Cuando tenemos en cuenta que la psicosis es frecuentemente el resultado de una experiencia de individuación sana que se ha visto truncada (tal y como se decía en la segunda parte), vemos que se ha desarrollado un tipo de ruptura intrapsíquica en la que la persona se siente terriblemente dividida entre la libertad y la autonomía por un lado, y la necesidad de amor, pertenencia y apoyo por el otro. Si observamos el mismo dilema desde la perspectiva del miedo, en lugar de desde la de la pertenencia, podremos decir que la persona se siente dividida entre el miedo a la soledad por una parte y el miedo a sentirse oprimido, a «perderse» en una relación, por la otra. Cuando reconocemos que es esta la tensión que subyace en la raíz del proceso psicótico de una persona, veremos que ello proporciona una orientación útil a la persona que se encuentra lidiando con experiencias que, de otro modo, son altamente caóticas e impredecibles. Concretamente vemos que lo que la persona nos reclama es ayuda para poder experimentar una sana autonomía y emancipación personales, así como una conexión sana con los demás. Para empezar a establecer un marco de procedimiento efectivo, primero nos familiarizaremos con el concepto de los estilos parentales.

Hacia un estilo parental efectivo

A lo largo de los años se ha generado una gran cantidad de teorías e investigaciones alrededor de los distintos estilos parentales, de los cuales algunos han sido considerados más problemáticos que otros. Un marco relativamente sencillo y que encontró resonancia en muchas personas establece una distinción entre estilos parentales autoritarios, negligentes, permisivos y autoritativos, y creo que ayuda a comprender el contexto de la autonomía y conexión sanas tal y como se presenta en esta trilogía de artículos (véase la Figura 1).

Figura 1. Distintos estilos parentales tal y como se han esquematizado en las dimensiones de Control y Aceptación, que se corresponden con mi uso de los términos «autonomía» y “conexión». Un aumento del control se corresponde con una disminución de la autonomía por parte del niño, y el grado de aceptación se corresponde de forma directa con el grado de conexión sana experimentado por el niño (Fuente: Parentastic.org).

El estilo parental autoritario se caracteriza por la escasa colaboración o debate con el niño en todo lo que respecta al establecimiento de límites, que son marcados de forma exclusiva por el habitual castigo. Las necesidades de autonomía del niño, por lo general, reprimidas, y aunque los padres pueden sentir un amor y afecto verdaderos por él, es habitual que la comunicación sea pobre, lo que suele ocasionar que las necesidades de conexión del niño no sean cubiertas.

Los límites en los estilos parentales permisivos y negligentes no son discutidos ni tan siquiera establecidos, y mucho menos aplicados. Se podría decir que la necesidad de autonomía del niño se está cubriendo, pero, en realidad, los niños en desarrollo necesitan orientación y comprensión. Para el desarrollo de la responsabilidad sobre sí mismos y las consecuencias de sus actos, el tipo de autonomía desarrollado en estos estilos consiste a menudo en un control de los impulsos y responsabilidad sobre el yo pobres, que limita la capacidad de desarrollar relaciones sanas consigo mismo y los demás. En cuanto a las necesidades de conexiones sanas, una importante diferencia entre los estilos parentales negligentes y permisivos es que este último suele caracterizarse por una conexión más sana –el niño es tratado como un «querido amigo»–, mientras que la conexión de apoyo con el estilo parental negligente es pobre, y al niño se lo trata básicamente como una molestia que tiene que ser tolerada con un mínimo esfuerzo por parte del/los padre/s.

El estilo parental autoritativo (que no autoritario) se caracteriza por el establecimiento de límites razonables, al tiempo que se emplea todo el calor, colaboración y comunicación posibles con el niño, al tiempo que se fijan y aplican límites. Dentro de dichos límites, el niño tiene tanta libertad y autonomía como es posible. Si observamos este modelo de estilo parental como lo hemos presentado aquí, es fácil apreciar que este será con toda probabilidad el más eficaz si se pretende dar apoyo al niño para que este resuelva la dialéctica entre autonomía y conexión y, al final, logre una individuación madura. Desde luego, una investigación exhaustiva ha demostrado que los niños educados usando este modelo son aquellos cuyas relaciones consigo mismos y con los otros alcanzan mayores niveles de satisfacción y apoyo (Baumrind, 1989; Furnham & Cheng, 2000; Galambos, 1992).

Dos subcategorías de estilo parental autoritativo sobre las que resulta útil reflexionar son el estilo parental del apego y el estilo parental democrático. Básicamente, estos estilos parentales pueden considerarse como una secuencia de dos fases que suceden al mismo patrón de calor, comunicación y libertad máximos dentro de unos límites claros y razonables, en los que el «estilo parental del apego» suele referirse a su práctica con la limitación que marcan los niños, y el «estilo parental democrático», que es la práctica de una comunicación y colaboración que crecen con el niño a medida que este madura y desarrolla nuevas habilidades vitales y de pensamiento crítico. Lo bueno de este enfoque es que no solo presta el apoyo máximo al niño a la hora de satisfacer sus necesidades de autonomía y conexión, sino que sigue el proceso natural de desarrollo de un niño hasta su culminación en la individuación de un adulto sano. [Un par de libros útiles que ayuda a los padres a desarrollar estos tipos de estilos parentales son Disciplina sin dramas, de Dan Siegel y Tina Bryson (2015), y Hold On To Your Kids, de Gordon Neufeld y Gabor Mate (2014).

Mientras que el concepto de la implantación de un estilo parental tan razonable como forma de apoyo al niño durante el desarrollo de estilos de apego seguros y una individuación adulta pueden parecer sencillos, muchos padres reconocen que la realidad es mucho más complicada que la teoría. Durante la crianza de un niño, con frecuencia nos encontramos con las heridas sufridas a lo largo de nuestro propio desarrollo, que pueden «adueñarse» de nosotros e inducir a comportamientos con nuestros hijos que, más tarde, puede que lamentemos. Una forma de pensarlo es que, cuando estamos educando a los niños, nuestros propios dilemas de apego inseguro aún no resueltos pueden resurgir y ser transmitidos a nuestros hijos con gran facilidad. Las investigaciones nos sugieren que los estilos de apego inseguros se transmiten con frecuencia de una generación a otra de este modo, a pesar de las mejores intenciones que puedan tener los padres (Karen, 1994; Siegel & Hartzell, 2003).

Afortunadamente, las mismas investigaciones sugieren que nunca es demasiado tarde para que trabajemos con el objetivo de aumentar la seguridad de nuestros estilos de apego, tanto en relación con nuestro yo, como en la relación con los demás, especialmente empleando las prácticas de la conciencia plena o mindfulness, creando una narrativa coherente con nuestras propias vidas y buscando apoyo relacional cualificado (Siegel & Hartzell, 2003). Al mismo tiempo, los estudios realizados indican que los padres que han sido capaces de llevar a cabo este trabajo personal de reconstrucción de sus relaciones, independientemente de lo problemáticas que sus infancias hayan sido, tienen una probabilidad mucho mayor de educar a niños con estilos de apego seguros con los beneficios que esto conlleva, tal y como hemos estado discutiendo (Karen, 1994; Siegel & Hartzell, 2003).

Por lo tanto, ya sabemos que es bueno informarse acerca de estilos parentales efectivos y hacer lo posible por aplicarlos desde el principio, pero, ¿qué hacemos una vez nos encontramos en medio de una crisis con un niño, adolescente o joven adulto que da muestras de tener un comportamiento psicótico o extremo y/o un sistema familiar que ya es destructivo y se encuentra fuera de control? Las dinámicas enumeradas a continuación son algunas de las más problemáticas que las investigaciones de recuperación han encontrado dentro de dichos sistemas familiares, junto con algunas propuestas para la transformación desde patrones problemáticos a otros beneficiosos, o, en otras palabras, de círculos viciosos a marchas victoriosas.

Del “poder sobre” al “poder con”

Como implica la anterior discusión acerca de estilos parentales, parece que desarrollar una relación de “poder con” con el niño, en lugar de una relación “poder sobre”, resulta clave. En los casos en que un niño es diagnosticado con un desorden psicótico, el sistema familiar ya ha desarrollado una fuerte dinámica de “poder sobre” entre uno o más de los progenitores y el niño, aunque dicha dinámica también puede darse entre hermanos.

Incluso si esta dinámica particular no ha sido predominante desde el principio, una vez que el niño es considerado «mentalmente enfermo», los miedos de individuación expuestos anteriormente pueden verse exacerbados y llevar a una tensión creciente entre la dialéctica autonomía-conexión del niño, impidiéndole que siga avanzando hacia la individuación. En este caso, la preocupación natural que los padres sientan los pueden llevar a ser cada vez más críticos, exigentes, sobreprotectores, etc., contribuyendo así al daño sufrido por las necesidades de autonomía y conexión del niño; al mismo tiempo, este último podrá sentir más dudas y miedos sobre sí mismo, mermando la probabilidad de que avance hacia una individuación sana. Esta situación tiende a acentuarse cuando se da una dinámica de poder sobre, que puede incluso llegar a interferir con los procesos de individuación del niño y vemos que se genera una especie de bucle de retroalimentación (p. ej., «círculo vicioso») positivo (autorrefuerzo) en el que el sistema puede cristalizarse en esta dinámica particular, en la que el niño es incapaz de avanzar hacia la individuación y desarrolla una hiperdependencia hacia los padres de forma indefinida.

Desgraciadamente, el sistema predominante en la salud mental empeora la situación al añadir su propia estructura de poder sobre a la ya existente dentro de la familia. Esto lo hace insistiendo en que el joven «acepte» que padece una enfermedad cerebral y «cumpla» con la ingesta de medicación psiquiátrica, adoptando un comportamiento que tiende a empeorar el trauma que el joven y ha experimentado de forma previa e incluso potenciando las dinámicas de poder sobre dentro del seno familiar (consultad mi artículo aquí para más información sobre este problema y otros similares existentes en el sistema de salud mental predominante).

Para romper este círculo vicioso, se necesita que todas las partes reconozcan lo que está sucediendo, y que, posteriormente, hagan un esfuerzo para realizar una transición delicada desde el «poder sobre» hasta el «poder con”. Ello incluye la necesidad de que todos los miembros de la familia renuncien a exigir el uno al otro, para que, en cambio, den explicaciones, hagan peticiones realistas y estén dispuestos a que les digan que «no». Ello incluye la necesidad de que cada persona se ponga límites personales tal y como se haría en otras relaciones sanas, y hacer lo que esté en su mano por respetar los límites de los otros. Dicho de otro modo, si una persona tiene un comportamiento que resulta directamente perjudicial hacia nosotros o nuestros seres queridos, es necesario poner límites personales y hacer lo posible para minimizar el daño, lo que puede implicar un intento de profundizar la comunicación con la persona en cuestión, o, si esto fracasa, buscar ayuda externa o incluso limitar el contacto en caso de que fuera necesario.

De la mistificación a la transparencia

La investigación acerca de la recuperación también sugiere que la transparencia en nuestra comunicación y nuestra expresión es muy importante. No cabe duda de que uno de los factores principales que han hecho que el enfoque del Diálogo Abierto, entre otros, hayan resultado tan efectivos, es que facilitan la transparencia, cosa que podemos definir como el desarrollo de una conexión consigo mismo en primer lugar conectar con los sentimientos y necesidades propias asociadas a una situación particular), y posteriormente, expresarla a la persona pertinente de forma abierta y sincera. Como se ha tratado anteriormente, el trabajo de Bateson y Laing en este campo, con conceptos de «dobles vínculos» y «mistificación», a menudo ofrecen teorías contundentes acerca de cómo la falta de transparencia, especialmente la que se da entre los padres y el niño, pueden llevar a que este último experimente una confusión y un malestar abrumadores, incluso hasta el punto de provocar una un proceso psicótico.

Para ser más específicos, diremos que, en esencia, ser transparente significa encontrar el valor para expresar nuestras preocupaciones, frustraciones, miedos, etc., de forma directa a la persona implicada, con el objetivo de expresar con claridad qué parte del comportamiento de los otros nos causa tanto malestar, y, en función de lo que parezca más apropiado, emprender esfuerzos personales para desarrollar mayor tolerancia hacia dicho comportamiento, o para iniciar un diálogo con esta persona acerca de los cambios que podrían introducirse para hacer que el terreno fuese más practicable para todas las partes interesadas. El otro componente importante consiste en resistirse a la tentación de quejarse a una tercera parte acerca del comportamiento de una persona, y, en su lugar, encontrar el valor de discutir el problema directamente con el individuo implicado. Murray Bowen hace referencia a ello —la tendencia a aliarse contra otra persona— como triangulación, y sus investigaciones han demostrado que este patrón relacional resulta especialmente destructivo en las familias y otros sistemas sociales (Bowen, 1993).

De cabeza de turco a canario

Un patrón que encontramos con frecuencia en numerosos sistemas sociales que no funcionan bien es la creación de un cabeza de turco, en el que una mayoría atribuye todo el peso de la responsabilidad de la problemática del sistema a una minoría concreta. Podemos observar ese fenómeno en sistemas sociales más amplios en los que las minorías son señaladas como cabezas de turco, en sistemas sociales más pequeños, como las escuelas, donde los niños considerados «débiles», «frikis» o simplemente «raros» sufren abusos, o en sistemas familiares en los que un miembro es percibido como un «niño problemático», o lo que los terapeutas familiares suelen denominar «paciente identificado».

No obstante, es importante reconocer que esta tendencia tiende a desviarse y ser destructiva, y no solo con el cabeza de turco, sino con la salud del sistema familiar en su conjunto, ya que la estrategia puede aportar algo de seguridad a corto plazo, pero hace a la familia más vulnerable ante el colapso en el probable supuesto de que la estrategia termine fallando. Por este motivo, la búsqueda de culpables puede quedar tan arraigada en el sistema familiar disfuncional que todos los miembros, incluyendo al cabeza de turco, terminen luchando por mantener el statu quo para sobrevivir en el sistema familiar (aunque los miembros de la familia no suelen ser conscientes de su comportamiento). Por desgracia, este problema puede agravarse a causa de un sistema de salud mental predominante que fomenta esta dinámica con su gran disposición a diagnosticar y «tratar» al paciente identificado, habiendo un gran número de profesionales que creen firmemente tener los conocimientos necesarios para afirmar que los cerebros de los afectados efectivamente tienen algo de roto o enfermo, a pesar de la gran cantidad de evidencias que señalan lo contrario (véase este artículo o Repensando la locura para consultar un debate más profundo con respecto a este tema).

Para salir de una dinámica familiar problemática como lo es esta, es útil reconocer que el «paciente identificado» suele ser especialmente sensible a la disfunción que aqueja al sistema familiar, lo que aumenta la probabilidad de que su vulnerabilidad lo convierta en el canal de la disfunción, exteriorizándose de forma que lleve al diagnóstico de «enfermedad mental”. Por lo tanto, es más práctico y preciso ver al «paciente identificado» como al «canario en la mina de carbón» más que como a un «enfermo mental», ya que él o ella es la primera persona en percibir y evidenciar abiertamente la toxicidad del ambiente.

Del monólogo múltiple al monólogo real. Cuando cambiamos nuestra perspectiva para contemplar la «psicosis» como algo que ocurre en el interior de un individuo como consecuencia de un problema cuya raíz penetra en lo profundo de en un sistema familiar y social mayor, empezamos darnos cuenta de que solo obtendremos una perspectiva lo suficientemente amplia y que nos lleve a la resolución del problema cuando tengamos en cuenta los puntos de vista personales de todos y cada uno de los miembros involucrados. Para lograrlo, pensamos que es necesario enfrentarse a un reto que, si bien puede antojarse intimidante, no es insuperable. Practicar un diálogo abierto y auténtico con los demás miembros del sistema requiere la predisposición de alternar entre a), una conexión y una expresión honestas con uno mismo, y b), dejar a un lado nuestras propios prejuicios, creencias, sentimientos, etc., para poder escuchar a los demás de forma receptiva y empática.

Cuando nos encontramos angustiados, es natural volverse inflexible en nuestra perspectiva y/o tan absortos en nuestro deseo de expresar una cosa u otra, que simplemente no estamos disponibles para escuchar de forma verdadera y comprender la perspectiva del otro. Ello tiene como resultado que la comunicación consiste en varios monólogos (p. ej., uno en el que las personas se encuentran hablando con «paredes») más que en un diálogo real. Sin embargo, para que el sistema roto cambie de forma sustancial, los distintos miembros implicados en él deberán expresarse en un escenario común y ser atentamente escuchados por el resto con el objetivo de desarrollar una dinámica relacional armónica y sostenible en el futuro. He observado que un enfoque particularmente simple y eficaz para esta comunicación es Comunicación no violenta (Non Violent Communication), desarrollado por Marshall Rosenberg, estudiante del pionero psicólogo humanista Carl Rogers.

El apego seguro como protección frente al acoso y otras experiencias adversas sufridas en la infancia

Como hemos discutido con anterioridad, desde nuestro nacimiento, todos estamos «mentalmente programados» para buscar el desarrollo de un apego seguro con uno o más cuidadores, y recordamos que un apego seguro requiere el conocimiento experiencial de que somos amados por lo que somos, que nuestras necesidades de conexiones y de autonomía primarias son satisfechas de forma segura y cuentan con apoyo. Cuando niños y adolescentes sean incapaces de cubrir estas necesidades con sus padres, pasarán a dirigir estos instintos de formación de vínculos hacia sus compañeros. No obstante, puesto que el resto de niños y adolescentes no suele ser capaz de adoptar el rol de cuidador de los demás, esto suele llevar a una situación en la que «de tuertos guiando a ciegos», o peor aún, de inmaduros que guían a inmaduros; esto, a su vez, puede hacer que las cosas tomen un cariz muy oscuro a un nivel profundo, cuando el joven se expone a la experiencia del rechazo del grupo al que tan desesperadamente quiere pertenecer [Véase Hold on to Your Kids, de Neufeld y Mate (2014), para consultar un estudio más profundo sobre este tema.]

Observando la situación desde esta perspectiva, tiene todo el sentido del mundo que los abusos y el rechazo de los compañeros haya sido considerado como uno de los factores de más alto riesgo a la hora de desarrollar desórdenes psicóticos. Es fácil darse cuenta de que, cuando un joven intenta cubrir sus necesidades de pertenencia mediante su relación con otro joven inmaduro, se está preparando el terreno para un giro desastroso de la propia habilidad para desarrollar una experiencia tolerable en cuanto a la dialéctica autonomía/conexión. Pero, afortunadamente también se ha comprobado que el apego seguro con un adulto actúa como amortiguador contra el daño causado por los abusos y el rechazo del grupo.

Un estudio particularmente impactante implicó a 90 000 adolescentes provenientes de 80 comunidades diferentes de los Estados Unidos, y llegó a la conclusión de que aquellos que vivían una relación segura de apego con al menos uno de los progenitores tenían una probabilidad mucho más baja de desarrollar comportamientos habitualmente asociados a los problemas de apego con el grupo, tales como la dependencia del alcohol y las drogas, los intentos de suicidio, comportamientos violentos o actividades sexuales de riesgo (Resnick et al., 1997). Este estudio no incluyó la psicosis como uno de los resultados variables, a pesar de lo cual, dadas las correlaciones demostradas entre los factores como el apego deficiente con los progenitores, los abusos y la psicosis, se puede afirmar con cierta seguridad que uniendo estos puntos y reconociendo el apego seguro con un progenitor actúa de forma segura como un amortiguador contra la posibilidad de unos sufrir abusos y un rechazo del grupo que lleve a la psicosis. Además, siguiendo una línea similar de razonamiento, creo que podemos decir con bastante seguridad que el apego seguro con un progenitor también tiene el potencial de evitar que se presenten otros factores de riesgo para el desarrollo de la psicosis, mencionados en la Tabla 1 expuesta a continuación (explicada con mayor detalle en la Primera Parte de esta serie de artículos).

Factores habitualmente internos del sistema
familiar
Factores habitualmente externos que
afectan al sistema familiar
Estrés prenatal y salud deficiente Pobreza
Problemas tempranos de apego parental Vida urbana
Abusos físicos durante la infancia Ser objeto de racismo
Abusos sexuales durante la infancia Agresiones sexuales
Desatención emocional durante la infancia Agresiones físicas
Pérdida de los padres Exposición a peleas
Sufrir abusos de los hermanos Sufrir abusos del grupo

Tabla 1. Experiencias adversas en la infancia (ACE por sus siglas en inglés, de “Adverse Childhood Experiences”) a las que se atribuye el potencial de provocar desórdenes psicóticos.

De la culpa a la responsabilidad compartida

Como se ha discutido anteriormente, es un asunto muy delicado sugerir que, en muchos casos, los padres pueden haber tenido una participación importante en el desarrollo del desorden psicótico que sufre su hijo. Esta sugerencia ha llevado a una polarización en el sector, donde, por un lado, no nos parece adecuado poner un cierto grado de culpa sobre los hombros de los padres, especialmente las madres, de todos los jóvenes que desarrollan este desorden; por el otro, quienes afirman que las dinámicas familiares sí contribuyen frecuentemente al desarrollo de la psicosis suelen ser objeto de duras críticas.

Para aportar un ejemplo del primer extremo, un término usado frecuentemente durante las últimas dos décadas del siglo XX es «madre esquizofrenógena», un término acuñado por la psiquiatra Frieda Fromm-Reichman en 1948 con el que pretendía hacer hincapié en su creencia de que ciertos estilos maternos y paternos tenían una relación de causalidad con el desarrollo de “esquizofrenia». Sin tener en cuenta la intención de Fromm-Reichman a la hora de crear este término, esto ha sido interpretado por muchos como un dedo acusador que señala a los padres de los hijos que han desarrollado la enfermedad, algo que considero que solo ayuda a ahondar más en el problema. El riesgo de este tipo de lenguaje es que puede llevar, de forma comprensible, a que muchos padres se adopten una postura defensiva que tenga como resultado una mayor desconexión y disonancia en un sistema familiar que ya tiene bastantes problemas.

En el otro extremo están quienes sugieren que las dinámicas familiares tienen algo que puede contribuir a la generación de psicosis en un niño, y a los que se hace referencia de forma despectiva como «acusadores de madres», un término igual de problemático que viene a representar una desviación total de cualquier responsabilidad de los padres en casos en los que una porción de dicha responsabilidad en el desarrollo de la esquizofrenia está más que garantizada, si no directa, al menos sí indirectamente y en cuanto al proceso de recuperación del hijo.

Entre el extremo por un lado de culpar a los padres el de y negar toda responsabilidad de la relación entre los padres y el hijo por el otro, soy de la opinión de que hay un término medio que nos puede permitir una exploración fructífera de este asunto sin perder de vista el factor humano de todos los implicados. Ocurre con frecuencia que los padres sienten un profundo amor por sus hijos, por lo que hacen todo cuanto está en su mano por desempeñar su papel de la mejor manera posible, contribuyendo, de forma involuntaria, a que estos desarrollen el trastorno que nos ocupa. En muchos casos, los padres fueron criados de forma similar y en un ambiente igualmente problemático, por lo que se limitan a transmitir lo que han aprendido. Estas dinámicas problemáticas pueden llegar a establecerse en el seno del sistema familiar, llegando incluso a perdurar durante muchas generaciones y haciendo muy difícil que los padres de una y otra generación logren librarse de él. Además de esto, también es preciso reconocer que muchos padres actuales están obligados a sobrevivir en duras condiciones de pobreza, aislamiento y/u opresión política, lo que reduce los recursos de que los padres disponen para prestar ayuda a sus hijos. De hecho, la literatura nos brinda una gran cantidad de evidencias de que la pobreza, la discriminación y otras formas de opresión política guardan una estrecha correlación con el desarrollo de la psicosis (Read, 2004).

Por lo tanto, considero que, en lugar de lanzarse a «acusar a los padres» y sugerir que sus intenciones han sido malas a lo largo del proceso, es importante reconocer que, probablemente, en la mayoría de los casos los padres simplemente ignoraban los serios daños que su comportamiento estaba causando, y/o que estaban transmitiendo las dinámicas traumáticas intergeneracionales que ellos mismos habían heredado de sus padres y/o de una sociedad disfuncional. En cambio, lo que probablemente sea de más ayuda que culpar a nadie, sea invitar a adoptar una actitud de sana curiosidad en lo que concierne a las dinámicas familiares problemáticas que pueden haber tenido un papel determinado en el sufrimiento, y fomentar una actitud de responsabilidad compartida entre los miembros de la familia y el sistema social en su conjunto con el objetivo de reparar cualquier daño sufrido, al tiempo que se camina hacia un sistema más armónico.

Otro aspecto que debe ser discutido es que, como ya se ha mencionado, la investigación es bastante clara en lo que se refiere a los numerosos factores distintos que contribuyen a que una persona desarrolle psicosis. Y es que, en efecto, los factores relacionales, especialmente los asociados a la infancia, parecen presentarse en probablemente la mayor parte de los casos de psicosis, al menos en aquellos que han sido sometidos a un estudio profundo; pero somos organismos complejos cuyo bienestar se basa en una larga lista de factores relacionados con múltiples ámbitos—físico, psicológico, social, ambiental, espiritual, existencial, etc.— y, si tenemos en cuenta que la psicosis es una estrategia desesperada para afrontar una experiencia de otro modo insoportable, queda claro que una cantidad de factores y ámbitos experienciales suelen converger, dando lugar a esta situación insuperable. Así pues, en muchos casos, señalar uno solo de los factores como la causa exclusiva de la psicosis de una persona es excesivamente simplista. Entender esto implica que, si queremos ofrecer un verdadero apoyo a quienes sufren esta terrible angustia, todos los miembros del sistema familiar en cuestión e incluso otros actores del sistema social deberán reconocer cierto grado de responsabilidad compartida y actuar en base a dicha premisa. Sin embargo, reconocerlo implica reconocer también que los distintos miembros de estos sistemas sociales tienen distintos grados de poder e influencia, que, como es natural, van asociados a mayores niveles de responsabilidad. Dado que son los padres quienes suelen tener la mayor parte de la autoridad en un sistema familiar, es importante que estos reconozcan su mayor porción responsabilidad. Lo mismo vale para el sistema social global en el que vivimos, en el que ciertos miembros llevan atribuida una mayor participación, especialmente los varones blancos de cierto poder adquisitivo y aquellos que tienen roles sociales determinados, lo que incluye a los profesionales sanitarios, quienes tienen un grado de poder especialmente alto en el contexto que estamos tratando aquí. Junto con este gran poder viene el potencial de causar un daño o un beneficio mayores, un hecho que puede resultar particularmente destructivo si no se reconoce de forma consciente y cuidadosa por parte de los miembros de posiciones privilegiadas.

Distanciarse cuando la reparación no es una opción

Los hogares al estilo de Soteria, o The Family Care Foundation, lugares de descanso y otros métodos similares, han demostrado que cuando la reparación de un sistema familiar particular no es posible por el motivo que sea, trasladarse a un ambiente más sano puede resultar beneficioso para la recuperación de una persona. La investigación de Bowen (1960) ha demostrado que trasladarse a un ambiente no demasiado sano (como el pabellón de un hospital) puede tener algún beneficio, en función de lo dañino que el sistema familiar fuera. Por supuesto, la mayor parte de los ambientes hospitalarios y, por desgracia, también la mayoría de los hogares residenciales son la antítesis de lo que el proceso de recuperación de una persona necesita cuando se observa desde la perspectiva que estamos adoptando aquí, puesto que resultan altamente opresivos y no suelen transmitir el mensaje de que se es «querido, aceptado y valorado por quien se es».

Es una pena que, a pesar de los esperanzadores resultados mostrados por los hogares similares a Soteria que fueron desarrollados durante los años 70, estos sigan siendo extremadamente poco frecuentes y, por tanto, inaccesibles para la mayoría de la gente. No obstante, hay signos de que la tendencia está cambiando, pues hogares basados en este modelo y otros similares están abriendo sus puertas, y el movimiento vuelve a ganar algo de fuerza. A la vez que aumenta la concienciación de los importantísimos beneficios que dichas residencias tienen para las personas, las familias y las comunidades, con suerte llegará el día en el que toda comunidad cuente con un «santuario de la locura» que ofrezca el necesario y compasivo descanso que necesitan aquellos que sufren una crisis [Se puede consultar mi lista de recursos aquí para ver qué organizaciones y servicios están disponibles].

Conclusiones

Mientras nos vamos acercando al final de este viaje de investigación de las relaciones entre las dinámicas familiares, el desarrollo humano y la psicosis, podemos empezar a reflexionar sobre lo aprendido e irnos con algunas conclusiones:

  1. Ciertos incidentes traumáticos, particularmente los mencionados en la Tabla 1, pueden llevar a una crisis psicótica de forma directa o indirecta.
  2. Todos compartimos ciertas necesidades básicas y dilemas existenciales y relacionales (véase la Figura 1 de la Segunda Parte de esta serie de artículos), que, cuando no son cubiertos y/o resueltos, como puede suceder si se dan los incidentes traumáticos que figuran en la Tabla 1, podemos experimentar una sobrecarga tal que nuestro organismo dé una respuesta psicótica como estrategia desesperada para hacer tolerable lo que de otra forma no lo sería.

3. Es probable que todos tengamos un límite que, una vez alcanzado, tenga como reacción una respuesta psicótica, aunque la vulnerabilidad que cada persona presenta varía sustancialmente.

4. Por suerte, existen estrategias que podemos aplicar para reducir la probabilidad de que nosotros o nuestros seres queridos desarrollemos un cuadro psicótico, o para prestar nuestro apoyo a la recuperación de aquellos en quienes ya se haya diagnosticado. Algo especialmente beneficioso para transformar una familia y una dinámica relacional problemáticas en un ambiente donde predomine la armonía puede pasar por los pasos siguientes:

  • Luchar por desarrollar estilos parentales donde se den altos grados de colaboración, comunicación y una conexión que preste apoyo.
  • Como padres, desarrollar y mantener un apego seguro con nuestros hijos a lo largo de la adolescencia, y, más tarde, darles el apoyo necesario para que hagan la transición hacia una autonomía cada vez mayor, tal y como exige el desarrollo.
  • Fomentar más las relaciones de «poder con» que las de «poder sobre».
  • Trabajar para llegar a una transparencia máxima (antes que a una mistificación o triangulación) y un diálogo verdadero (en lugar de hacia varios monólogos unidireccionales) en nuestra comunicación.
  • Dejar de culpar y de crear cabezas de turco, y trabajar hacia la rendición de cuentas personal y la responsabilidad compartida.
  • Reconocer el beneficio de la toma de distancia de las relaciones familiares tóxicas y perseguir relaciones alternativas en las que apoyarse cuando seamos incapaces de reparar las relaciones familiares.

Finalmente, es importante reconocer que somos seres profundamente sociales que no viven como individuos aislados, sino como miembros integrales de sistemas sociales interdependientes: nuestro sistema familiar, los demás sistemas sociales en su conjunto u otros núcleos familiares, los compañeros, nuestra comunidad, y el resto de la sociedad. Por lo tanto, la psicosis, como otras muchas formas de angustia humana a menudo categorizadas como «enfermedades mentales» no debe ser vista como algo intrínsecamente «equivocado» o «enfermizo» en el individuo que da muestras de estarlas sufriendo, sino más bien como problemas sistémicos que están usando a esa persona como canal. Además, ciertos miembros de estos sistemas sociales tienen más autoridad que otros, siendo aquellos con más poder, como los padres y los profesionales de la salud, quienes también tienen el potencial para producir un perjuicio o un beneficio, lo que hace esencial que la mayor parte de la responsabilidad recaiga sea manejada con cuidado y recaiga sobre aquellos a quienes se reconoce más poder. Sin embargo, a pesar de estas diferencias de poder, no debemos olvidar que un sistema social concreto se caracteriza por tener distintos grados de poder, y cada decisión que tomamos, cada palabra que decimos y cada dólar que gastamos, cada uno de nosotros tiene un papel en el infinito proceso de creación de sistemas sociales en el que vivimos. Por lo tanto, nos corresponde a nosotros preguntarnos qué clase de mundo aspiramos a tener: si un mundo fragmentado, donde rijan la culpa y la desconexión, o uno donde el diálogo sea abierto, la responsabilidad, compartida, y las conexiones interpersonales nos brinden el apoyo que tanto necesitamos.

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Referencias

(de las tres partes del artículo)

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