Hace poco me enfadé cuando leí un artículo especial del Psychiatric Times. Habitualmente no leo esta publicación y este artículo me recordó la razón. Gabriel Ivbijaro y Lucja Kolkiewicz dedican cinco páginas a la mejora de la adherencia a la medicación psiquiátrica mediante una asistencia colaborativa y la implementación de una variante de la Terapia Cognitivo Conductual (TCC). En este artículo, en ningún momento se tienen en cuenta los efectos adversos graves asociados a la toma de la medicación psiquiátrica, las razones legítimas por las que muchas personas desean dejar de tomarla, el derecho a rechazar los tratamientos que no están funcionando para ellas, o la posibilidad de que a largo plazo les vaya mejor sin medicación. Mejorar la adherencia en realidad es una forma más bonita de decir «convencer a las personas de que tomen los fármacos que no desean tomar». Usar la palabra «colaborativa» en este contexto resulta tramposo y contradice el verdadero significado del término. Usan un concepto del movimiento de los usuarios de servicios retorciéndolo para que satisfaga los objetivos del modelo médico. Es algo parecido a que Darth Vader cogiera las armas de los Jedi y las usara en beneficio de las fuerzas del lado oscuro.
La colaboración supone trabajar conjuntamente para lograr un objetivo común. Se da cuando cada parte aporta algo a la relación. La atención colaborativa en salud mental no tiene que ver con la unión de personas con más poder, que se esfuerzan al unísono en convencer a una persona de menos poder para que haga lo que el equipo considere correcto. Pero esto es precisamente lo que defiende este artículo. Los autores describen la atención colaborativa de esta forma:
“La asistencia colaborativa se puede prestar de varias maneras, entre ellas: 1) un psiquiatra coordinado con un equipo de atención primaria en un modelo de consultas de enlace; 2) la atención primaria coordinada con un psiquiatra o un grupo de profesionales psiquiatras; 3) los equipos de atención primaria que trabajan de forma colaborativa y usan sus recursos para prestar la asistencia de forma fluida.”
Dejan de lado a los propios usuarios de los servicios, sus objetivos y preferencias, su saber y la experiencia que poseen, el hecho de que están implicados en este proceso, y que en realidad la salud mental no se puede «entregar» a las personas, sino que debe ser implementada junto a ellas.
El uso de la TCC para conseguir la adherencia a los fármacos psiquiátricos refleja una práctica poco ética y me recuerda a las antiguas prácticas de asesoramiento genético, cuando los profesionales intentaban convencer a las personas con problemas de salud mental de que no tuvieran hijos. La TCC practicada correctamente no consiste en convencer a las personas de que su pensamiento es erróneo y así conseguir que piensen como otra persona. A menudo se usa mal de este modo, pero habitualmente no de una forma intencionada, tal como estos autores abogan:
“La TCC específicamente diseñada para favorecer el acuerdo con la medicación puede mejorar la motivación, apoyar el autocontrol y permitir a los médicos y pacientes trabajar de una manera más colaborativa…».
Mi investigación sobre los intentos de discontinuación (Larsen-Barr, 2016) me indica que la TCC y otras terapias psicológicas podrían resultar muy útiles para quienes quieran dejar de tomar medicamentos psiquiátricos, no porque pueda tergiversarse para convencerles de que abandonen su objetivo, sino porque pueden ayudar a desarrollar los recursos internos que las personas necesitan para dejar la medicación con éxito. Mi investigación me indica que es posible dejar de tomar medicamentos psiquiátricos y seguir viviendo bien sin ellos. Aquellos que logran abandonarlos con éxito a largo plazo parecen desarrollar capacidades auto-reflexivas sólidas, formas alternativas para lidiar con sus experiencias y relacionarse con personas de confianza que dan apoyo.
Podría ser muy perjudicial para la persona que acude a terapia, el que la terapia se centrara específicamente en promover la adherencia a los medicamentos. Simplemente, la terapia se convertiría en otra forma más de coerción – psicológica e implícita en vez de legal y manifiesta. A menudo el temor a la coerción impide que las personas expresen su deseo de dejar los fármacos y que busquen la ayuda para hacerlo. Uno de los participantes que entrevisté explicó que la discontinuación es «un camino difícil para transitarlo solo» y resulta difícil imaginar cómo la perspectiva trazada en Psychiatric Times podría hacer algo para mejorar los resultados de las personas que quieran interrumpir la medicación o reducirla. Al contrario, resulta más probable que conduzca a que las personas lo intenten de maneras aún más ocultas y más alejadas de los modos de apoyo que les ayudarían a hacerlo de forma segura.
En mi investigación los usuarios de los servicios dijeron que la coerción y la disuasión para intentar enfoques alternativos los mantuvo atrapados, tomando medicamentos que hacían sus vidas peores, no mejores. La coerción podía transformar una experiencia desagradable, que podría ser temporal, en una especie de «infierno» o «trauma» del que no se puede escapar, sin la posibilidad de perder el derecho humano a elegir por uno mismo. Dos tercios de las 144 personas que entrevisté habían pensado en suspender la medicación antipsicótica que tomaban, y el 90% intentó suspenderla al menos una vez. La mayoría de las personas hizo múltiples intentos para conseguirlo, sugiriendo que persistían en su deseo de abandonar, incluso a pesar de las respuestas desalentadoras de los demás. Es importante destacar que la mitad de ellos consiguió dejarla durante un año o más y ninguna de esas personas describió que estaba peor sin medicación.
A menudo, los servicios de salud mental tienen poca financiación y sus recursos son insuficientes. ¿Mejorar la adherencia es realmente la mejor forma de usar unos recursos limitados? Disuadir a las personas respecto a sus objetivos de no tomar fármacos realmente no los disuade, sino que deja solas a las personas en su postura de seguir adelante con sus objetivos, y con frecuencia sin la información necesaria para intentarlo de la forma más segura posible. En mi estudio, con frecuencia las personas pensaban que había que hacer una retirada paulatina, pero lo intentaban en sólo de una a cuatro semanas, lo cual para nada es paulatino. Quizás en vez de trabajar para «mejorar la adherencia», los servicios de salud mental podrían trabajar para mejorar la seguridad de la no adherencia o intentar la discontinuación, como prefiero llamarla.
No adherencia e incumplimiento no son términos neutros, sino que hablan de un desequilibrio de poder inherente, aunque a menudo no reconocido, que se despliega dentro de un sistema paternalista en el que el médico siempre sabe más. Es cada vez más frecuente leer artículos que usan el lenguaje de la toma de decisiones para el cumplimiento y la adherencia. Este artículo en el Psychiatric Times muestra que aún queda un largo camino por recorrer para introducir los derechos humanos en la ecuación. Mientras lo leía, me recordó a un correo rabioso y de desconocimiento que recibí cuando presenté mi estudio sobre las evidencias de la investigación en el uso a largo plazo de los fármacos psiquiátricos. Ese cuerpo de evidencias es relativamente pequeño, pero casi de forma universal muestra que las personas que interrumpen la toma de medicamentos con éxito muestran mejores o iguales resultados comparados con quienes los mantienen a largo plazo (Ver Harrow & Jobe, 2007; Harrow, Jobe, & Faull, 2012; Laengle et al, 2010; Landolt et al., 2016; Wils et al., 2017; Wunderink, Nieboer, Wiersma, Sytema, & Nienhuis, 2013. En mi propia investigación, el uso actual de los antipsicóticos mostró una correlación negativa con la calidad de vida, pero cuando se controló la edad y el estado ocupacional no alcanzó significación. Otros factores fueron más importantes en los resultados que el que la persona tomara o no “su” medicación.
Me importa que nos refiramos a los fármacos psiquiátricos como algo que pertenece a la persona. Incluso el examen más superficial en la relación de la prescripción estándar nos indica que estos fármacos pertenecen a los profesionales que los prescriben más que a las personas que los toman o tratan de dejar de tomarlos. Si me das un regalo que no quiero, y me lo atas a las manos para que no pueda quitármelo cuando quiera, ¿es realmente mío? ¿deberías dedicar tu tiempo, energía y recursos para convencerme de que acepte y aprecie el regalo y su carga no deseada que se añade a mi carga, o deberías ayudarme a deshacer las ataduras y encontrar una forma de retirarlo?
Artículo originalmente publicado en Mad in America, el 11 de Octubre de 2017. Traducido por Mikel Valverde.
Miriam Larsen-Barr es psicóloga clínica, trabaja con jóvenes y sus familias en Nueva Zelanda. Su investigación de doctorado exploró las experiencias de tomar, e intentar interrumpir, los fármacos antipsicóticos. Antes de formarse como psicóloga, Miriam trabajó con el movimiento de usuarios de servicios, formando parte de un proyecto nacional para reducir el estigma asociado a los problemas de salud mental, donde su mejor cualificación fue su experiencia de recuperación.