Mucho tiempo después seguía levantándose temprano. Cabizbajo meditaba acerca de su desgracia. Recordaba a la perfección ese maldito día que tropezó con aquella piedra gigante. El golpe no fue muy duro pero se le quedó señalado el dedo del pié con un callo de por vida. Todo cambió desde entonces. Tenía visitas regulares al médico que le recetaba una pomada que apenas escocía. Eso no era importante. Lo malo venía después, en el trabajo, con los amigos, con la familia, con la sociedad. Todos ya le reconocían por el muchacho del callo. Al principio le extrañaba esa situación ya que con los zapatos nadie podía ver el callo. Pero aún así le reconocían.

Iluso y sin restarle importancia, un día le comentó lo sucedido a un amigo. A raíz de todo ese relato, la voz se propagó. “Es el chico del callo”,  decían. «No os acerquéis a él que es contagioso, os saldrá un callo a vosotros también». No era el dolor que le había producido esa terrible piedra en el pie, era el dolor ante el rechazo generalizado por miedo a que, al tener relación con él, les fuese a salir un callo en el pie. También comentaban que el comportamiento del chico era impredecible, debido al trauma del choque con la piedra, y según contaban esperaba el momento oportuno para juntar su pie con alguna parte de tu cuerpo y así te saliese un callo a ti también.

Se sentía impotente. El callo no le dificultaba la vida diaria. Pero el rechazo que generaba en su entorno le afectaba. Nadie se acercaba a él. Estaba aislado.

Llegaban a sus oídos historias que la gente inventaba acerca de que si tenía un callo en el pie era culpa suya, algo habría hecho. Como un castigo divino. Incluso había escuchado comentarios acerca de que tenía bien merecida su desgracia.

Le comentó al médico el rechazo que generaba su callo y él le dijo que había gente que genéticamente era propensa a que le saliesen callos, sobre todo en el pie. Le comentó que antes de chocar con la piedra no lo tenía. Pero el médico le espetó que si quería estudiar medicina y saber más que él, las universidades están abiertas para gente con callo y sin él.

Se levantaba temprano, se resignaba ante sus penas. Y solo le mantenía vivo la esperanza de que algún día  la gente viese lo que había pasado sin ninguna imaginación ni condena. Tropezó con la piedra, le salió un callo de por vida y ahora todos le rechazaban. Casi ya no recordaba su vida antes del accidente.

No podía tener novia, no tenía amigos. Era vox populi que era un “enfermo”.

Así que un día decidió tomar las riendas de su vida y de forma autodidacta, comenzó a estudiar sobre los callos. Al estar tan aislado era un trabajo que le entretenía y le ocupaba todo el tiempo. Escribió a una revista local un artículo y se interesaron por su perspectiva respecto los callos. Ahora daba charlas, conferencias. Y ante una audiencia a rebosar logró que la gente comprendiese el lema: “choqué con una piedra y me hice un callo”.

Más del autor