considerar un conjunto de características que aparecen en una persona como una enfermedad, siempre dentro del paradigma biologicista?
Los paradigmas, desde una órbita postmoderna que creemos imprescindible, son narraciones que otorgan determinados significados a los hechos y proporcionan determinados marcos donde esos hechos se relacionan entre sí. Narraciones que dan cuenta de unos hechos y olvidan otros y que suponen mapas para moverse por un territorio concreto. En nuestra opinión y desde este enfoque, un conjunto de características que aparecen en un individuo determinado en un momento concreto deben ser consideradas enfermedad según los parámetros del paradigma biológico sólo cuando esa consideración sea útil y siempre que esa consideración sea útil para la persona en términos de aumentar su bienestar y reducir su malestar, teniendo en cuenta el corto y el largo plazo.
Es decir, considerar la tuberculosis una enfermedad dentro de un paradigma biologicista es útil, porque permite aplicar un tratamiento farmacológico que beneficia a la persona. Considerar la apendicitis una enfermedad dentro de un paradigma biologicista es útil porque permite aplicar un tratamiento quirúrgico que incluso salva la vida a la persona. Considerar el síndrome de Down una enfermedad dentro del paradigma biologicista no es útil en absoluto para la persona (otra cosa sería la consideración de padecimientos concretos que esa persona pueda presentar como enfermedades) porque no hay tratamiento que vaya a otorgar beneficio y sí la carga estigmatizante que supone la etiqueta de «enfermo». Considerar la pobreza, por terrible que resulte, como una enfermedad dentro del paradigma biologicista no es útil en absoluto para la persona y, además, distrae de buscar la causa y la solución de la misma en cuestiones de índole social y político.
¿Y qué hay entonces del ámbito de la Psiquiatría respecto a todo esto? Pues nuestra teoría es que la consideración de los trastornos mentales como enfermedades dentro del paradigma biologicista no es útil en conjunto para las personas que atendemos. Naturalmente, esto requiere unas cuantas aclaraciones antes de que nos suelten los perros. No estamos diciendo que las personas afectas de lo que ahora denominamos trastornos mentales no deban ser atendidas. Habrá casos en los que una intervención a nivel farmacológico, psicoterapéutico o sociolaboral pueda ser muy útil o incluso imprescindible para ayudar a esa persona en la situación de crisis, aguda o crónica, que esté pasando. Y habrá casos en que intervenciones de ese tipo llevan aparejadas más iatrogenia que beneficio, en términos de efectos secundarios, dependencia, desrresponsabilización o asunción del rol de enfermo con el estigma social y las repercusiones que ello conlleva. Lo que planteamos es si, en los casos en que la intervención es útil, es necesario o no que se haga desde un paradigma biologicista. Y, en nuestra opinión, la respuesta es que no. El paradigma biologicista se centra en el empleo de unos fármacos que dejan de ser vistos como herramientas potencialmente útiles para pasar a ser considerados la única e imprescindible respuesta al malestar psíquico, pasando por alto negligentemente sus efectos secundarios, incluyendo los fenómenos de tolerancia y dependencia. Así mismo, el paradigma biologicista minusvalora y deja al margen (con la inestimable ayuda de los millones de euros invertidos por la industria farmacéutica en investigar sólo en las líneas teóricas que les dan beneficio y no en otras que no incluyen tratamiento farmacológico potencialmente rentable) las orientaciones psicoterapéuticas o sociales, soslayando la ingente cantidad de información que se va acumulando sobre efectos beneficiosos de la psicoterapia o el abordaje de la psicosis centrado en la recuperación y, no nos olvidemos, en el empleo, o el importante papel que el abuso infantil tiene en la génesis de la psicosis, por poner algunos ejemplos. Creemos imprescindible una adecuada valoración de beneficios y perjuicios provocados por este paradigma, y ahí la opinión, experta sin duda, de los usuarios y ex-usuarios tiene mucho que decir y debe ser escuchada.
El sufrimiento sin duda existe, pero lo que debemos analizar, como profesionales de la Psiquiatría y la Salud Mental es cuál es la intervención más útil para las personas afectadas por dicho sufrimiento. Y a veces será el empleo de medicación, a veces la psicoterapia, a veces la prescripción de no-tratamiento y muchas otras veces el abordaje de las problemáticas sociales que subyacen a dicho malestar, desde los ámbitos adecuados y que no pasan por una consulta con un profesional sanitario. Como repetimos cada vez con más frecuencia, cualquier malestar vital que se arreglaría con dinero no es un problema psiquiátrico, sino de otro orden. Y la cuestión es que el paradigma biologicista en Psiquiatría es incapaz, y así lo ha demostrado durante décadas de forma cada vez más clara hasta llegar al ejemplo máximo del DSM-5, de esta atención al aspecto social. Porque sólo ve cerebros averiados y pastillas en pintorescas combinaciones, aunque con grandes beneficios en negocio y prestigio para algunos de los implicados. Y es sabido que cuando sólo tienes un martillo, tenderás a usar todo como si fuera un clavo. Y, nos repetiremos las veces que haga falta, el paradigma biologicista no parece, en Psiquiatría, traer aparejado un balance de beneficios y perjuicios adecuado si contemplamos las iatrogenias que trae consigo o, por ejemplo, el mayor estigma sufrido por las personas diagnosticadas de esquizofrenia ante la atribución de su trastorno a causas biológicas, en comparación con la atribución a causas psicosociales, que conlleva menor estigmatización.
Y el hecho de que aparezca o deje de aparecer la causa biológica concreta de tal o cual trastorno, en nada afecta a la inutilidad del paradigma biologicista en Psiquiatría. Inutilidad demostrada en el mejor pronóstico de la esquizofrenia en los países en vías de desarrollo, con menos fármacos, que en los países desarrollados. O en el incesante aumento de las cifras de prevalencia, cronificación y gravedad de la depresión cuantos más antidepresivos tenemos y usamos. Y si aparece la causa biológica concreta de tal trastorno concreto, entonces tal vez (sólo tal vez) si será útil el paradigma biologicista para tratarlo, y posiblemente pase a ser objeto de la Neurología, como ocurrió con la parálisis general progresiva o la epilepsia. Pero la Psiquiatría trata de la locura y el dolor sin sentido, y eso no se aborda útilmente con el mismo marco teórico que sirve para curar la tuberculosis.
¿Y qué proponemos en lugar del paradigma biologicista? Pues no lo tenemos muy claro porque hay quien sirve para derribar y quien sirve para construir, y nosotros traemos los explosivos, así que otros tendrán que poner los andamios. Pero creemos que el punto de vista social se hace imprescindible. Tanto para entender el origen de los trastornos como su desarrollo y mantenimiento, o sus posibles soluciones, desde esas pequeñas sociedades que son las familias hasta los ámbitos mayores que podemos llamar civilizaciones. Cada una con su cultura y sus subculturas, más o menos interrelacionadas, creando un contexto sin el cual es imposible entender nada ni aliviar nada.
Creemos pues llegado el momento, y este humilde y tal vez confuso escrito intenta ser un pequeño paso en ese camino, de que el paradigma biologicista entre en crisis y pasemos, siguiendo a Kuhn, al momento de la ciencia revolucionaria, donde distintos paradigmas lucharán por demostrar su utilidad para imponerse. Y esperemos que dicha utilidad lo sea esta vez para las personas que atendemos y no para las cuentas de resultados de las empresas farmacéuticas que tanto han invertido en apuntalar un conjunto de teorías inconexas y prácticas mejorables. Esas personas, con sus múltiples sufrimientos, confían en nosotros como profesionales y les debemos lo mejor de nuestra atención, cuando les pueda ser útil, y el dejarles en paz con la responsabilidad sobre sus propias vidas cuando no sea así.
Entendiendo el paradigma o matriz teórica de una disciplina como aquella narración dominante en la cual se va a mover dicha disciplina, que va a dar sentido a los hechos de una determinada manera y no de otra, que va a detenerse en unos hechos y no en otros, ya que no podemos acceder a una realidad objetivable como la postmodernidad dejó demostrado, abogamos por un punto de vista social, que no descuide ni los aspectos biológicos en su importancia (pero no más allá de ella) ni los psicoterapéuticos, pero sin entronizar tampoco estos últimos, en absoluto carentes de peligro en forma de dependencia y desrresponsabilización, potencialmente tan graves como las que pueden causar los psicofármacos mal empleados, que ya vemos ampliamente hoy en día y que serían sin duda más devastadores en el caso de la hegemonía de un paradigma psicologicista.
Queremos también insistir en dos aspectos que ya hemos comentado: Uno es la importancia para la recuperación de las personas y para su bienestar a todos los niveles, del empleo. En esta época que vivimos (y en la que nos han metido unos pocos para ser cada vez más ricos mientras los demás somos cada vez más pobres) parece que el empleo se convierte en un lujo o en algo que se da como limosna en condiciones cada vez peores. Pero algo tendremos que hacer, todos, por cambiar las cosas. Para que el empleo, como tantas otras cosas -sanidad, educación, vivienda…- sea de verdad un derecho para todos, incluidos por supuesto nuestros pacientes… Aunque ésta es otra historia, y como dijo Ende, debe ser contada en otra ocasión..
Y el otro aspecto que queremos remarcar es la importancia de prestar atención y escucha a las asociaciones y colectivos de pacientes, usuarios y ex-usuarios de dispositivos psiquiátricos (no sólo a las de familiares de), que cuentan con progresiva implantación e influencia en el mundo anglosajón y todavía nos parece que escasa en nuestro entorno. Nadie sabe mejor que ellos lo que suponen los trastornos psíquicos, llamémosles como les llamemos, o los efectos, beneficiosos y perjudiciales, de los remedios que nosotros les damos…
La caja de Pandora en forma de DSM-5 se ha abierto y creemos que ya no podrá cerrarse. Pero los males estaban ya fuera y tal vez sea hora de empezar a solucionarlos.
Que el fin del paradigma biologicista sea sólo una idea no debe detenernos. Ya dijo Víctor Hugo que no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo.